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Violeta

La hora del desayuno ya había llegado a su fin en el Palazzo Dalla Rosa Prati. Sin embargo, una mujer con el cabello completamente desordenado y el rostro cubierto de lágrimas se mantenía aún allí, sentada a la mesa y comiendo. Traía puesto un mono deportivo para hacer jogging de color rosado. Se notaba por sus gestos que disponía de todo el tiempo del mundo. Su mirada era como perdida, sin fijarla en ningún sitio en especial. Parecía aburrirse, llevándose lentamente a la boca un pedazo de pan o tomándose un sorbo de capuchino que, de seguro, ya debía estar frío. Un artista muy guapo, que rondaría los cuarenta años, se movía con agilidad a su alrededor, cargando grandes pinturas ya enmarcadas. Trataba de colgarlas aquí o allá de los finos alambres que pendían del cielo raso del techo y que habían sido dispuestos allí para eso. Las obras de arte mostraban composiciones modernas, a base de trazos ondulados en diferentes colores —tal vez simulando cascadas o ríos— que parecían generar olas al mezclarse entre ellos a través de toda la pintura y volver luego a separarse unos de otros. Todas ellas estaban muy bien concebidas, dando testimonio de la buena mano del artista, quien, con su trabajo, hacía que el espectador se quedase un buen tiempo contemplándolas y se sumergiese en la singularidad de su arte. Aunque algo sí parecía faltar, tal vez un clímax cautivador. Y precisamente ese clímax era el que estaba preparando el artista a través de seis obras que debían estar listas para la venidera inauguración de la exposición, que tendría lugar en horas de la noche.

—¿Qué demonios está haciendo? ¿Se ha vuelto loca? —sonaron sus gritos de enfado a través de todo el salón de desayuno—. ¡Acaba de destruirlos! ¡No estaban secos aún!

El artista estaba a punto de sufrir un soponcio, corriendo de una esquina a la otra y echando a volar a su paso un montón de maldiciones en tonos dramáticos. La mujer de rosado había estado intentando abrir un paquete de celofán que contenía muesli y, como le resultaba muy difícil la operación, puso en ello todas sus fuerzas. Hasta tuvo incluso que auxiliarse de los dientes. El paquete de cereales se abrió entonces de repente y su contenido se dispersó frenéticamente sobre la mesa. Como un acto de reflejo, ella intentó impedir que los copos de cereales se le escaparan, gesticulando y moviendo ambas manos. Su esfuerzo fue en vano y, lejos de resolver el problema, lo empeoró, pues la taza con el capuchino, el vaso con el jugo de frutas recién hecho, el yogurt y el tarro de mermelada de cerezas oscuras volaron también por encima de la mesa para esparcir su contenido sobre dos de los grandes cuadros hechos con pintura de aceite que el artista había apoyado momentáneamente de forma vertical sobre la mesa más próxima. La confusión fue total. El jugo de frutas y el café corrían con rapidez a través de aquellas delicadas piezas de arte, y el yogurt y la pegajosa mermelada de cerezas demoraban un poco más en deslizarse sobre los lienzos. Uno de ellos estaba totalmente empapado en la leche que tan solo unos minutos antes la mujer de rosa había pedido en el buffet para echarle por encima y mezclarla con su muesli.

El artista parecía haber perdido el control de sí y con ambas manos se sujetaba la cabeza. El hombre de la recepción llegó corriendo para ver qué estaba sucediendo y dos invitados que en aquel justo momento solicitaban una reservación estaban también pendientes de la escena. Igualmente lo hacían algunos transeúntes, que, ante el barullo, se detuvieron para curiosear a través de un gran ventanal. Y llegó también el dueño del hotel, descendiente de una de las familias más conocidas del pueblo. Miró en una actitud de súplica hacia las dos obras desfiguradas y trató de buscar las palabras correctas para expresar su pesar. La mujer de rosa se mantenía allí, muy calmada, reclinada hacia atrás y con los brazos colgando, mirando fijamente las dos obras de arte destruidas con rostro inexpresivo, tal vez hasta indiferente, a pesar de haber sido ella la causante de todo aquel alboroto.

El artista estaba desesperado, presintiendo que su reputación corría el riesgo de verse seriamente dañada. Las dos obras que ahora estaban arruinadas eran el trabajo principal de su exhibición; por ende, las más valiosas y las que debían ser expuestas en la gran pared de este vestíbulo, donde serían pronunciados, además, los discursos de apertura del evento. Comenzó una discusión acerca de la posible cancelación de la muestra. Pero aun con las posibilidades de mensajería instantánea que ofrece esta era digital, donde la información acerca de la suspensión del evento podría ser transmitida en cuestión de segundos, los problemas que algo así generaría serían considerables. A un buen número de importantes personalidades de la sociedad local se le había cursado invitación, así como a la prensa. Al final todo resultaría en pérdidas tanto para el Palazzo Dalla Rosa Prati como para el artista, que estaba a punto de estallar en lágrimas. ¡Reinaba la impotencia! De hecho, el artista sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió los ojos, uno después del otro, con una expresión de desespero en el rostro. Para él, esto era el fin del mundo.

—¡Queréis parar ya con esta tontería! ¡Lo que pasó, pasó! ¡No eché a perder a propósito vuestros cuadros sagrados! ¡Y no va a ayudar si estáis aquí ahora con esas caras tristes y desvalidas sin ánimo para hacer nada! ¡Lo que necesitamos es hallar una solución! —sonó la voz seca de la mujer de rosa.

El artista emitió un fuerte sollozo y le lanzó una hiriente mirada, como de odio.

—¡Ninguna pieza que tenga la calidad de estas obras puede ser reemplazada en unas horas! —dijo, subrayando su manera de pensar con ademanes de desdén hacia ella y como menospreciándola; volvió su rostro hacia el otro lado mientras recalcaba en un tono de enojo:

—¡Usted no tiene ni idea!

La mujer de rosa se incorporó y con una mirada que parecía haberse incendiado de repente, le gritó:

—¡Deje ya de comportarse como un demente! ¡Tranquilícese! ¡Esto no es el fin de nada!

Se plantó luego delante del artista y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le pidió con una voz muy segura:

—¡Por favor, consiga una variedad de colores de pintura acrílica que puedan secarse rápidamente!

Se volvió entonces hacia el dueño del Palazzo y le dijo:

—¡Me encantaría si usted me mostrara ahora, por favor, la colección de muebles viejos que guarda en el sótano del hotel!

Y antes de seguir al dueño, quien, frunciendo el entrecejo se puso en marcha de inmediato a través del vestíbulo, se volvió hacia el artista —que continuaba allí con la incredulidad prendida a su mirada— y con una sonrisa en los labios le dijo:

—¡Dese prisa! ¡Nos encontraremos en media hora en el último piso, en la Violeta!

Desapareció luego a través de la puerta.

Ella no se equivocó. El enorme sótano de aquella edificación con una historia muy antigua era el sitio perfecto para, en cuestión de minutos, poder encontrar lo que estaba buscando. El elegante dueño se había quedado apostado junto a la entrada y la vio aparecer de vuelta, trayendo dos puertas de madera que en el pasado debieron de pertenecer a alguna especie de armario, pero ahora estaban tiradas y aparentemente olvidadas bien al fondo, en la oscuridad de aquel recinto.

—¿Qué hay de estas? ¿Podría quedármelas? ¡Encajarían perfectamente en el propósito que tengo y estoy segura de que se convertirán en un éxito total! —preguntó la mujer de rosa, casi convencida de que la respuesta sería de su agrado. Sin detener el paso, abandonó el local cargando con las dos puertas a su costado.

—Bueno, son parte de algunos armarios que solemos colocar ahora sin puertas en los corredores para exhibir en ellos objetos decorativos. ¡Jamás hemos usado esas puertas! ¡Así que sí, puede quedarse con ellas! —le respondió el hombre elegante, siguiéndola por el corredor tras haber cerrado con llave la puerta del sótano. Se quedó algo intrigado pensando qué podría hacer ella con aquellos dos pedazos de madera.

Al llegar a la recepción, la mujer de rosa se detuvo por un momento, soltó las puertas y explicó:

—¡La vernissage se va a llevar a cabo tal y como estaba planeada! ¡Eso os lo aseguro! ¡No tenéis motivo alguno para el pánico! ¡Por favor, es necesario que consigáis dos sábanas viejas y una gran lámina de plástico! ¡Llevádmelo todo ahora mismo a la Violeta!

Dicho esto, asió de vuelta las dos puertas de madera y desapareció.

Media hora después, el artista apareció en la recepción cargando algunas bolsas de plástico. Le echó una mirada llena de dudas al recepcionista y, mientras agitaba varias veces la cabeza a un lado y otro, preguntó cuál era el camino para llegar a la Violeta —nombre que obviamente él sabía bien que debía corresponder a una habitación del hotel—. Luego de obtener respuesta, desapareció también en dirección al ascensor.

Mientras tanto, la mujer de rosa había transformado una esquina de la habitación, convirtiéndola en una especie de taller con la ayuda de dos sillas de baño sobre las cuales había apoyado las dos puertas de madera, no sin antes desempolvarlas. Abajo, el suelo estaba cubierto casi en su totalidad con sábanas de cama, así como con una gruesa lámina de plástico. Cuando escuchó que tocaban a la puerta, se incorporó con rapidez y avanzó presurosa para abrir. Era el artista quien estaba allí, cargando bolsas de plástico y mirándola con una expresión llena de dudas, de descontento y de profunda repulsión. Entró molesto, pasó con rapidez por su lado y colocó abruptamente las bolsas de plástico casi en el medio de la habitación. En tono enojado, le espetó:

—A fin de cuentas, ¿qué demonios pretende hacer usted con toda esta payasada? ¡Usted destruyó mis obras con su comportamiento tan idiota en la mesa! ¡Obras que son irremplazables! Y esa perspectiva de que salga algo más o menos decente, o al menos medianamente exitoso para el evento de esta noche, es absolutamente nula. ¡Es usted una vaca tonta!

—¡Eh! ¡Eh! ¡Mi nombre es Luna, no Vaca! —le dio ella un ligero golpe en el hombro—. Y el suyo es Sandro, de acuerdo a lo que pude leer en sus pinturas. ¡Siéntese ahí y pare ya con su furor!

Ella le señaló una silla situada frente a donde estaban apoyadas las dos puertas de madera y él se sentó gruñendo y con cierta vacilación.

Luna desempacó los tubos de pintura y los colocó con mucha gracia cerca de sus piernas, junto a algunos pinceles y una toalla.

—¡Ahora va a demostrarme que es realmente un artista! ¡Va a pintar sobre esas puertas, y en diferentes colores, sus típicas figuras onduladas! Eso sí, como tenemos tanta presión con el tiempo, usted lo ejecutará de prisa, ¡pero sin perder ni el placer de hacerlo ni su poderosa energía de siempre! Después yo haré mi parte. ¡Le daré el acabado final a ambos trabajos, pero solo cuando usted haya concluido!

Lo primero que Sandro pensó fue que aquella mujer estaba completamente loca, pero, en la misma medida en que fue asimilando el modo en que ella había preparado las cosas, comenzó a tener dudas acerca de su primera impresión. En realidad, comenzó a creer que ella podría tener algo bajo la manga y él no tenía pista alguna de qué podía ser. La manera tan decidida en que explicó su plan era sumamente rara y hasta parecía interesante. Como un autómata, empezó a abrir los tubos de pintura acrílica y, mientras se inclinaba sobre ellos, no dejó de observarla de reojo. Llevaba ahora el pelo recogido atrás en una cola de caballo. La luz de la habitación, al caer sobre su rostro, la favorecía notablemente, dándole una expresión dramática. Mirándola bien, se podría decir que era una mujer muy atractiva y que tenía un cuerpo muy bien tonificado. Sonriendo, ella le echó un vistazo y él fingió dedicarse —aún irritado— a colocar los diferentes tubos de pintura en cierto orden, pero en realidad hacía esto para ganar tiempo. Luna tomó entonces una revista y se tendió a leer en el sofá de estilo antiguo.

Después de pasar algunos minutos contemplando las puertas de madera, Sandro agitó por fin la cabeza, dejó escapar un par de comentarios inciertos y comenzó a pintar. Decidió darle a este misterioso proyecto de arte —propuesto por aquella mujer llegada de cualquier parte— una oportunidad, y con movimientos muy seguros les dio vida a grandes manchas onduladas de pintura acrílica sobre toda el área de la madera, no dejando libres ni siquiera los bordes.

«¿Por qué no haces algo loco alguna vez?», llegó hasta él su voz interna, mientras se llenaba de orgullo artístico y se disparaba su creatividad. Hasta ahora nunca imaginó poder pintar sobre puertas de madera. Pero, haciéndolo, se sintió incluso liberado, inspirado y hasta satisfecho de cierta manera. Al concluir, después de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, se sintió relajado y en tono medio alegre declaró:

—¡Arriba, que aquí vamos! ¡Ahora le toca a usted hacer su parte!

Luna se levantó de su asiento, soltó la revista y vino a ver la labor que había hecho.

—¡Sí, perfecto! ¡Eso es exactamente lo que quería! ¡Ahora ya puede usted continuar con el segundo trabajo! —comentó ella moviendo la cabeza en señal de aprobación y como si su orden fuera lo más natural del mundo.

Se sentó entonces en el piso, justo frente a la obra a medio hacer, extendió la mano hasta los tubos de pintura y acercó hacia ella tres colores diferentes. Con un pincel en la mano estuvo un momento sin apenas moverse, como concentrándose con intensidad en las manchas coloreadas de la madera. Sandro comenzó a trabajar en la segunda puerta, pero sin dejar de observarla meticulosamente con el rabillo del ojo, muy pendiente de lo que hacía. Ella lo sabía muy bien. De repente empezó a trabajar y en un santiamén tuvo listo una especie de árbol ambulante, muy erguido y a todo lo largo y ancho de la puerta. Parecía moverse a grandes pasos a través de las ondas multicolores. Se veía enorme y le daba, sin dudas, un gran aporte a todo el trabajo. Sandro quedó tan sorprendido ante esta acción creativa que, por un momento, solo pudo quedarse sentado allí con la boca abierta, sosteniendo el pincel hacia abajo, sin darse cuenta de que la pintura acrílica comenzaba a chorrearse y a manchar sus pantalones. Estaba aturdido, absolutamente aturdido, y no era consciente de que le estaba sonriendo con felicidad a ella y que sus ojos habían adquirido un extraño brillo.

«Esto es increíble», pensó.

—¡Vamos, siga con su trabajo! ¡Yo estoy esperando! —exigió Luna, mostrando una expresión de alegría y esgrimiendo una sonrisa muy particular. Se sentó entonces al lado de Sandro y se puso a observar cómo pintaba aquellas poderosas ondas con una absoluta maestría en sus pinceladas. Pensó para sí misma que lo estaba haciendo muy, pero muy bien y que, además, era un hombre extremadamente guapo. Pero, sin dudas, estaba necesitando de un buen y nuevo incentivo para sacar afuera toda su creatividad.

Sandro sintió que los ojos de ella lo escrutaban. Hizo una pausa, mirándola con el rostro radiante e ilusionado, algo que no era habitual en él desde hacía mucho tiempo. Luego, continuó con su trabajo.

Después de terminar su parte, él volvió a comentarle:

—¡Venga! ¡Ya puede usted asumir el control!

Se puso en pie, dejando su sitio libre para ella. Se fue hasta el sofá y se puso a observar con minuciosidad cómo ella realizaba su parte. ¡Era el turno de su árbol andante!

Ella sabía con exactitud lo que hacía y a él le quedó claro que ni remotamente era una mujer inexperta en cuestiones de arte. Disfrutaba mirándola. Sentía como que un torrente de fuego comenzaba a subir por todo su cuerpo. Estar con ella en este improvisado atelier había puesto su mundo de revés. Estaba emocionado, pero también relajado, porque de alguna manera se sentía como en casa. Se deshizo de los zapatos y subió las piernas al sofá. Cruzó las manos tras la cabeza, se apoyó atrás y le dijo en un tono de voz casi confidencial:

—¡Esta no es la primera vez que usted pinta! ¡Eso está claro para mí! ¡Usted tiene que ser una artista!

—¡Yo finalicé estudios en la Academia de las Artes! Participé luego en un par de exposiciones donde pude vender algún que otro de mis trabajos. En los tres años siguientes me dediqué a viajar por el mundo, haciendo un poco de arte por aquí o por allá, pero, a la vez, disfrutando de la vida. Después de esto, regresé —me había quedado sin dinero— y me hice de un empleo en una empresa de diseños, donde ciertamente pude hacer algunas buenas obras, aunque, por supuesto, tuve que respetar ciertas reglas a la hora de entregar los proyectos que me solicitaban. En mi tiempo libre, pude seguir creando mis propias obras y participar otra vez con éxito en algunas exposiciones colectivas. Justo en mi primera exposición personal fue que conocí al irresistible hombre con quien mantuve casi seis años de relación. No vivíamos juntos, pues siempre me dijo que tenía ciertos problemas en la familia que le impedían seguir adelante con su divorcio. Llegó a mi exposición junto a un grupo de amigos. Se puso a adularme y yo quedé hechizada. Me conquistó de inmediato. Era, desde todo punto de vista, lo que yo había pensado siempre que debía ser la pareja ideal para mí. Guapo, muy educado, deportivo y muy interesado en el arte y la cultura. Trabajaba como gerente principal en una firma de importación y exportación que lo obligaba a estar viajando constantemente. Así que a partir de ese momento comenzamos a encontrarnos en toda suerte de lugares románticos, incluso fuera del país. Y también pasábamos juntos bastante tiempo en mi pequeño piso. Él pensaba que lo mejor para mí sería regresar a trabajar a la empresa de diseños y yo fui tan tonta que seguí su idea solo para agradarle. En fin, que nunca más volví a tener suficiente tiempo para dedicarme a mis propias creaciones como pintora. Nos llevábamos bien y para mí era más que seguro que un día nos casaríamos y nos instalaríamos juntos. Justo ayer debíamos habernos encontrado en este hotel para celebrar nuestro sexto aniversario. Ya habíamos estado aquí antes; es un sitio que nos agrada y pensamos que sería el lugar perfecto para nuestra celebración privada. Él no apareció. Y luego, ya tarde en la noche, me envió un mensaje electrónico informándome que todo había acabado entre nosotros, que no podía seguir adelante con su divorcio porque esto significaría perder su bien pagada e influyente posición laboral, así como otras comodidades, pues la compañía para la que trabaja es propiedad de su suegro. Me deseó buena suerte. Así fue su despedida. Por largo tiempo me quedé sentada en ese mismo sofá en que está usted ahora, tratando de entender lo que había pasado. Me preguntaba una y otra vez por qué tuve que caer en brazos de semejante bastardo, confiando ciegamente en él, entregándole todos mis sentimientos y todo mi amor, para solo obtener, al cabo de seis largos años, una terrible carga de crueldad y decepción. Fue una mala noche para mí la de anoche, sin poder conciliar el sueño, luchando para que no se dañara mi autoestima y, por supuesto, llorando como una endemoniada. ¡Y todo esto a sabiendas de que no merece en absoluto que llore por él!

Sandro la había estado escuchando atentamente y la miraba ahora con rostro compasivo. Estaba a punto de dedicarle algunas palabras dulces para consolarla, cuando ella dijo con autoridad:

—¡Debemos colocar algunos ganchos en la parte trasera de las maderas pintadas para poder atar el alambre con que luego serán colgadas! ¡Estoy segura de que ellos tendrán lo necesario abajo, en el sótano del hotel! De no ser así, ¡habrá que colocarlas encima de un par de sillas!

—Bien, ¡conseguiré todo lo que haga falta! —dijo Sandro incorporándose, y abandonó la habitación.

Cuando regresó, ella estaba en la cama, durmiendo. Decidió no hacer ruido y presentar entonces las dos nuevas obras de arte —siguiendo su idea— montadas en un par de sillas. Había preparado una etiqueta para cada una. En la primera línea aparecía el título y en la siguiente, luego de la palabra «precio», escribió: «Será vendido al mejor postor de la noche». Sonrió y le lanzó una mirada llena de amor a la mujer yacente en el lecho. Luego se sintió un poco perdido, pues no sabía exactamente lo que debía hacer y se sentó en el sofá, dejando que las ideas fluyeran dentro de él. Se recostó hacia atrás y al final también él se quedó dormido.

Lo despertó el sonido de vidrios tintineando. Se incorporó, todavía medio aturdido. Ella estaba de pie frente a él con dos copas de vino en las manos. Llevaba pantalones de cuero negro y una camiseta de un violeta intenso con pequeños adornos brillantes que formaban palabras. El pelo lo llevaba recogido atrás en una coleta y usaba unos pendientes con pedrerías, seguramente muy costosos, que realzaban aún más su elegancia. El maquillaje que se había puesto en el rostro les daba más vida a sus maravillosos ojos. Sandro se quedó mudo, no supo qué decir. Estaba desconcertado ante tanta belleza.

—¿Es que pensaba dormir toda la noche y perderse nuestra propia vernissage? —bromeó ella sonriéndole, mientras sostenía bajo sus narices la copa de vino.

Él se recompuso y lentamente se incorporó.

—¡Venga, venga conmigo! ¡Usted debe comer algo antes de su aparición triunfal como artista anfitrión! ¡Tiene que verse reluciente y espléndido! —dijo ella.

Previamente le había preparado un gran plato con jamón de Parma y un plato más chico con queso parmesano. Le ofreció, además, frescas rebanadas de pan recién cortadas. Mientras comían, comenzaron a charlar sobre diferentes cosas. Entretanto, llegó la hora en que deberían bajar y prepararse para recibir a los invitados que fueran arribando.

—¡Espero que no se moleste si bajo yo también para estar a su lado! —dijo Luna volviéndose hacia él justo antes de abrir la puerta.

Sandro asintió con la cabeza antes de responder:

—¡Pero claro que no voy a molestarme! ¡Usted es tan responsable como yo del resultado final!

—Yo tengo que ser muy franca con usted —dijo ella dudando un poco antes de hablar—, pero esos otros dos trabajos, los que yo eché a perder embadurnándolos con mermelada, hojuelas de maíz, yogurt, jugo y capuchino, no eran sus mejores obras. ¡Resultaban aburridos! Por eso no podía entender el porqué de ese gran escándalo que armó en la sala del desayuno.

Él tragó en seco y pensó que, de algún modo, ella tenía razón.

—¡Y yo considero que esto animaría un poco su atuendo! —dijo ella mientras le enroscaba un largo pañuelo azul en el cuello—. ¡Venga, vámonos ya!

Cada uno tomó una de las puertas sobre las que habían trabajado y felizmente pasaron con ellas por delante de la recepción, sonriéndole al hombre joven que la atendía, quien, con ojos sorprendidos, miró las dos obras de arte. También apareció el dueño del Palazzo e igualmente los miró asombrado.

Ya algunos invitados habían llegado y en un tiempo muy corto la vernissage estaba en pleno apogeo. Todas las obras de arte dispuestas a lo largo del corredor fueron admiradas. Sin embargo, no había dudas de que la principal atención recaía en las dos grandes obras expuestas en el vestíbulo principal, las pinturas hechas sobre las dos puertas de armario. Despertaban una gran curiosidad y el fotógrafo de la prensa no paraba de hacerle instantáneas. Grupos de expertos en la materia se detenían frente a cada obra, discutiendo acerca de lo interesante de las ideas, de la energía que transmitían los cuadros y, por supuesto, acerca de los posibles precios y hasta dónde podrían llegar las apuestas. En las etiquetas adjuntas a cada silla, había ya, registradas, varias ofertas. De hecho, parecía ser como una subasta capaz de organizarse por sí sola. La atmósfera era excelente. Fluían las conversaciones interesantes, interrumpidas a menudo por alegres risas.

Pocos minutos antes de que el reloj marcara las nueve, un hombre elegantemente vestido de unos treinta y tantos años se acercó a Sandro, le presentó su tarjeta comercial y le anunció que pretendía comprar las dos obras pintadas en las puertas que se exhibían en el vestíbulo. Su oferta era la más alta de todas. Explicó, además, que él era el gerente general recién designado de la nueva sucursal de un banco muy conocido que abriría sus puertas el mes próximo en esa ciudad, y que le encantaría comprar seis trabajos más de este tipo para colgar en la sala de reuniones y en la sala de entrenamiento de su personal. Subrayó que era un gran amante de los árboles y sentía que aquellas obras despedían una energía tremenda, pero al mismo tiempo daban calma y confianza, aportándole inspiración y positivismo a quien las observara.

—¡Era esto exactamente lo que queríamos lograr con estos trabajos! ¡Tiene usted toda la razón! ¡Será un gran placer crear para usted otras seis obras! —escuchó Sandro la voz de Luna, quien se había plantado delante del banquero con actitud de experta y ademanes de gran artista.

—¡Vosotros formáis una maravillosa pareja de artistas! ¡Estoy hasta un poco celoso! —añadió el banquero en un tono afable y se despidió de ellos con un gesto elegante.

Luna y Sandro quedaron de pie frente a sus trabajos, encantados, pero también algo avergonzados por los elogios. Se miraron el uno al otro con cierta timidez. Sandro fue el primero en recuperar nuevamente la calma. Pasó el brazo alrededor de la cintura de ella al tiempo que le decía en un tono de felicidad:

—¡Ya usted escuchó lo que dijo el banquero! ¡Formamos una maravillosa pareja! ¡Debe tener razón! Es un gran hombre de negocios, muy adinerado. ¡Qué maravilla! ¡Vayamos a celebrar con una pasta deliciosa! Yo sé de un lugar, pasando la esquina, donde sirven unos divinos platos de pasta. Allí podremos conversar acerca de nuestra próxima colaboración en las seis obras que debemos entregarle a ese banquero.

El restaurante servía realmente una pasta deliciosa y los dos la pasaron muy bien después del espectacular éxito en la vernissage.

Sandro se había divorciado hacía ya muchos años, convirtiéndose desde entonces en un soltero empedernido que disfrutaba de eventuales aventuras románticas, pero que no quería verse nunca más por el resto de sus días envuelto en compromisos u obligaciones de pareja. Fue esa su firme actitud hasta la media tarde de este día, cuando algo muy fuerte comenzó de repente a estallar dentro de él. Concretamente, fue en el momento justo en que estaba sentado en aquella habitación de hotel llamada Violeta, escuchando las explicaciones de Luna acerca de lo que debía hacer con las dos puertas de madera. De un minuto a otro comenzó a sentirse cada vez mejor y su bienestar llegó a tal punto que quedó convencido de que toda su energía interna se había transformado. Luego, cuando regresó a la habitación del hotel y la encontró dormida, se sintió en las nubes. Fue como volver a casa. Después, al disfrutar juntos del vino que ella había servido mientras él tomaba una siesta, comenzó a percatarse de cuán hermosa era, y, como una indetenible cascada, torrentes de deseos comenzaron a fluir de sus pupilas. Por supuesto, él intentó no mostrarlo. Estaba asustado por este repentino sentimiento tan embriagador. En la vernissage, apenas sí podía atender a los comentarios que hacían los visitantes. Actuaba como un autómata, con una encantadora sonrisa prendida a sus labios, pero en realidad solo tenía ojos para ella. Todo su ser estaba confundido. Sin embargo, la sensación era maravillosa.

—¿Dónde vamos a elaborar las seis obras que ordenó el banquero, en la habitación Violeta o en mi atelier? —en un tono alegre le lanzó él la pregunta a Luna, sentada del otro lado de la mesa.

—¡En su atelier, claro! —respondió ella de inmediato y, dirigiéndole una radiante sonrisa, agregó—: ¡Espero que usted disponga en su atelier de un segundo sitio de trabajo donde yo pueda establecerme!

Sandro buscó su mirada. Hasta los dedos de sus pies parecían bailar de felicidad bajo la mesa.

—¡Así es exactamente como lo haremos! —dijo—. Pero ahora, ¿por qué no nos vamos hasta la Violeta para una buena noche de tragos? ¡Esa habitación nos trajo tan buena suerte!

Caminaron a lo largo de las estrechas callejuelas, sin hablar nada en concreto, tomados de la mano y mirando lo expuesto en las vidrieras de las muchas pequeñas tiendas de ropa de moda y de artículos varios que existían por doquier. Hacían comentarios de todo, de las últimas tendencias de moda, y se reían tontamente como si fuesen un par de adolescentes.

Y entonces, de repente, se detuvieron delante de la vidriera de una tienda que tenía un enorme espejo en su interior. Permanecieron un buen tiempo mirando a aquella pareja que los enfrentaba desde el cristal, con ojos radiantes y con una sonrisa que les nacía desde lo más profundo. Sandro, sosteniendo con más firmeza aun su mano y casi que en un tono solemne, declaró:

—¡Ahora mismo soy yo el hombre más feliz de este mundo y estoy dispuesto a romper con mis rígidos principios! ¡Al diablo con ellos! Y le pregunto, ¿me aceptaría a mí como reemplazo de ese hombre que no vino a su encuentro?

A su lado, con las manos entre las suyas y mirando el reflejo de ambos en el espejo, Luna solo atinó a asentir varias veces con la cabeza mientras sonreía alegremente.

Se abrazaron y, a toda prisa, a veces caminando, a veces corriendo y a veces saltando, regresaron a la Violeta. Por el camino pasaron por delante de donde estaban las pinturas de la serie original, las embarradas de hojuelas de muesli y de los otros productos del desayuno. Advirtieron sorprendidos que incluso estas ya estaban vendidas.

Amalia en la lluvia

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