Читать книгу Los años bajo fuego - Dietrich Angerstein - Страница 10

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A principios de octubre de 1941, nuestro padre tuvo que asistir a un tratamiento médico en Bad Sulza, estado de Thüringen, hasta que por fin volvió en forma definitiva a Merseburg, después de ser liberado del servicio debido a su enfermedad.

En ese tiempo, los soldados enrolados se dividían entre los que servían para combatir en el frente (KV), los que podían ser enviados al extranjero como guarnición a países amigos u ocupados (GV) y los que podían servir al interior de la patria (GVH). En esta última situación quedó mi padre, que retomó su trabajo como rector del liceo superior de hombres, donde los alumnos le llamaban “el Jefe”. De vez en cuando aún tenía que presentarse en la base aérea de Merseburg para realizar alguna tarea burocrática. A veces lo acompañábamos, para hacer uso de la peluquería de la base. Ahí nos ahorrábamos las largas esperas que a menudo teníamos que aguantar cuando íbamos a la peluquería de la ciudad, donde estábamos obligados a ceder nuestro lugar a los adultos que llegaban incluso después de nosotros y terminábamos quedando al final de la fila.

En esos tiempos, cuando la Wehrmacht aún triunfaba en todos los frentes, Merseburg tuvo su propio héroe. Era un mayor, después coronel, llamado Gustav Roedel, que pertenecía a los Ases9 de la Luftwaffe y ostentaba un récord de noventa y ocho aviones británicos y americanos derribados. Su padre era un modesto trabajador de Leuna, quien habría preferido para su hijo una carrera técnica, pero Gustav había cedido a las insistencias de la Hitlerjugend10 y tras graduarse en el liceo de hombres de Merseburg –antes de que nuestro padre asumiera como rector– ingresó a la Luftwaffe. De vez en cuando venía a visitarnos al colegio y relataba sus batallas aéreas. Lo escuchábamos boquiabiertos y sin pestañear, siguiendo cada detalle de sus aventuras. Si bien sólo éramos niños, entendíamos que servir a la patria era un alto honor, aun cuando las consecuencias pudieran ser fatales.

En reconocimiento a su bravura, la ciudad Merseburg lo nombró hijo ilustre y le regaló todos los muebles para su casa, con motivo de su matrimonio con la hija de un empresario local.

El año 1941 llegaba a su fin y por primera vez nos enteramos por la radio y la prensa que las tropas alemanas en Rusia no estaban avanzando como estábamos acostumbrados. Le echaron la culpa al invierno, como si su llegada no fuera algo previsible. Por supuesto, quedamos extrañados. A esas alturas, nosotros los niños, y de seguro también muchos adultos, creíamos que el ejército alemán era invencible ¿Podía ser que estuviéramos equivocados? La gente se miraba entre sí nerviosa, dubitativa, murmurando cosas como “ojalá que todo salga bien”.

Aunque la información oficial era que Moscú estaba “rodeado”, ya no se oía hablar de triunfos en batallas ni de decenas de miles de soldados rusos rindiéndose o cambiándose supuestamente de bando. Las condiciones climáticas acaparaban el foco noticioso: la temperatura en el campo de batalla no subía de los veinte grados bajo cero y hasta se decía que en algunos lugares de Rusia descendía hasta los cuarenta bajo cero. La situación era crítica, al punto de que el frente quedó totalmente paralizado. Entonces, la propaganda nazi se desplegó en su máxima expresión: afiches, panfletos, periódicos, programas de radio. Por todos lados, los ciudadanos eran exhortados a hacer su parte del trabajo. ¡La victoria debía ser una empresa compartida!

La ciudadanía se organizó de inmediato. En todas partes comenzaron a recolectar ropa para los soldados. Elegantes abrigos de piel fueron a parar a los centros de acopio y muchos esquiadores tuvieron que despedirse de sus implementos. Mi madre y mi Oma hicieron lo propio recolectando lo que encontraron en sus armarios. Gorros, bufandas, guantes, calcetines, todo debía ser enviado a Rusia. Todos empatizábamos con esos pobres compatriotas, casi sepultados bajo la nieve, dando sus vidas allá en la lucha como verdaderos héroes. Si alguna dama osaba seguir caminando por la calle con su abrigo de piel, recibía los peores insultos de parte de los transeúntes.

Como de costumbre, cuando en el colegio nos daban el día libre por culpa del frío, aprovechábamos para tomar los trineos y nos íbamos a Steckners Berg. La Navidad me trajo un par de esquíes usados que me salvé de entregar para la guerra en Rusia, porque la medida de los que necesitaba la Wehrmacht era de un metro y ochenta centímetros como mínimo. Los míos, por ser de niño, eran más cortos. En secreto, casi con culpa, me sentí aliviado. Claro que quería apoyar a nuestros compatriotas, pero también añoraba salir a deslizarme en mis propios esquíes. Entre otros regalos, también recibí algunos accesorios para el tren de juguete. La marca Maerklin aún funcionaba, pero su catálogo había empezado a reducirse.

En diciembre de 1941, Estados Unidos le declaró la guerra a Alemania. Con eso, la atmósfera en nuestra casa se ensombreció. Entre los adultos la preocupación era evidente. No habían olvidado lo que significó la entrada de Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Nosotros, aunque éramos chicos, lográbamos captar algunas señales sobre la gravedad del asunto. En una ocasión, sin advertir nuestra presencia, oímos a nuestro padre decirle a nuestra madre: “Aquí perdemos la guerra, se acabó.”

Nunca le repetimos a nadie eso que habíamos escuchado. Tampoco lo creíamos del todo, o más bien no lo queríamos creer. Todos los días veíamos pasar trenes cargados del material bélico más moderno e impactante y en el colegio siempre nos hablaban de la superioridad de nuestro ejército. ¡La Wehrmacht no podía ser vencida!

¿O sí?

Los años bajo fuego

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