Читать книгу Los pájaros prefieren volar en la tierra - Diego Oquendo - Страница 6
ОглавлениеNi bien se hizo la luz la vio llegar. Y él que ni siquiera imaginó la posibilidad de un amor platónico, presintió que su suerte había cambiado.
Ausente, extraviada la mirada quién sabe en qué recuerdos, ella ignoró la súbita devoción que acababa de inspirar. Él aventuró un primer balance: “No estoy frente a una exhibición de sensualidad desenfadada que corre el riesgo de confundirse con algo obsceno. Es una forma de encanto que me transporta a los umbrales de la santidad”.
Creyó conveniente imprimirle cierto matiz al análisis previo: “Es elegante, distinguida, alguien capaz de provocar un vuelco en una realidad sedentaria, carente de emociones, desesperanzada…”.
Quiso hablarle y le traicionó la voz. Se disculpó en lo íntimo: “La falta de costumbre…”. Y claro, la actitud de ella no facilitaba ninguna aproximación: semejaba una diosa en trance de desprenderse de lo
terrestre o un manojo de nardos a salvo de cualquier estigma. Pertenecía, indudablemente, a esa clase de personas que se convierten, sin ningún esfuerzo, en el centro de atracción del escenario que ocupan.
El suyo, imaginó, sería un nombre de origen nórdico. La transparencia de su piel equivalía a una partida de nacimiento. Ingrid, Margareth, Ana, Hayde…
Le invadió un repentino desánimo. Tomaba conciencia, muy a su pesar, de barreras quizás insalvables…Pero reaccionó de inmediato. Un acento misterioso le decía que la helada presencia se iría dulcificando de modo paulatino y, más temprano que tarde
–una especie de regalo del verano–, resurgiría íntegramente cálida.
Ella, sin proponérselo, podía ensanchar los estrechos límites de su mundo. Entonces ya no le importaría que la gente murmurara al pasar, mientras lo miraba: “Es un pobre diablo. Un tipo sin porvenir. Calzón y persona”. A partir de ahora nada significaba que lo clasificaran mentalmente, colocándolo en la exacta dimensión que le correspondía. En adelante leerían en sus ojos un mensaje inédito.
¿Era pecaminoso levantar un castillo que el rato menos pensado se vendría al suelo, huérfano de sustentación? ¡También él tenía derecho de soñar, de esperar una mágica licencia del destino!
Le concedió un espacio a la fantasía: ella y él tomados de las manos, lejos de la morbosa curiosidad que jamás podrá transformarse en solidaridad, en comprensión, en ternura.
Ese arrebato todavía impreciso, al madurar, realizaría el milagro. Entonces su timidez, alimentada por el dolor, se redimiría por obra y gracia de un abrazo entrañable.
Sería paciente. Él siempre fue paciente. No le quedaba otra alternativa. Hasta que la señal le fuera revelada. La conformidad no sería la excusa para una vida desperdiciada. Al contrario, le empujaría a descubrir un nuevo sentido del futuro.
Con la claridad de la mañana la encontraría en el mismo lugar. Y durante la noche le reconfortaría la certeza de su proximidad. La admiraría invariablemente en su alado perfil, en la majestuosidad del gesto, en ese liviano paso de quien parece caminar entre las nubes. Él, dueño de una placidez diferente y con una música maravillosa inaugurando sus oídos, adivinaría el secreto cambio…Y el instante supremo arribaría. Y con la buena nueva la derrota de la inexpresividad, ¡el triunfo de la pasión sobre la inercia!
Incluso pudo experimentar algo parecido al deseo… ¿Cómo luciría con una falda corta, por encima de las rodillas, revelando blancuras que conducirían a un paraíso inexplorado? ¡Ah, si pudiera convertirse en el dueño único de la llave que abriría el cofre del maravilloso tesoro!
Pero un atardecer ella se marchó. Él intentó seguirla, queriendo retenerla a su lado. Sintió cómo la energía acumulada a costa de su propio padecimiento se le escapaba irremediablemente, clavándolo en el sitio. ¡Maldijo sus fatales ataduras! A punto de que se le agotara el aliento decidió jugarse la última carta.
Las puertas se abrieron de par en par. El sol penetró a raudales. El dependiente retrocedió sorprendido, incrédulo. En el suelo, despedazado, el viejo maniquí en el que se exhibían las galas masculinas.