Читать книгу Amalia en la lluvia - Dill McLain - Страница 10
ОглавлениеA bordo de un tranvía en Zúrich
El tranvía número siete iba totalmente lleno, como cada mañana, pasadas las siete y treinta. La mayoría de los pasajeros se ocupaba de sus teléfonos móviles. Algunos leían el periódico que cada día salía gratis en formato pequeño y otros se escondían tras el diario regular, sosteniéndolo bien en alto en el aire, delante de sus cabezas y con una expresión de seriedad en el rostro. Los había también que optaban por abrir su pequeña notebook sobre las rodillas y mirar fijamente la pantalla o teclear con desespero algún texto, dar un clic y luego quedarse quietos, con las espaldas encorvadas, verificando lo que antes habían escrito. Justo ahora hacían muecas de disgusto, como si el teclado los quemara de tan caliente, el texto redactado les pareciera una total tontería o tal vez algún mensaje recibido era tan terrible que los dejaba trastornados.
Muchos traían puestos audífonos en todas sus variantes, desde los pequeños y poco notorios hasta los gigantes tipo almejas, que cubrían mucho más que las orejas y hacían que las personas se vieran como acabadas de aterrizar del espacio exterior o como hormigas dirigidas por control remoto. Algunos escuchaban esa música de susto que pareciera venir del mismísimo infierno. Otros preferían los sonidos suaves de canciones melosas, que los hacían mover las cejas hacia arriba o fruncir el entrecejo.
Solo cinco pasajeros no leían, ni escuchaban música, ni escribían textos. Ellos miraban en derredor, sonriendo y observando a los otros, discretamente o de forma abierta y directa.
Afuera todavía estaba bastante oscuro. Era la mañana del primer miércoles de noviembre, un típico día de otoño, ventoso y frío. Todos se arropaban con gruesos abrigos o chaquetas de invierno, incluyendo sombreros y bufandas, y además portaban paraguas.
En el último momento, antes de que las puertas cerraran, una mujer joven, muy atractiva, entró a toda prisa. Su pelo, claramente estaba recogido con mucha premura y le caía hacia un lado, dándole un toque algo salvaje. Llevaba en bandolera una raqueta de tenis, así como una gran bolsa con la cremallera medio abierta. En una mano, otro enorme bolso de viaje donde, al parecer, las cosas habían sido empacadas casi a presión para que cupieran. En la otra mano cargaba una jaba de papel de una tienda muy exclusiva, llenada seguramente con urgencia, pues algunas piezas de ropa colgaban hacia afuera. Con ella, saltó al tranvía un pequeño perro, que también de alguna forma sostenía con una correa. El perro tenía manchas negras y carmelitas en su pelaje blanco y parecía estar feliz. La joven, en cambio, se veía triste y algo confundida. El tranvía se puso en marcha y el perro desapareció entre las rodillas y las piernas de las personas más próximas. De la estación principal, el tranvía tomó una curva que hizo bambolearse de un lado a otro a sus ocupantes y desembocó en la famosa avenida de las Estaciones Ferroviarias. Los raíles estaban húmedos y el tranvía emitió un chillido. Se detuvo algunos metros antes de llegar a la próxima estación. Era evidente que el que le antecedía viajaba con retraso.
A esta hora era muy común que el tranvía número siete estuviese lleno de personas vestidas con suma elegancia y exhibiendo peinados muy bien cuidados. Los trajes y las chaquetas oscuras eran un imperativo en los hombres y, bajo la costosa bufanda de cachemira, uno podía adivinar los impecables cuellos blancos de sus camisas. El cuello levantado de las chaquetas indicaba la conciencia que tenían sobre la moda, llevada con algo de irreverencia y osadía. Las mujeres, por su parte, bajo los abrigos y trajes oscuros, ocultaban toda una variedad de blusas de colores hechas con una seda muy ligera, o pulóveres de cachemira muy finos. Las bufandas eran de seda gruesa. Ellas llevaban grandes bolsos comprados en tiendas escandalosamente caras, cuyos nombres eran bien visibles, estampados en el cuero o grabados en enormes y brillantes chapillas de metal. Por lo general, las personas parecían vivir como engañadas en este mundo, pero lo manejaban con un toque de real distanciamiento. Todos exhibían caras muy serias y se veían como estresados, lo que en parte debía ser una estrategia para enmascarar algunas otras tendencias. ¿Por qué, si no, se mostraba uno así tan temprano en la mañana, antes incluso de llegar al trabajo y de haberse encontrado con el jefe?
Probablemente, la mayor parte de estos pasajeros trabajaba en renombrados bancos o centros de finanzas, compañías de seguros, oficinas de la ley u otras empresas serias y tenía allí una buena posición por la que era debidamente remunerada, con perspectivas incluso de alguna vez obtener cierta fama y riquezas. La mayoría de los otros empleados, los que componían el resto del mundo trabajador, habrían tomado los tranvías anteriores o tomarían luego los que pasaban más tarde.
En medio de esta importante carga de pasajeros que movía el tranvía, uno podía sentir y hasta podía oler la amplitud y la grandeza del mundo, la eficiencia y el conocimiento, y tomarle el pulso a ese cúmulo de posiciones bien remuneradas que daba cierta idea de cuánta riqueza existía en la tierra.
Un gemido sumamente fuerte y muy seductor emitido en varios tonos, rompió de repente el aura de tranquilidad que imperaba en el tranvía. La mayoría de las personas movió con asombro las cabezas o giró sus ojos, buscando y preguntándose de dónde procedía. Y fue obvio que era del teléfono móvil de la joven que había subido acompañada del amigable perro. Ella dejó caer una jaba al suelo para poder escarbar en su otro bolso en busca del teléfono y también dejó caer la correa con que sujetaba al perro, que, ni corto ni perezoso, aprovechó la ocasión para escabullirse entre las piernas de los pasajeros más alejados, buscando un mejor sitio para echarse.
La joven finalmente encontró su teléfono y gritó con voz ronca:
—¿Qué pasa? ¿Qué más quieres? ¡Déjame sola! ¡No eres una buena persona! ¡Encuentra a otra sirvienta que te lave tus calcetines, tus camisas y tu ropa interior! ¡Una que te aguante tus infidelidades! ¡Déjame sola, desgraciado!
Dejó caer el teléfono en la bolsa de papel y resopló muy enojada. Entre tanto, el tranvía llegó por fin a la próxima estación y casi todos los pasajeros que habían sido testigos de la llamada telefónica quedaron expectantes por ver qué pasaría luego. Retornaron a sus posiciones anteriores, pero dejando un ojo y un oído en alerta.
No hubo espacio para pasajeros nuevos, nadie descendía, por lo que el tranvía siguió adelante. A la derecha apareció el pequeño parque donde se erigía el monumento al famoso y benévolo Heinrich Pestalozzi. Con una cara muy amistosa, sujetaba cariñosamente por los hombros y con mucho cuidado a un muchacho, que desde abajo le devolvía una mirada de respeto y admiración. El gesto y la forma de mirar de Heinrich Pestalozzi emanaban gran bondad.
Justo cuando el tranvía pasó la estatua, se escuchó un terrible grito que dejó a todos los pasajeros atentos. El chillido volvió y volvió a repetirse. Venía de un hombre elegante, de aproximadamente unos treinta años, con un maravilloso cabello castaño oscuro, vestido al estilo de un noble inglés y con un hermoso corte de cara donde se dibujaba cierta arrogancia. El hombre parecía haber perdido por completo su compostura.
En sus rodillas, estaba echado el perro de manchas negras y carmelitas. Parecía sonreírle con su lengua colgando hacia afuera y mirándolo con unos ojillos repletos de alegría.
El hombre elegante sostenía en el aire su tableta, al tiempo que chillaba:
—¡No, no y no! ¡El perro simplemente ha comprado 1.000 acciones! ¡Pero yo apenas quería comprar 100! ¡Esto es más que imposible! ¡Este perro ha comprado 1.000 acciones a mi nombre! ¡Esto es inaudito y ahora mismo acaba de suceder! ¡Un perro comprador de acciones!
Luego de esto, todo quedó tan callado como si fuesen ratones los que viajaban en el tranvía. Los pasajeros de atrás miraban insistentemente hacia adelante y los delanteros volteaban sus cabezas. Todo el mundo intentaba procurarse la mejor vista posible para presenciar lo que estaba aconteciendo. Pero, eso sí, con mucho disimulo, porque no podían renunciar al típico patrón suizo de fingir no estar interesados en el suceso y permanecer inamovibles en apariencia. Hasta ahora nadie había oído hablar ni había visto un perro que fuese capaz de comprar acciones. Y no sabían exactamente qué había pasado. ¿Alardeaba aquel hombre o era que en realidad tenía en su tableta algún tipo de aplicación para perros?
El hombre elegante suspiró ruidosamente y agregó:
—Esto me costará una pequeña fortuna. Adiós a la estación de esquí en Canadá esta Navidad. Voy a necesitar de todos mis ahorros para cubrir esa compra de 1.000 acciones que ha hecho hoy este perro.
Miró acusadoramente al amistoso can, que de inmediato comenzó a lamerle el rostro, denotando alegría. Desde la parte trasera del tranvía se escuchó una voz profunda, preguntando con mucha seriedad:
—¿Qué acciones fueron las que compró el perro?
El hombre elegante giró su cabeza y respondió con cierto orgullo en la voz:
—Las de Resplandor Inagotable, las de las baterías solar 7 plus C.
La voz de la parte trasera dijo sin vacilar:
—¡Perfecto, joven! ¡Absolutamente perfecto! ¡Gran compra! Estas acciones son oro molido y en las próximas semanas se incrementará muy rápido su valor.
El joven parecía asombrado y dirigió su mirada en dirección al portavoz. El amistoso perro continuaba lamiéndole el rostro. Por momentos hacía una pausa, miraba en derredor, parecía sonreír y continuaba entonces lamiendo.
Mientras tanto, el tranvía ya había dejado atrás otra estación y rodaba ahora en dirección a Paradeplatz. Sin embargo, cincuenta metros más allá, un automóvil con una placa cuya licencia no pertenecía a la ciudad, había sido abandonado encima de los raíles con una rueda pinchada, por lo que el tranvía tuvo que detenerse.
Desde el fondo, llegó otra voz preguntando con jocosidad:
—¿No podría usted prestarme el perro por unos diez minutos?
Una risa estruendosa inundó todo el tranvía.
—¿Cómo hizo exactamente el perro para comprar esas acciones? ¿Consiguió él su propia contraseña? —quiso saber un joven pálido de audífonos tipo hormiga. Y lo hizo exactamente con esa actitud tan típica de la gente joven, que siempre está dispuesta a adaptarse a los nuevos cambios que impone la tecnología.
—Pues todo fue muy simple, pero al mismo tiempo, muy idiota —explicó el hombre elegante—. Justamente estaba yo por confirmar mi compra después de haber tecleado 100 en el escaque correspondiente, cuando el perro, inesperadamente, saltó sobre mis rodillas y, de una forma casual, una de sus patas tocó la pantalla. De algún modo dio doble clic, cambiando el 100 por el 1.000. ¡Entonces, emocionado, se dio la vuelta y con su pata trasera rozó el botón derecho donde se confirmaba la compra! Yo fui testigo de lo que pasó. Pero todo ocurrió en fracciones de segundo. Cuando pude reaccionar, ya estaba en la pantalla el mensaje de la confirmación y el agradecimiento por la compra.
—¿Cuál es el nombre del perro? —preguntó una aguda voz de mujer desde el frente.
—Pues no lo sé, el perro no es mío —aclaró el hombre elegante.
De nuevo una risa estruendosa llenó el tranvía. Y luego, todo quedó otra vez en silencio.
Volvió a escucharse aquel fuerte y seductor gemido que sonaba en tonos distintos. La linda joven de pelo enrevesado, una vez más, tanteó dentro de sus bolsas en busca del móvil. Ya con el teléfono pegado a su oído, gritó:
—¡Ven aquí de inmediato! ¡No, no, no ha sido contigo, estaba hablando con el perro! ¡Tú te quedas exactamente donde estás! ¡Lo nuestro ya llegó a su fin! No somos una buena pareja. Tienes que buscarte a una sirvienta más sumisa. Yo soy una mujer independiente, con una buena profesión y pretendo continuar siendo así como soy. No acepto a un picaflor como compañero. La vida es demasiado hermosa y demasiado corta para perder el tiempo de esa manera. ¡Me has herido mucho!
Sollozando, la joven lanzó el teléfono dentro de la bolsa de papel. Un total silencio volvió a reinar en el tranvía, que, finalmente, pudo ponerse otra vez en marcha. Dos policías en monopatines, más un transeúnte que ayudó a manejarlo, lograron mover el automóvil que bloqueaba las vías.
El tranvía avanzó hasta Paradeplatz. Las puertas se abrieron y la mayoría de los pasajeros salió y comenzó a esparcirse en todas direcciones. Cerraron las puertas y el convoy continuó adelante.
Fuera del tranvía, en uno de los dos bancos situados en la parada, la hermosa joven se había sentado. Estaba completamente derrumbada, con todos sus paquetes tirados a sus pies. Rompió a llorar con gran dolor. Casi todo el mundo reparaba en ella, pero nadie estaba interesado en saber qué le pasaba.
El hombre elegante, que continuaba aún con el perro en sus rodillas, miró a través de la ventanilla y vio el llanto de la mujer sentada afuera. Quedó pensativo.
El tranvía avanzaba hacia adelante. Mientras le fue posible, continuó siguiendo con la mirada a la joven sentada en el banco. Comprendió que el perro que estaba abrazando y que tan amistosamente le había lamido la cara era de ella. Sintió el caluroso cuerpo del perro pegándose más a él y le acarició la piel.
El tranvía se detuvo en la próxima estación y otro grupo de personas descendió de él. Uno de los últimos en hacerlo fue el hombre elegante, acompañado del perro. Quedó allí de pie, en la parada, con la correa del animal en una mano y la tableta electrónica en la otra. Comenzó a llover. Le fue imposible abrir y sostener el paraguas plegable, así es que lo mantuvo cerrado en el bolsillo de su abrigo y volvió el rostro en contra de la lluvia. Empezó a caminar, desandando el camino que segundos antes recorriera en el tranvía.
Tenía veintinueve años, vivía solo y trabajaba cerca de ochenta horas a la semana. Era especialista en leyes de economía internacional y había abierto una oficina propia hacía tan solo un par de meses. Era lo que llamaban un cerebrito y había hecho una brillante carrera hasta la fecha. Para lograrlo, tuvo que estar noche y día durante muchos años sentado entre libros y archivos. Aun así, siempre le quedó un espacio para practicar deportes y para apreciar el arte. Pero en cuestión de mujeres era bastante inexperto. Eran en verdad bien raros los momentos en que se veía envuelto en algún que otro flirteo con una dama. Era algo tímido y lo ponían tenso los asuntos del corazón. Este particular aparentemente no lo molestaba, pero en lo más profundo sentía a veces que ciertas cosas lo removían y lo hacían darse cuenta de que algo le faltaba a su vida. En las fiestas, las féminas reparaban en él de inmediato, adoraban tantearlo; pero después de un corto tiempo perdían el interés y se volvían en busca de otro varón como blanco de sus conquistas.
Caminó con el amistoso perro a su lado y sintió de pronto que un sentimiento completamente nuevo se apoderaba de él. A través de los grandes ventanales del café de la próxima esquina, todos sonrieron al verlo con el perro en la lluvia. En la ventana de la peluquería, situada en la casa siguiente, se miró a sí mismo junto al can, reflejados en el cristal, y encontró la imagen absolutamente encantadora.
Aumentó el ritmo de sus pasos mientras pensaba: «Uno debería salir a pasear más a menudo y así mostrarse al mundo».
Entonces, más allá, frente al gran edificio de la sucursal, divisó a la joven sentada aún en el banco de la parada anterior del tranvía, encogida y llorando.
Dudó un momento. Pero luego empezó a correr. El perro se esforzó por seguir a su lado. Ambos llegaron jadeantes junto al banco. El hombre elegante se sentó, tomó las bolsas del piso y las puso a su lado. La lluvia arreció.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó.
No hubo ninguna reacción por parte de la joven. Desde una de las bolsas, volvió a escucharse el seductor y fuerte gemido del teléfono móvil. Ella se llevó ambas manos a los oídos y gritó:
—¿Por qué él no me deja tranquila después de todo lo que ha pasado?
El hombre elegante rebuscó entre las bolsas y encontró el teléfono. Apretó el botón y contestó la llamada:
—¡Yo soy su abogado! ¡Por favor, déjela en paz ahora! ¡Vuestra relación ha terminado!
La joven lo miró atónita. Él abrió su paraguas y se acercó un poco más a ella en el banco. El perro saltó a su regazo. Por un momento, una débil sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de ella.
—Le gustas al perro —dijo.
Por qué expresó él lo que expresó, no sabía. Pero lo cierto fue que dijo:
—¿Y a ti? ¿Te gusto también?
El perro se quedó quieto y pareció expectante mirándola a ella y meneando la cola.
Ella tomó la grapa que sostenía su pelo y se peinó con los dedos. Luego se enjugó las lágrimas y dijo:
—En circunstancias normales, yo sería más alegre y condescendiente contigo, pero ahora tengo otras preocupaciones. Debo buscarme un nuevo alojamiento. Luego, ir a trabajar. No puedo permitirme una ausencia en mi empleo. Soy trabajadora por cuenta propia. ¡Recientemente he abierto un pequeño negocio! ¡Es tan maravilloso!
—¿Y qué tipo de negocio es? —preguntó con curiosidad el hombre elegante.
—¡Un atelier para el diseño de almohadas exclusivas! —respondió ella llena de orgullo.
Él no pudo esconder su deleite. Finalmente, había encontrado a una mujer hermosa, muy dispuesta para los negocios y, encima de eso, con inclinaciones artísticas.
Incesantemente llegaban tranvías, se detenían y, antes de seguir de largo, soltaban un chorro de pasajeros que desaparecían con prisa en todas direcciones.
El hombre elegante se puso en pie, tomó las bolsas de ella y le dijo con alegría:
—¡Ven conmigo, quiero acompañarte hasta tu atelier! ¡Tomaremos un taxi!
Caminó hasta la esquina, donde justo en ese instante había arribado un taxi para dejar pasajeros. Los dos entraron al automóvil, cargaron las bolsas en las piernas y el perro se sentó feliz entre ambos.
Durante el trayecto, el hombre elegante hizo algunas llamadas telefónicas y ella aprovechó para observarlo exhaustivamente de soslayo.
«Esta mañana empezó de una forma terrible, pero parece que va a acabar como un cuento de hadas», dijo para sí.
Él, por supuesto, notó que ella lo escrutaba profundamente y pensó: «Ajá, parece que ahora muestra algún interés. ¡Ojalá no haga o diga yo algo equivocado!».
El taxi se detuvo delante de una casa de tres pisos, situada en una calle con muchos árboles a izquierda y derecha. El hombre elegante pagó el taxi. La joven abrió la puerta de una diminuta tienda y desapareció en el fondo. Él la siguió, pero se detuvo a esperarla en la parte delantera, que era una especie de sala de muestras.
—Debo cambiarme de inmediato estas ropas mojadas y entonces haré un té de menta para nosotros. Por favor, siéntete libre para echar mientras una mirada en derredor —llegó la voz de ella desde la trastienda del inmueble.
Él se puso a caminar por la sala, inspeccionando las maravillosas decoraciones de las almohadas de todas las formas y tamaños. Se sentía en el paraíso.
Desde la trastienda llegó su voz:
—El té está servido. Por favor, pasa.
La habitación trasera era en sí su atelier, presidido por una enorme mesa de trabajo. Dos paredes estaban llenas de un sinnúmero de perchas, con almohadas a un lado y muchas cintas, tejidos, botones y artículos decorativos al otro. La tercera pared estaba repleta de bocetos. Y, frente a la cuarta pared, descansaba una máquina de coser en una mesa. Al lado, un pequeño espacio que servía de cocina y, en un extremo, lo que venía siendo una minioficina con su computadora.
Ella estaba de pie delante de la gran mesa. Se había puesto un pulóver de cachemira azul, tan largo que casi le cubría las rodillas, unos pantalones vaqueros negros y botines hasta los tobillos. Su pelo largo estaba recién peinado y le caía sobre los hombros. Los ojos azules contrastaban muy bien con el pulóver de cachemira. Se veía sumamente hermosa. Él quedó mudo, consternado y feliz.
Le sirvió primero a él una taza del delicioso té y luego llenó una para ella. Quedaron por un tiempo allí de pie, mirándose y tomando sorbos de la infusión.
Luego, ella rompió el silencio diciendo:
—Existe un refrán que reza que uno no debe saltar a una próxima relación si aún no se ha recuperado totalmente de la anterior. La sabiduría popular afirma que primero se debe terminar lo pendiente. Ahora bien, en mi caso, habrá un divorcio y los trámites podrán demorar tal vez algún tiempo; pero la relación en sí está más que acabada desde hace mucho a causa de las repetidas infidelidades por parte de mi pareja.
Un ruido fuerte llegó desde la entrada, al tiempo que una voz profunda gritaba:
—¡Aquí tienes tus estúpidas porquerías, del resto puedes ir olvidándote!
Los dos, con las tazas de té en la mano, se encaminaron hasta la habitación delantera. Allí estaba de pie un hombre con unos vaqueros desgastados y una chaqueta de cuero. Tenía el rostro colérico y muy cerca de él reposaban dos grandes maletas.
Pareció quedarse totalmente en shock cuando la vio aparecer en aquel sitio en compañía del hombre elegante, tomando tranquilamente un té y mirándolo con una sonrisa.
—¿Qué estás haciendo aquí en tu atelier con este petimetre? ¿Es acaso un seguidor de las tendencias más exclusivas de la moda? ¿Qué rayos es esto? Te quejas de continuo de mis pequeñas escapadas con alguna que otra mujer, pero tú calladamente tienes encuentros a escondidas con ardientes caballeros. ¡Esto es increíble! —gritó el hombre en la habitación y furiosamente expulsó el aire que parecía acumularse en sus mejillas.
El hombre elegante dio un paso adelante y comenzó a explicarle:
—Usted tiene que saber que nosotros apenas nos hemos conocido esta mañana en el tranvía, cuando por azar el perro de su esposa compró a través de mi tableta 1.000 acciones de Essb7plusC. Precisamente ahora nosotros nos estamos poniendo de acuerdo en cuanto a los detalles de la custodia de esa cuenta abierta por el perro.
Silencio total. El colérico hombre paseaba la mirada de su esposa al hombre elegante y viceversa. Era obvio que no entendía una palabra. Se sentía incómodo e incluso estupefacto ante ellos. Probablemente, hasta pensaba que los dos se habían vuelto locos.
Levantó los brazos a la altura del pecho como si quisiera protegerse a sí mismo y, muy despacio, comenzó a caminar hacia atrás. Ya en la puerta, se detuvo un momento.
—Mira, yo no quiero armar ningún problema, puedes pasar por el resto de tus cosas cuando quieras y hacer con tu parte del mobiliario lo que estimes más conveniente. Les deseo lo mejor a los dos y espero que nuestro divorcio salga rápido. ¡Adiós! —dijo y desapareció a toda prisa.
Los dos, más el perro, quedaron allí en medio de la habitación, cerca de las dos maletas. Él la miró y sonrió. También ella lo miró y también sonrió.
Caminó hacia él, lo besó y le dijo:
—¡Nuestro perro es un fabuloso comprador de acciones y también un excelente casamentero, un todo en uno!