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ОглавлениеDía de furia en Santiago. Otro más
Viernes 18 de octubre de 2019
Mi caminata fue así: salí por Antonio Bellet y a, la vuelta de Avenida Providencia, encontré una feria de artesanías de la isla de Chiloé y me quedé conversando con una señora de Lemuy, a la que le compré una panera de ñocha -tengo debilidad por esas fibras vegetales- y unos pajaritos para adornar el nuevo departamento. Le pregunté si conocía a una familia, que veranos atrás, a Claudia y a mí, nos había hospedado en su casa, frente a la playa de Liucura, una noche en que la luz de las estrellas encandilaba. Los recuerdos de esa casa y de esa gente, poco tenía que ver con los gritos, la densidad de los pasos, las bocinas y frenazos que provenían del exterior del lugar. Las dos escenas no se entrelazaban, el mundo de los artesanos del sur y la tensión de una metrópolis por estallar.
Luego seguí a la multitud hacia el Parque Forestal; unos pocos iban extrañados por el corte en el funcionamiento del metro, otros seguían derecho, en línea recta hacia quién sabe dónde, hasta que se abrió frente a mí la Alameda: la evidencia del conflicto. La masa tuvo la oportunidad de gritarle unas cuantas cosas a la policía: “No los queremos nada!”, fue lo más suave que escuché. Luego bordeé el Centro Cultural Gabriela Mistral, para encontrar asilo en la librería Ulises: mi nariz apenas resistía contra el efecto de las lacrimógenas. Con el amigo y librero Nacho Rauld, encontré paz y una pequeña merienda (la famosa once chilena) para levantar las energías, consistente en un pan con queso y un té. De pronto, interrumpiendo nuestros manjares, abrió las puertas de vidrio un viejo amigo librero al que no veía hace años: Nicolai. Nos dimos un abrazo emocionado, como diría Vallejo, emocionado, emocionado. Nos contamos en breve la vida. Me dijo que iba hacia la zona norte de la ciudad, que buscáramos la parada de los buses, que ante la emergencia veían dislocados sus recorridos comunes. Sugirió Twitter, pero no había una verdadera comunión entre los datos de la red y la realidad. Caminamos y caminamos y caminamos y no encontramos nada; caminamos por Merced y luego haciendo zigzag por el centro, parando para comprar unas latas de cerveza. Recordé una novela de Julio Cortázar, una genial y olvidada novela de Cortázar llamada El examen, donde un grupo de amigos dan vueltas alrededor de una ciudad entrecruzando citas y comentarios al ritmo del jazz. En Santiago no había jazz, ni nada que se le pareciera, pero había cumbia y lacrimógenas y balas de goma, la policía no pudiendo controlar la manifestación popular contra las alzas del transporte. La maldita, la vil policía: pasé siete años olvidándola al otro lado de la cordillera. Entonces, seguimos por Avenida Brasil hablando de Juan Carlos Onetti, de las novelas de Juan José Saer y, cuando íbamos saliendo por el barrio Concha y Toro, nos envolvió una nube picosa que bloqueó la pasada; los estudiantes atravesaban esa misma nube que nosotros veníamos evadiendo al menos por unas veinte cuadras, entraban y salían de ella, con sus capuchas y sus emblemas. Al final, nos despedimos ya acercándonos a Estación Central, en la entrada de Avenida España, dejando unos mates para el futuro, conversas de otros libros y de ponernos al día en medio de la desobediencia civil.