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ОглавлениеEl día de las canciones viejas
20 de noviembre de 2019
A Ezequiel Zaidenwerg
La señora iba a duras penas avanzando con una bolsa a través de la Alameda, a la altura del metro República y de pronto se le soltó. En la calzada de al medio había tres grupos grandes de militares y policías. El toque de queda ya había comenzado hace casi una hora. Sin pensarlo me acerqué y le ofrecí ayuda: caminamos unas seis o siete cuadras, pero ella venía caminando otras veinte o treinta desde Plaza Italia, “es que nadie para, nadie te lleva”. “Está bien pesada esta bolsa, ¿qué lleva adentro? ¿Piedras? ¿Le va a tirar piedras a los milicos?”, le dijo sonriéndole. “No me faltan ganas y también al tonto del presidente”. Llegando a Avenida España un grupo de jóvenes intervenían la calle con banderas anarquistas y de la nación mapuche. Me dijo que ya estaba cerca, que le quedaban dos cuadras no más, que la iban a estar esperando. Y ahí la dejé y también a esos muchachos a los que los automóviles y motos celebraban. Santiago en estos días es para valientes.
Pero ahí no comenzó esta crónica, si no con un rastrillo. Un rastrillo y una pala, porque mis vecinos desde temprano salieron a limpiar las calles del desastre de ayer: a juntar bolsas, comida descompuesta, plástico y metales quemados, un poco de lo que se compone la basura. Alguno podría decir que por ahí se encontraron a Alberto Espina o a Andrés Chadwick, el ministro de Defensa y el del Interior: en su defensa no tienen nada y en el interior tampoco, lo comprobamos al verlos en la televisión y sacar sus dientes pinochetistas, afilados desde hace ya mucho tiempo en las cavernas del fascismo: cómo les gusta ver el país lleno de militares, de tanquetas, de carabinas. No hay duda de que la gente se las va a cobrar y con ganas. En este país las cosas tardan, pero llegan y con dolor. Estos días también han sido testimonio de eso, de la incompetencia de Piñera, de una explosión popular acumulada durante décadas, contra la casta política y su enriquecimiento a costa del trabajo ajeno, con leyes sumamente convenientes.
Dicho esto comí, dejé todo un poco ordenado. Traté de leer y no pude. Me comuniqué con amigos en Perú, Colombia, Estados Unidos, México y Argentina, sobre todo en Argentina donde era el Día de la madre: acá en cambio era otro día de sacarse la madre caminando para llegar a cualquier lado. Partí a pie desde el barrio República, menos tranquilo que ayer, con más barricadas. En la ex-estación estaban los militares con sus armas resguardando. Me acerqué a uno y le pregunté desde qué hora estaba ahí y me contestó que llevaba todo el día y que ya estaban cansados. Dudé que esa metralleta que portaba tuviera balas, pero mejor no dudar con la historia encima y habiendo aprendido a no confiar en la sombra que nos reunía; porque hay que decirlo, el sol pegaba después de un rato. Y también tengo que decirlo: mi encuentro con ellos fue sumamente violento, fue un shock, casi no podía caminar de sólo ver una metralleta y, para darme coraje, escuché dentro de mí a un grupo de estudiantes que gritaban: “¡NO TENEMOS MIEDO!” Y con eso me acerqué también a los de un jeep en la calle Vergara que discutían con un señor de edad, que les pedía que por favor se fueran, que le dolía mucho verlos ahí en contra del pueblo. El militar casi no contestaba. Paré, saqué una foto y seguí más adelante.
Cerca de La Moneda nuevamente el caos, pero más intenso que ayer. No había muchos lugares para escabullirse, así que corrí hacia el bandejón esquivando a un guanaco. Entré por una calle contigua y justo pasó un contingente militar en tanquetas y pude ver que uno de ellos había sido alcanzado por una bomba de pintura de color rosa: milicos de rosa, qué ingenio, pero también es una muestra del descontento total por su presencia. “¡Vuelvan a los cuarteles, hueones culiados! ¡Defensores de la corrupción!”, les gritaban en sus caras. Pensé en que seguramente ese contingente no quedaría tan indemne de esa batahola. Pero yo debía seguir –como en las crónicas de Malatesta o Kapuscinski– e intenté cruzar al otro lado de la Moneda, cuando se abalanzó un grupo enorme de muchachos en frente de policías y arengándolos: “¡Venimos del mismo lugar, trabajamos la misma cantidad de horas, no defiendan a ese ladrón!” Reacción: el paso frenético de un guanaco y hubo que correr, correr mucho, tanto que casi le gané a un chico haitiano que iba junto a mí. Pasamos a través de un puente y desde ahí –desde arriba de la autopista– pudimos ver el nivel de lo que ocurría: varios carros de bomberos ir hacia el norte de la ciudad, la tanqueta rosa de los militares perdiéndose hacia el sur. Le dije a mi amigo corredor que se cuidara y caminamos un par de cuadras contándonos la vida: Puerto Príncipe, tres años en Chile, empresa de limpieza; Limache, siete años en Argentina, vendedor de libros. Nos despedimos con un choque de manos: suerte, viejo.
Así fue como me instalé por casualidad en la Plaza Brasil. En un principio eran unas veinte personas las que caceroleaban y dos horas más tarde éramos más de quinientas, al ritmo de la cueca del Frente Cuequero con panderos y tambores que nos hicieron cantar a todos “El pueblo unido jamás será vencido”, de Quilapayún (pero en la versión completa). Porque hay algo que debo explicar antes: todo este día fue de canciones viejas, ya que en cuanto salí de la casa oí desde un balcón a Illapu y más allá a Inti Illimani. Por ahí pensé que alguien podría levantar la voz con un “Por qué no se van, no se van del país”, de Los Prisioneros, pero eso no pasó. Lo que sí pasó fue la fiesta, el quilombo, el mambo, la parranda de chicas y chicos hermosos, de una señora de 95 años saliendo en silla de ruedas, de un caballero que me dijo que estaba desde la mañana, de una mapuche con su cultrún, de los ciclistas, de las bailarinas y de los niños con sus ollitas de juguete. Qué más unidad y espontaneidad que esa; lo mismo pasaba en Plaza Ñuñoa y en distintos sectores del país, incluso fuera de él: mi primo me escribía de Freiburg (Alemania) enviándome un video de su protesta.
Día de la madre y desmadres, porque la TV sólo transmitía noticas de saqueos y quemas, del descontrol en lugares donde no estaban las fuerzas de orden: el lumpen se movía a su gusto en la periferia; como contaba una compañera de trabajo: los vecinos organizados contra el robo de casas y autos. Así las cosas este panorama le conviene bastante a la imagen del terror que quiere entregar el gobierno para escudar su incompetencia, cuando ya se confirman siete muertos en la jornada, lo que no se debe olvidar nunca, menos a esta hora de la noche cuando los cacerolazos siguen, los estudiantes cantan y hay cada vez menos helicópteros, aunque los militares siguen allí. Si se quedan viendo las noticas en la TV van a terminar deprimidos y asustados como mi mamá, mejor hagan como la señora de la bolsa que nunca le tuvo miedo nada y que caminó y caminó para contárnoslo.
Ilustración 2 - "Sin pena ni miedo", reza el poema que Raúl Zurita escribiera en el Desierto de Atacama. En Plaza Dignidad todos parecen conocer ese verso.