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Las barricadas apareciendo como luciérnagas

Sábado 19 de octubre de 2019


Salí. No podía aguantar quedarme en casa. Ya se había anunciado que los militares controlarían las calles. El chiste de muchos era que podían estar nerviosos, sin duda era su primer día de trabajo. No podía aguantar quedarme en casa sabiendo que los grandes benefactores de la clase política tomarían las riendas del orden con el uso de la fuerza, ese caballo siempre desbocado. “Más bencina al fuego”, decían y lo vi: la ciudad era un caballo de metal corriendo en llamas. Así que caminé con esa visión y entré por calle República, tranquila, sumamente tranquila, hasta que me acerqué a la ex-estación de metro, completamente calcinada y en donde se reunían de manera pacífica un grupo de jóvenes a tocar tambores, a cantar, a hacer presión; pero no eran solamente jóvenes y no eran solamente chilenos: cada minuto que pasaba eran más y agitaban el ritmo al paso de las micros que también animaban la fiesta. Alrededor todo era una gran A rallada en cada muro, envuelta en un círculo y mucho odio desperdigado contra el presidente y la policía. Un par de cuadras más allá, dos controlaban el tránsito, con sus uniformes impecables. Los choferes de micro sacaron los extintores de sus máquinas y se los pasaron a los manifestantes, que crearon una gran nube sobre los hombrecitos de verde que corrieron hasta desaparecer en el horizonte.

Entonces seguí por la Alameda. Al fondo estaba la bandera ondeando, un grafiti enorme que decía “EVADE EVADE EVADE” y un hongo negro surcaba el cielo; un amigo me avisó: quemaron dos micros. Pero más adelante y a dos cuadras de La Moneda reinaba don Caos, un muchacho y una muchacha encapuchados que cerraban la circulación, la policía aglutinada, manifestantes a uno y otro lado, el guanaco atacando con su chorro de agua pútrida enfrente de la Universidad de Chile: nada fuera de lo normal en este país. A excepción de que las acciones explotaban a uno y otro lado, espontáneamente. De pronto un tipo se me acercó y me dijo: “¡quiero ver arder todo! ¡Estoy harto de los hippies y sus batucadas! ¡Hay que dejar la cagada!”. Yo le contesté brevemente: “como en la Comuna de París”. Y ahí me miró fuera de sí: “¡la Comuna de París, La Comuna de París!”. Y cuando ya me iba lanzó otro grito: “¡cuidate guachito, viva Kropotkin!”.

Más allá otro me paró, venía fumando un porrito. “¿Querí?”, me preguntó. “No gracias cumpa”. Venía encapuchado y yo me reí de que pudiera fumar en un ambiente tan tóxico. “No pasa nada, hermano, yo trabajo acá a la vuelta, así que estoy acostumbrado”. Y un dato rosa: mientras todo esto ocurría en frente de La Moneda una comitiva de políticos chinos era recibida. ¿A quién mierda se le ocurrió recibirlos un día así? Los pobres chinos se tapaban todos con pañuelos y hasta fueron mojados por el guanaco, mientras los pacos se reían de la situación.

La cosa se veía mucho más complicada hacia Plaza Italia o en el mismo Barrio Lastarria. El gas pimienta era ley y me hizo retornar. Tomé las calles interiores esquivando los guanacos, y me encontré a un grupo de muchachos recolectando muestras con equipos. “¿Qué hacen?”, les pregunté. “Estamos tomando muestras para saber qué en verdad están lanzando; somos químicos y vamos a sacar toda esta información para dentro y fuera del país”. Y me acordé de las últimas manifestaciones masivas en contra de Macri en Argentina, por el tema de las pensiones a jubilados: los chicos ahí no sabían ni cómo reaccionar, habían olvidado la represión policial y las lacrimógenas: nadie recordaba muy bien que a una marcha hay que ir con un limón y una botella de agua con bicarbonato.

Regresé y guardé mi energía para la noche. En Plaza Manuel Rodríguez se vivía una algarabía total: un concierto de cacerolas y gritos y bailes, bocinazos también y discursos que llamaban a cuidarse, a guardar energía, porque esto no se iba a acabar hoy, ni mañana, pero quizás sí un día si nos manteníamos unidos. Varios jóvenes del fondo dijeron que no, que lo darían todo y comenzaron desplegarse y seguir a la masa hacia la Alameda. Las barricadas comenzaron a aparecer como luciérnagas a ambos lados de las avenidas. Era una fiesta, un guillatún, con cultrunes, trutrucas, saxos, cuernos, bongós, aplausos y gritos iracundos y de guerra a los helicópteros que no han dejado de pasar sobre la ciudad. La cosa ahí se caldeó cuando un grupo incendió los basureros, iniciando una pelea entre vecinos. Uno le dijo a otro: “¡esto no lo vas a pagar tú! ¡Esto es porque durante cuarenta años ustedes no salieron a hacer nada!”, y ella indignadísima le contestó: “¡tengo niños adentro, hueón! Nací en el exilio, mi padre fue torturado, salimos toda la vida a la calle, pero quema la basura y no los basureros en frente de nuestras casas. ¡Tengo niños, hueón!”. Eso hizo que la piromanía tomara cartas y obedeciera; hacia el fondo se veían pasar a algunos con cajas de televisores y otros electrodomésticos de los saqueos: “¡manifestar no saquear, mono culiao!”, les dijo la turba y les quitaron lo que llevaban. Había pasado ya una hora desde el decreto del toque de queda y nadie se quería ir a dormir. Yo lo había conversado todo: en la tarde con mis vecinos al comprar el pan, en la noche sobre las revueltas en Valparaíso, Concepción, Coquimbo, Valdivia, Arica y de que los militares iban a ser implacables, de los continuos incendios, de que nos teníamos que cuidar entre todos.

Ilustración 1 - Los obreros con sus banderas el día del Paro Nacional. De fondo, el monumento a Baquedano y el edificio de Movistar. En el aire se escucha a Violeta Parra cantando: "Y arriba quemando el sol".

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