Читать книгу Los años bajo fuego - Dietrich Angerstein - Страница 11

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Mis hermanos y yo dedicábamos muchas horas a observar, contar y clasificar los trenes que pasaban por el pueblo según su tipo de locomotora. Tal era nuestra obsesión que llegó un momento en que las conocíamos todas. Pero esta ocupación también nos trajo consecuencias inesperadas. Un día, se detuvo justo frente a nosotros un tren transformado en hospital militar rodante. Estos trenes-hospital estaban compuestos de vagones especiales del tipo expreso, acondicionados y de amortiguación muy suave, lo que nos parecía muy interesante. Eran como especies exóticas que no se veían con mucha frecuencia.

Unos soldados que iban a bordo nos saludaron, nos convidaron chocolates por la ventana del vagón y nos invitaron a subir. ¡Cómo íbamos a rechazar semejante propuesta! Ya me imaginaba contándole a mis amigos en el colegio…

Junto a un grupo de chicos del barrio, subimos a las pisaderas que eran altísimas y nos aventuramos a ingresar al vagón. Adentro el ambiente era relajado, aunque de todos modos resultaba un espectáculo bélico para nosotros. Algunos heridos yacían acostados en sus camas, otros estaban vendados, pero no parecían tener problemas para moverse. Estábamos tan entusiasmados con todo lo que pasaba a nuestro alrededor, disfrutando también del chocolate y otras golosinas que nos ofrecían los pasajeros, que no nos dimos cuenta de que el tren comenzó a moverse. Cuando por fin nos percatamos, ya íbamos a toda velocidad.

El tren pasó sin detenerse por la estación de Merseburg, siguió acelerando al pasar por las fábricas de Leuna y tampoco paró en las siguientes estaciones. Sin saber qué hacer, o con quién hablar, empezamos a preocuparnos. Entonces un conductor apareció en nuestro vagón y, al vernos ahí, comenzó a retarnos. La escena les pareció muy divertida a los soldados, que se echaron a reír a más no poder. Angustiados, mis amigos rompieron en llanto, lo que a su vez provocó la aparición de más golosinas para consolarnos. Tras un buen rato de este caos dantesco, el tren por fin se detuvo y el conductor nos entregó al jefe de estación de turno. A continuación, este último tocó el silbato y el tren-hospital se puso de nuevo en movimiento en dirección al sur, dejándonos atrás sollozando, muertos de miedo y con el jefe de estación agarrándose la cabeza sin saber qué hacer con esta tropa de fugitivos.

Se veía que era un hombre muy serio. Mientras anotaba los nombres y la dirección de cada uno, hablaba de informar a nuestros padres, a nuestro colegio y a la policía. Nos advirtió de duras multas por evadir el pago del pasaje y subir al tren en un lugar no autorizado. Puede que lo hiciera sólo para asustarnos, o que al final se apiadara de nosotros, el asunto es que nos sentó en el siguiente tren hacia Merseburg, con las correspondientes instrucciones al conductor. Una vez llegados, el funcionario, con su gorra roja, nos acompañó hasta la salida de la estación. Desde allí corrimos a toda velocidad a nuestras casas y alcanzamos a llegar a tiempo para la cena, sin despertar sospechas. Nunca dije ni una sola palabra sobre lo ocurrido.

Las semanas siguientes vivimos preocupados de que a nuestros padres les llegara alguna multa o comunicación del jefe de estación. Cada vez que veíamos a un funcionario con el uniforme de ferrocarriles caminando por nuestra calle, corríamos rápido a escondernos detrás de la cerca del jardín. Esto ocurría con frecuencia, ya que vivíamos próximos a la vía del tren e incluso uno de nuestros vecinos era maquinista de locomotora. Al final, nada ocurrió. El jefe de estación se debe haber compadecido al ver nuestras caras de pavor. El susto había sido lección suficiente.

Mi profesor jefe de tercero básico era nuestro vecino Herr Rosenfeldt, cuyo único hijo había sido abatido en los primeros años de la guerra. El matrimonio Rosenfeldt vivía en una casa espaciosa, con un gran jardín que parecía una pequeña parcela. Herr Rosenfeldt tenía como pasatiempo la apicultura, cuidaba sus panales y a veces podíamos observarlo en su trabajo guardando la debida distancia, no fuera ser que las abejas nos vieran como enemigos y se lanzaran a picarnos. Él usaba una protección en su cara y todo el tiempo estaba fumando su pipa, cuyo humo ahuyentaba a los insectos, pero el resto de su cuerpo estaba cubierto de ellos y, para nuestro asombro, no parecían hacerle nada. Mi madre nos decía que sus abejas ya lo conocían y por eso no lo picaban.

Ese año, Herr Rosenfeldt nos acompañó en nuestros primeros paseos de curso a los alrededores de la ciudad. Al regreso de cada excursión, debíamos escribir una composición. Lo mismo sucedía cada lunes, cuando la tarea era contar “qué hicimos el pasado domingo”. Mentíamos como locos. ¡Quién iba a atreverse a escribir que lo habían sacado de la cama por la fuerza a las diez de la mañana, que no había ido a la iglesia y que en la tarde se había peleado con los niños de la calle!

Así, con una extraña naturalidad, poco a poco la guerra nos fue alcanzando en Merseburg. Hasta entonces no habíamos experimentado mucho sus consecuencias, salvo por las ocasionales alarmas de bombardeo durante la noche. También estaba el esporádico fallecimiento de alguien que había partido al frente sin regresar, pero eso era un luto que nosotros, los niños, no terminábamos de entender aún. Con los meses, sin embargo, las noticias sobre bajas comenzaron a hacerse más frecuentes.

Cada vez más a menudo oíamos sobre este o aquel hijo de vecino que había sufrido la “muerte de los héroes por el Führer, el pueblo y la patria”, como se anunciaba en los recortes de prensa. Era lamentable, pero nadie se quejaba en público. Decir algo negativo sobre las tropas alemanas o sobre nuestro Führer era visto como deslealtad. Las muertes se entendían como algo heroico, como un sacrificio en nombre de la patria. O al menos así lo veíamos yo y todos mis compañeros de colegio, a nuestros diez años de edad. Puede que fuésemos sólo niños, pero confiábamos en que si llegaba a ser necesario, tomaríamos también las armas y saldríamos a ganar.

El nombre de aquel joven teniente que habíamos visto el primer día de la guerra bajar de su tanque y correr a toda velocidad a saludar a sus padres –nuestros vecinos Meier– tampoco tardó en aparecer en el periódico local bajo un titular del tipo “Encontró la muerte de los héroes en el frente este por el Führer…”. Su muerte no impidió que su madre siguiera comprometida, con gran fanatismo, con las ideas y los objetivos de su intensamente amado Führer. De igual forma, un hermano de nuestra nana que había trabajado como aprendiz en el taller automotriz Broemme, y por lo mismo fue reclutado para los Panzer11 , nunca volvió de Rusia.

El taller y bomba de bencina Broemme era una estación de servicio techada que vendía bencina Leuna en dos bombas de uso manual, que era lo acostumbrado. Al mover la bomba se llenaba un envase de vidrio de cinco o diez litros y luego el contenido pasaba por una manguera al estanque del auto. Para que esto ocurriera, debía accionarse un interruptor manual y si se quería cargar una cantidad mayor, se llenaba el envase de vidrio varias veces. Antes y durante la guerra, un litro de bencina costaba alrededor de sesenta peniques, lo cual era un precio carísimo. Los únicos que sufrían un poco menos con estos precios eran los vehículos de transporte de personas, porque no pagaban impuesto de circulación.

En 1937, nuestro vecino Dünschel, quien había perdido un brazo en un accidente laboral cuando trabajaba en el Ferrocarril Real de Prusia, había instalado dentro de su propiedad una bomba de bencina. Para ello había pavimentado con piedras de granito su antejardín, que daba justo a la esquina de Hallische Strasse con Triebelstrasse, nuestra calle. Directo en el muro de su casa, instaló dos bombas de la marca de combustibles Brennabor, un producto que en esos tiempos no era muy conocido aún. En esa misma esquina, la ciudad había resuelto instalar una parada de autobús.

En un principio, para cultivar las buenas relaciones vecinales, nuestro padre había comprado algunas veces la bencina para su DKW al señor Dünschel. Como resultado, este nos trataba con la mayor amabilidad. Sin embargo, el combustible Brennabor no resultó ser bueno para el DKW: se tapó un filtro y el tubo de escape colapsó. Por eso, y también debido a que las estaciones de servicio de Leuna estaban distribuidas en todo el país, e incluso existía una especie de tarjeta de crédito asociada que se pagaba una vez al mes, nuestro padre resolvió cambiarse a la estación de servicio de Broemme. Esto nos significó a toda la familia Angerstein, así como a otros vecinos “traidores”, el odio irreconciliable de Dünschel.

En algún momento de la guerra se detuvo la producción de Brennabor y Dünschel se quedó sin trabajo, aunque seguía recibiendo su pensión como antiguo empleado ferroviario lisiado. Hacía guardia día y noche, vigilando su antejardín empedrado, al que habíamos apodado “las piedras de Dünschel”. Si alguien osaba pasar por ahí para acortar camino hacia Triebelstrasse, su dueño salía disparado de la casa y lo insultaba con los agravios más ofensivos, lo cual incluso le trajo varias denuncias ante la policía. Los niños lo enojábamos particularmente y varias veces había llegado a tocar el timbre de nuestra casa para quejarse de nosotros, dado lo cual mi padre había resuelto prohibirnos pisar el famoso empedrado.

Junto a Dünschel vivían su esposa y su hija, quienes tampoco se quedaban cortas en lo que se refería a palabrotas y amenazas. Durante el día se sentaban tras la ventana de la cocina, desde donde podían vigilar su plazoleta, mientras que a mediodía Dünschel se apostaba en el paradero para observar a todos quienes bajaban o subían al bus. ¡Era como si se tomaran turnos para hacerle la vida imposible a los peatones! Si alguien se atrevía a pasar por su lado o detrás de él, el viejo dejaba escapar un gas ruidoso que espantaba a todo el mundo. A nosotros, la verdad, eso nos parecía muy divertido. Pero mi madre, cuyo sentido del humor era diferente, estuvo a punto de denunciarlo a la policía de no ser por mi padre, que logró disuadirla.

Para los niños del barrio, el tema Dünschel era motivo constante de risa. Lo molestábamos cada vez que podíamos, era muy fácil hacerlo picar el anzuelo. El sólo hecho de asomarnos a mirar por encima de su reja lo ponía fuera de sí. “¡Qué tienen que estar mirando, les voy a pegar!”, gritaba furioso desde la entrada de su casa. Si se nos llegaba a caer una pelota en su jardín, lo mejor era darla por perdida. Dünschel no devolvía nada, sin importar de dónde viniera.

El año 1942 pasó, más o menos, como el anterior. Las molestias nocturnas no eran demasiadas, la Wehrmacht había sobrevivido al invierno y otra vez ganaba terreno en Rusia. En la radio, cada noche, celebraban los triunfos del general Erwin Rommel12 en África del Norte y los submarinos alemanes batían récords hundiendo barcos enemigos.

Ese verano obtuve mi certificado de nadador, algo que en esos tiempos era un requisito obligatorio para todos los niños alemanes de diez años. Tuve que rendir una prueba no menor, que consistía en nadar estilo pecho durante quince minutos en la piscina Heuschkel. Ubicada al borde del río Saale, era una piscina pública construida encerrando un tramo del río con tablas de madera. Con gran orgullo y todavía tiritando un poco por lo helado del agua, recibí mi tarjeta oficial de nadador, otorgada por algo así como el ministerio nacionalsocialista de deportes.

Inmediatamente después fui enviado por mis padres a una colonia de vacaciones para niños en Bad Dürrenberg. Ellos se habían ido a pasar unos días a Karlsbad y a mis hermanos los habían mandado a la casa de algún familiar. La colonia no me gustó mucho, todo era muy formal, la siesta era obligatoria y hasta los juegos estaban reglamentados. En ningún caso podía usar mis patines cuando yo quería, aunque había una pista de patinaje fantástica cerca del lugar. Con tantas normas, ¡me entretenía más en mi casa jugando con los niños del barrio!

Después de un caluroso verano, comenzó la segunda mitad del decisivo año 1942. En agosto, el alto mando de la Wehrmacht celebró haber repelido los intentos de desembarco de las tropas inglesas y canadienses en Dieppe, pero la presión por parte de Estados Unidos siguió aumentando. Comenzamos a oír de ataques aéreos protagonizados, a plena luz del día, por aviones norteamericanos.

Y entonces tuvo lugar la batalla de Stalingrado.

Por supuesto que todos oímos al respecto, pero para los ciudadanos como nosotros, ubicados a miles de kilómetros de distancia y teniendo como única fuente de información la radio estatal y los periódicos, era imposible dimensionar lo que realmente estaba sucediendo allí. En el informe de la Wehrmacht hablaban de soldados alemanes rescatados por la Luftwaffe, así como de grupos que habían logrado reorganizarse a tiempo y establecer un nuevo frente, pero no se mencionaban las grandes bajas en Rusia, ni la pérdida de todas las unidades en África. Nadie, ni siquiera el más pesimista de nosotros, estaba en condiciones de anticipar lo que se venía.

Los años bajo fuego

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