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Una manera de contar lo que pasó


“Es la tercera vez que intento este relato, esta tragedia, esta parodia”, escribe Adolfo Couve en el comienzo de su novela La comedia del arte. Para comenzar este prólogo no hay nada que me represente más; mientras estas crónicas salían con la agitación de los días, reorganizarlas y hacer esta presentación resultó un gesto tedioso. Quizás lo que más me complicaba era cómo comenzar, sin ser del todo altisonante o completamente fuera de foco, como varios de los personajes de la narración de Couve. Lo cierto es que con la contingencia uno siempre es altisonante y está fuera de foco, e incluso puede llegar a parecer un bobo. Sólo el tiempo lo dirá. Y eso es justamente lo que me complicaba, porque hablar de un evento así de crudo para la sociedad chilena tiene la dificultad de que se trata de un continuo y que pareciera no tener cierre. Jornada a jornada algo se suma, algo remueve y eso para un prólogo es quizás letal, una especie de kriptonita de deux ex machinaque interrumpe en un guion más o menos armado y por lo que todo termina yéndose a las pailas. Por eso, antes de ir al análisis hay que sincerarse primeramente con algunos sucesos. Corre película.

Para octubre de 2019 yo llevaba tan sólo 3 meses de haber vuelto a mi país. Volver es un decir, ya que siempre retornaba en las vacaciones, pero esta no era una vuelta común. En marzo de 2012 había decidido tomar mis bártulos y partir por un par de años a la Argentina y específicamente a Buenos Aires a realizar estudios de posgrado. Eso también era un decir, porque tal vez si empezaba en Buenos Aires, pensaba, podría terminar en cualquier otro lugar. La cosa es que me pasé casi ocho años en esa ciudad magnífica, trabajando en librerías, gestando lecturas y talleres de escritura y todo eso que hace un joven poeta para sobrevivir –incluso escribir prólogos. Por lo que en ocho años me había deshabituado casi por completo del día a día en una ciudad chilena y el shock terminó siendo más fuerte de lo que pensaba: al final de cuentas con mi regreso me había convertido en un extranjero en mi propio país: hablaba raro, pensaba raro y hasta era optimista. Pero algo nunca se terminó de ir de mi mente, porque siempre tuve la certeza de que esta larga nación no era un ají, ni mucho menos un morrón alargado, era más bien una extraña forma de olla a presión a punto de explotar.

En la primera versión que hice de este escrito, remarcaba mucho que para poder ensayar algunas páginas sobre lo sucedido en Chile había que volver a las primeras fotos que registraron el octubre del levantamiento. Justamente yo había tomado una en lo que antes era Plaza Italia y hoy es Plaza Dignidad. Mientras cientos de miles de ciudadanos caminaban para volver a sus casas, luego de que el sistema de transporte público colapsara, ahí, en ese sitio, decidí sacar una foto con mi celular de algo que me resultaba inusual. Y entonces, revisando ese archivo, en un costado de esa imagen aparece un muro en blanco con la siguiente frase escrita: “Esto podría ser peor”. Lo cierto es que quien grafiteó eso no era una persona normal, era más bien una de esas völva, una pitonisa urbana que quería adelantarnos a las jornadas de fuego que vendrían. He llegado a pensar incluso que ese rallado puede haber sido una especie de portal en el espacio tiempo, abierto por algún descuido burocrático del futuro. Como sea estaba ahí y fue uno de los primeros que aparecieron y que luego fue cubierto por billones de marcas desesperadas por querer dar a conocer su rabia o tan sólo llamar la atención.

Entonces muchos analistas creen que con ese día 18 de octubre Chile mágicamente despertó y que ese abrir de ojos fue como el Big Bang o el origen de los tiempos contados por los mapuches, en que un manojo de arcilla fue moldeado por una gran fuerza. Parte de la población de Chile estaba despierta hace bastante tiempo y con los ojos tan abiertos que les llegaban a arder. Se trataba de profesores, estudiantes, miembros de la salud pública, pescadores, ecologistas, artistas, sociólogos, comediantes que en algún momento habían irrumpido con una calle cortada, una toma, una mención iracunda en algún espectáculo. Por otro lado, la parte restante de la población dormitaba en el endeudamiento eterno, en un circuito de matinales televisivos y noticieros desinformativos, en conformidad, sí, como en la canción de Pink Floyd Comfortably Numb, en que se asimilaba que la realidad es así y que hay que acatar. Y para qué hablar del chileno viejo que en sí es miedoso, pero de un miedo comprensible e implementado por años de dictadura y que ante el ahogo neoliberal acata porque parece no haber salida. Con esos elementos era un poco impensable que hubiera un levantamiento en este país, a menos que lo agitaran los estudiantes, pero aún así –porque los estudiantes ya habían perdido varias oportunidades gloriosas en 2006 y en 2011–, nada hacía presagiar el gran malón de octubre y de los meses que siguieron. Entonces, ¿qué fue lo que lo detonó? En gran medida, la incompetencia de la clase política, único fenómeno que tiende a superarse cada vez más a sí mismo, pero que en estas latitudes fue de una ejemplaridad tal que terminó siendo una sopa de azufre, servida fría en la mesa de los chilenos. Ante un decrecimiento de la economía, una gestión difícil con Bachelet, el gobierno de Sebastián Piñera sale a ningunear las demandas de la población e incluso se dirime entre un grupo de expertos un alza en el valor del metro. De ahí el dicho “no son 30 pesos, son 30 años” de acumulación continua y que llegaron a su cúlmine el día que un ministro de transporte salió a decir que ante los cambios de tarifa era mejor levantarse más temprano para no ser afectado en los horarios de alta. Dicho esto vino la evasión, dicho esto vino el rallado, dicho esto vino el fuego, dicho esto vino la represión, dicho esto salió la gente a la calle como nunca se había visto desde la vuelta a la democracia. El que haya vivido intensamente ese gran día de la manifestación de más de un millón de personas a las anchas alamedas, sabrá a lo que me refiero: un bramido, una especie de terremoto imparable.

Y eso fue lo que traté de hacer, de vivir intensamente esos días de octubre, porque por un lado era mi manera de volver a mi país y, por otro, de entender que había llegado el momento tan esperado. De una manera bastante irresponsable salí con una polera amarrada como mascarilla, una botella con agua, una mochila liviana, un celular y un cuadernillo hacia las plazas e intersecciones. Conversé con cuanta persona se me cruzó en el camino. Compartí información privilegiada y no tanto, me vi envuelto de batallas durísimas entre la policía y los manifestantes y por varios días llegué a pensar que esta ola enorme era consciente del proceder histórico que la guiaba. Aún no lo sé, el nivel de destrucción ha sido evidente, y cuando hablo de eso hablo de las vidas que se perdieron, de esos muchachos que quedaron ciegos por un balazo en el rostro, de las lacrimógenas que cayeron en centros culturales y negocios y que fueron consumidos por las llamas, por la demencia con que fueron saqueados y quemados supermercados, hoteles y cuanto espacio estuvo disponible para el pillaje. Por ahí se decía “la gente se cansó”, pero por otro lado la gente estaba más viva que nunca pegando carteles, invocando a los grandes poetas de su patria, inventando mil formas para ir a protestar días tras día. Yo únicamente debía de tomar nota y estas crónicas son parte de ese intento, de explicar a mis amigos en el extranjero qué estaba pasando realmente, en qué estábamos envueltos. Y la gran ola golpeó contra las rocas y se espumó.

El título de este compendió es Mandarinas y es tal vez un homenaje secreto a esas frutas que me acompañaron en mi mochila en cada salida, pero también a ese personaje anónimo que se cruzó conmigo y conversó una tarde hablando de la lucha en este país. Como él hay cientos que vagabundean en estas tardes de cuarentena por las ciudades y sobre todo en esta capital que cada vez es más la capital de la furia. Algunos dirán que mi decisión de volver no estuvo acertada, yo sólo diré que estuve aquí y logré contarlo de la manera más fidedigna y salvaje que me fue permitida. Quizás esto podría ser peor, se transforme algún día en un lugar distinto, en el que mis viejos tengan una buena jubilación y una salud digna, en que mis hijos y sobrinos puedan acceder a la educación pública de calidad, en el que nos demos cuenta que vivimos en la copia feliz del Eden y tomemos nota de aquello. No lo sé, pero el presente en esos días fue así:

Mandarinas

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