Читать книгу Amalia en la lluvia - Dill McLain - Страница 7
ОглавлениеTrepando con rosas
Matteo estaba pletórico de orgullo y felicidad, porque el de hoy era un día muy especial. Llevaba su nuevo traje de lino negro, una ligera camisa azul y sus ultrasuaves mocasines marrones puestos sin calcetines. En su mano derecha sostenía un maravilloso ramillete de rosas de un rojo muy intenso.
Se detuvo delante de una enorme casa de cuatro plantas, construida en el siglo pasado por una familia muy rica. Un aspecto particular de su arquitectura eran las escaleras de incendio que tenía adosadas a la pared del frente, y que al mismo tiempo le servían de decoración. En el siglo anterior fue una propiedad única, pero, ahora, tras algunas renovaciones y transformaciones, los pisos estaban divididos y constituían propiedades individuales. Matteo alzó la vista hacia la parte izquierda del último piso y sonrió, anticipándose mentalmente a lo que iba a hacer. Puso el pie en el primer peldaño de la escalera de incendios, sujetó el ramillete de rosas bajo su barbilla y, muy despacio, comenzó a trepar. Esta idea se le había ocurrido un tiempo atrás y esperaba que una acción así de valiente sirviera no solo para impresionar a su novia, sino también para sorprenderla con su propuesta de matrimonio.
Matteo estudiaba el séptimo semestre de Filosofía y en las noches trabajaba como portero en un pequeño hotel. Vivía con su madre al final del pueblo, en una vieja casa que ella había heredado de sus padres. A menudo, la hermana de su madre venía y pasaba largas temporadas en la casa. Coincidentemente, ambas mujeres habían perdido a sus esposos en un accidente de tráfico. Los planes de Matteo eran llegar un día a convertirse en profesor universitario, pero por ahora esto era tan solo un sueño aún lejano.
Por más de tres años, él y su novia habían mantenido una relación estable y pensaba que ya era tiempo suficiente para dar paso al matrimonio. Podrían vivir entonces en la acogedora buhardilla que una vez se preparara como apartamento para su hermano, agregándole retrete y cuarto de baño. Su hermano era un guía de turismo que se la pasaba viajando y el ochenta por ciento de los días del año estaba fuera, en cualquier parte del mundo. Cuando regresara a hacer sus cortas visitas a la casa, podría quedarse en el cuarto original más pequeño que tenía desde la niñez y que, de seguro, sería lo suficientemente espacioso para él.
La madre de Matteo, que estaba educada a la vieja usanza y era muy estricta en el cumplimiento de los preceptos religiosos, había dejado claro que no aceptaría que él y su novia fueran a vivir a la casa sin estar debidamente casados. Por tanto, se encontraban siempre en el diminuto apartamento ya mencionado que ella tenía en el cuarto piso de esta enorme casona con escalera de incendios en la pared frontal. Vivir allí le resultaba muy costoso y Matteo pensaba que el mudarse a la vieja casa familiar, aparte de ser una agradable opción, la ayudaría también desde el punto de vista económico. Esta idea él aún no la había conversado con su novia, pero estaba convencido de que estaría encantada con su manera de ver y de resolver las cosas.
Entre tanto, ya había alcanzado el nivel del primer piso. Hasta aquí todo parecía fácil, porque desde esta altura aún podía saltar al suelo en caso de problemas. Ascender incluso hasta la segunda planta debía ser algo que manejara sin dificultad, pero de ahí en adelante ya las cosas no serían tan sencillas y la escalada se convertiría en un desafío real. Mirar hacia abajo por encima del hombro desde el tercer nivel requería tener un gran valor y no ser propenso al vértigo. Y, finalmente, llegar hasta el cuarto piso era una verdadera heroicidad y se requería para ello de una absoluta concentración y de habilidades propias de un antiguo mosquetero. Matteo era de carácter amistoso, muy equilibrado y, en general, muy buena persona. Prefería la paz, tenía cierto apego al refinamiento y despreciaba por completo cualquier atisbo de rudeza.
Justo ahora estaba alcanzando la tercera planta e hizo un breve descanso. Respiró profundamente y una enorme sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro al pensar en los ojos desorbitados por el asombro que pondría su novia cuando lo viera aparecer así, de una manera tan poco usual y al mismo tiempo tan valerosa. Imaginó también su alegría infinita cuando conociera de su propuesta de matrimonio. Volvió a sonreír de la forma en que solo puede hacer alguien que está a punto de proporcionarle una gran sorpresa a otro, y, despacio, continuó su ascenso. Cuando ya estaba a la mitad del tercer piso y dispuesto a seguir hasta el cuarto, se inclinó para, furtivamente, echar un vistazo a través de la ventana que tenía delante. La habitación estaba en silencio y encima de la cómoda ardían tres velas grandes. Su luz provocaba un aura muy romántica, proyectando largas sombras en las paredes. En ese instante se abrió la puerta y una mujer muy atractiva entró en su campo de visión. Apenas sí estaba vestida. Llevaba un camisón azul de seda, de los usados para dormir en las noches. Solo le cubría media espalda y se veía extremadamente sexy con su cabello oscuro, suelto y llegándole casi a la cintura. Sostenía en su mano una copa de champaña y estaba a punto de tomar un sorbo, cuando un hombre muy bronceado por el sol y también medio desnudo entró a la habitación. Solo vestía un calzón con estampado de piel de leopardo e igualmente sostenía en la mano una copa de champaña. Matteo se sintió avergonzado por haber invadido su privacidad y, en el momento en que quiso moverse, el hombre lo descubrió a través de la ventana. Apuntándolo con el dedo, gritó con enojo:
—¿Qué rayos está usted haciendo ahí?
Sin esperar una respuesta, se volvió hacia la hermosa mujer, que miraba a Matteo con los ojos muy abiertos, asustada por lo que estaba viendo. Matteo continuaba en la escalera de incendios, en una posición muy incómoda, sosteniendo aún bajo la barbilla el ramillete de rosas. El hombre medio desnudo en su calzón con estampado de piel de leopardo dio dos pasos hacia la ventana para ver mejor quién era el que estaba allá afuera. Entonces movió la cabeza incrédulo, los ojos se le inyectaron de sangre y se volvió hacia la atractiva mujer, que había terminado por dejarse caer en la enorme cama llena de cojines de todos los tamaños y colores. En un gesto de sumo enojo, le arrojó a la cara el contenido de la copa y luego la hizo añicos al lanzarla contra el suelo.
—¡Ya ves! ¡Yo lo sabía! ¡Yo siempre lo supe! —le gritó en muy mala forma y la asió por el hombro—. ¡Tú no me respetas! ¡Te acuestas con otros hombres mientras yo estoy en mis viajes de negocios! ¡Siempre supe que esto iba a pasar! ¡No se puede confiar en las mujeres! ¡Esto es el colmo! ¡Ahora tu gigolo trepa por la escalera de incendios para traerte un barato ramillete de rosas!
Estaba totalmente poseído por los celos y hasta alzó la mano para pegarle. Pero la atractiva joven pudo escapar y refugiarse en el otro extremo del cuarto.
Matteo movió con rapidez la cabeza hacia atrás y por un momento no supo qué hacer. Estaba aturdido con todo lo que estaba viendo. Luego reaccionó y pensó: «Bueno, esta relación de ella no puede durar mucho. Al menos, le servirá para que aprenda a medir consecuencias, porque no creo que quiera seguir manteniendo contacto con semejante monstruo». Y entonces, con mucho cuidado, terminó por ascender al cuarto piso.
Cuando alcanzó el nivel de la ventana, se inclinó para mirar al interior de la habitación de su novia. Ella estaba sentada en el sofá, sostenía un teléfono junto al oído y evidentemente hablaba con alguien. Cuando lo vio, dejó caer el teléfono y con una sonrisa en el rostro corrió hasta la ventana para abrirla y dejarlo pasar. Matteo entró a la habitación y se sentó por un momento en el alféizar, sosteniendo ahora las flores con la mano derecha para imprimirle más importancia a la escena que vendría. Se dejó caer entonces, hincó la rodilla en el suelo, la miró con lastimeros ojos de perro —cosa que ya había ensayado en casa delante del espejo— y le hizo la propuesta matrimonial poniendo el ramillete de rosas rojas bajo su rostro.
Estaba contento y se sentía ahora relajado, convencido de poder sorprenderla y de que todo saldría bien. Cerró los ojos por un momento y esperó a que ella tuviese tiempo de armar su discurso. Antes de abrir de nuevo los ojos y escuchar lo que debía ser su tierna respuesta, sintió de pronto un terrible dolor en el rostro, como si mil espinas estuviesen hiriéndolo una y otra vez. Mantuvo los ojos cerrados, pero supo de inmediato que su novia estaba azotándolo con el ramillete de rosas lleno de innumerables espinas puntiagudas. Ella debía haber perdido el juicio. Por un instante, Matteo pensó que esa noche aquella casa estaba habitada por el diablo. Abrió muy despacio los ojos para asegurarse de que el ataque había terminado y descubrió al ramillete de rosas totalmente desguazado junto a sus pies.
—¿Quién piensas que soy? —le gritó ella poniéndose delante de él—. ¿Una muchacha estúpida que no sabe cómo se mueve el mundo? ¿Una propuesta de matrimonio con tan solo un ramillete de rosas rojas por delante? ¡No lo voy a aceptar! ¿Dónde está mi anillo de diamantes, eh? ¿Dónde? ¿Nunca has leído un libro romántico o has visto una moderna película de amor? ¡Una propuesta de matrimonio sin un anillo de diamantes no merece para nada la pena! ¡No quiero para mí un hombre que no conoce ni siquiera lo básico de las reglas que rigen un buen matrimonio! Y, para ser franca, ¡no estoy dispuesta a irme a vivir con tu madre a un piso de esa casa vieja! ¡No es lo mío! ¡Aquí terminamos! ¡Se acabó todo entre nosotros!
Puso una cara tan horrible mientras hablaba que Matteo pensó «¿Qué rayos vi yo en esta mujer?» mientras permanecía allí de pie organizando sus ideas. Sintió que la sangre goteaba y que las heridas le ardían en el rostro.
—¡Tú ni siquiera sabes defenderte! —volvió ella a sus gritos—. ¡Eres un cobarde! ¡Quiero que salgas de aquí ahora mismo!
Se apresuró por el corredor y le abrió la puerta de entrada. Se puso ambas manos en la cintura y, mirándolo con cara compungida, esperó a que se fuera.
Matteo la dejó de pie allí. Se dio la vuelta y salió por la ventana aún abierta. Tenía que tener mucho cuidado al bajar, porque ahora que estaba roto por el dolor no solo físico, sino también emocional, aquel descenso se convertía en una acción muy riesgosa. No sabía qué le dolía ni qué le preocupaba más, si aquellas heridas en el rostro o la otra que llevaba en el corazón. Era como si un cuchillo estuviese horadándolo. Intentó ser valiente, se guardó las lágrimas para después y se concentró en llegar seguro a tierra.
Cuando iba por el tercer piso, se ladeó y echó una ojeada a través de la ventana. Vio a la joven desconocida sentada en el suelo, delante de la cama. Tenía el rostro hundido entre sus rodillas. Su largo cabello le caía sobre las piernas y casi tocaba el piso. Parecía llorar. Matteo golpeó en la ventana para llamar su atención. Nada pasó. Golpeó de nuevo, esta vez con más fuerza. Lentamente, ella levantó el rostro y miró hacia la ventana. Se veía muy triste. El maquillaje se le había corrido por toda la cara y sangraba por la nariz. Cuando lo vio, se asustó y abrió desmesuradamente los ojos. Se puso en pie y corrió hasta la ventana para abrirle y ayudarlo a entrar.
—¿Qué le pasó en el rostro? —le preguntó ella con una voz que expresaba dolor y real compasión—. ¡Lo tiene todo cubierto de sangre! ¿Quién le ha hecho eso?
Lo empujó ligeramente hacia donde estaba situado el espejo en la pared. Cuando él se vio a sí mismo, no podía creerlo. ¡Su rostro parecía el de un muñeco de una película de horror! Estaba lleno de heridas y de rastros de sangre por todas partes. Ahora podía explicarse por qué sentía tanto dolor.
—Ella estuvo azotándome con un ramillete de rosas rojas que le entregué mientras le hacía una propuesta de matrimonio. Al parecer, los tallos tenían unas espinas muy afiladas —explicó Matteo con voz tranquila, mientras la hermosa joven le palpaba y le curaba con sumo cuidado cada una de las heridas producidas por las espinas de las rosas.
Entonces él quiso saber lo que había sucedido un momento antes entre ella y su pareja, allí en aquella habitación.
—Bueno, él se puso fuera de sí —dijo ella al cabo de algunos segundos sin dejar de inspeccionarle las heridas—. Supuso que usted había subido las escaleras por mí. Insinuó que estaba teniendo una relación con usted y que siempre supo que no era yo la mujer adecuada para él. Golpeó y tiró algunas cosas al piso y también me golpeó a mí varias veces. Lo hizo en la cara, por eso me sangra la nariz. Luego me gritó que él ya tenía a alguien más y que seguramente nunca le haría lo que yo le había hecho. Me dijo que era una mujer que lo obedecía en todo y que, además, era muy bella. Después de desearme lo peor, tiró la llave en el corredor y se marchó. Ahora entiendo que en realidad esto era algo que quería hacer desde hace tiempo. Era él quien me engañaba a mí y con este malentendido encontró el pretexto perfecto para terminar y encima echarme la culpa.
Ella calló por un momento, lo miró y continuó con voz firme:
—Al final me alegro de que todo esto haya pasado y por fin se haya ido. ¡No quiero para mí a un bruto mujeriego!
Entonces extendió hacia él su mano derecha y, mientras sonreía ligeramente, dijo:
—¡Hola! ¡Me llamo Lara! ¡Es lo primero que debía haber hecho, presentarme!
Matteo también se presentó y le agradeció por haber atendido sus heridas. Luego, Lara le brindó una taza de té y le propuso conversar un rato sobre sus respectivas vidas.
Matteo se sentó a la mesa ovalada situada en el salón que llevaba directamente a la cocina. Desde allí podía observar sus movimientos diligentes preparando el té y algún bocadillo para acompañarlo. Era de una belleza extrema y él pensó que un hombre que se comportara de una forma tan poco elegante como lo había hecho aquel salvaje debía ser un total idiota. No pudo aguantar ni controlar su asombro y se escuchó pronunciar en alta voz lo que estaba pensando.
—Bueno, ¡él llegó a decir que soy una bruja sanguinaria! ¡A lo mejor es verdad! ¡Así que tiene que cuidarse! —dijo Lara mirándolo sonriente.
Matteo se envalentonó y la contradijo:
—¡Pues puede ser que el idiota sea yo, pero no creo en absoluto que seas una bruja sanguinaria! Creo que ambos manteníamos relaciones equivocadas y esta noche los dioses han conspirado para que pudiésemos encontrarnos. Quizás de una forma algo cruel, pero tal vez fue la única que hallaron.
Lara y Matteo disfrutaron tomando varias tazas de té y conversando por un largo tiempo. Luego, para animar la noche cambiaron para vino rojo e hicieron planes para estar juntos al día siguiente. A las tres de la madrugada, Matteo bajó las escaleras, no sin antes despedirse de ella varias veces. Todo el camino de vuelta a casa lo hizo silbando lleno de alegría.
Al otro día, dieron un extenso paseo a lo largo del río.
No había aún concluido sus estudios de Filosofía, cuando un sábado de verano él trepó por las escaleras de incendio hasta el tercer piso. Llevaba entre sus dientes una diminuta bolsa de papel glaseado que había comprado en una exquisita joyería. Cuando ella vio el anillo que él le estaba ofreciendo, no lo dejó ni terminar su ensayada frase para proponerle matrimonio. Se abrazó a su cuello al tiempo que repetía:
—¡Sí, sí, claro que quiero!