Читать книгу Amalia en la lluvia - Dill McLain - Страница 6
ОглавлениеCapuchino
Ella se reclinó hacia atrás, levantó su taza y se dispuso a disfrutar del primer sorbo de capuchino. Lo había esperado con mucha ansiedad. Pero, justo antes de probarlo, quedó rígida de estupefacción. La taza resbaló de sus manos, voló por encima de la mesa y el café caliente se derramó sobre la pierna derecha de un hombre alto parado delante de su silla.
—¡Pero Dios santo! ¿Qué es esto? ¿Una nueva forma de hacer amigos? —preguntó el hombre al tiempo que se daba la vuelta para mirarla. Ella continuaba petrificada en su asiento, observándolo. No podía hablar.
Él palpó su pantalón embarrado de café y dijo:
—Desconozco si es este el método que emplea para aproximarse a los hombres, pero le advierto, y disculpe que sea tan directo, usted podría perfectamente ser mi abuela, así que debe haber sido otro el motivo por el cual se impresionó de tal manera.
Mientras tanto, ella pareció recuperarse. Abrió su bolso, aunque sin apartar ni por un momento la mirada de aquel hombre. Sus dedos buscaron dinero dentro del monedero hasta que por fin encontró un billete de banco.
—Joven, yo siento mucho todo lo que ha pasado, no tuve ninguna intención de agredirlo —logró articular—. Debe creerme, así que, por favor, ¡tome este dinero para que pueda limpiar y recomponer sus pantalones!
Tendió hacia él un billete de cien euros y agregó:
—¡Por favor, siéntese y no haga ningún alboroto más!
Él se sentó de frente, mientras ella ordenaba dos nuevas tazas de capuchino. El camarero asintió con la cabeza y limpió los restos de café de la mesa.
Permanecieron en silencio hasta que las dos tazas fueron servidas. Entonces ella dijo:
—Mi nombre es Edith, tengo setenta y cinco años y hace siete que enviudé. Cuando usted apareció, cuando lo tuve frente a mis ojos, le juro que fue como si hubiera visto a mi primer gran amor. Fue como haber retrocedido cincuenta años en el tiempo. El mismo peinado, los mismos movimientos y también un perfil bastante similar. Fue como si la luz de un relámpago me hubiese iluminado por dentro. ¡Y me hizo pensar que debo encontrarlo!
Se dieron la mano y el joven declaró en medio de un suspiro:
—Bueno, yo me llamo Mirko y tengo treinta y seis años. Soy informático, pero perdí mi empleo porque no quise trabajar de noche y porque, además, existían ciertas irregularidades en ese trabajo con las que no me sentía a gusto. También pinto; la pintura es mi gran pasión y precisamente necesito las noches para eso. En fin, que estoy como moviéndome entre dos aguas. Trabajo a medio tiempo en la galería de arte que está ahí a la vuelta de la esquina y de cuando en cuando me dan la oportunidad de mostrar en ella mis propios trabajos. También tres veces a la semana, durante medio día, imparto clases de informática a adolescentes discapacitados.
Movió el billete encima de la mesa.
—No le puedo aceptar esto. Esta noche ya me encargaré de lavar mis pantalones. Eso haré. Y, por favor, quiero disculparme por haberla llamado abuela, es que estaba un poco estresado. Pero lo podría tomar como un cumplido, porque en verdad usted tiene cierto parecido con mi propia abuela, a quien yo quise mucho —dijo y tomó entonces un trago de capuchino antes de preguntar—: ¿Tiene idea de dónde puede estar viviendo ahora ese gran amor suyo?
También Edith tomó un gran sorbo de capuchino y, luego de una pausa, respondió con cierta luz en su mirada:
—No, no lo sé, absolutamente no. Hace ya muchos años que le perdí el rastro. Pero en estos últimos tiempos, después de enviudar, he pensado repetidamente en Curt, en qué habrá sido de él, en cómo le estará yendo. Cuando usted apareció, de inmediato algo dentro de mí me hizo sentir que debía buscarlo.
Mirko se apoyó sobre la mesa.
—Ok. Entonces, ¿por qué no empezamos? Hoy en día no es complicado. Tenemos la red, que ayuda bastante.
—¿Cuál red? ¿Me está diciendo que debo irme de pesca?
—La Internet.
—Ya, ¿y piensa que esa Internet sabe dónde puede estar Curt?
—La Internet como tal no puede saber dónde está Curt, pero puede ayudar a encontrarlo.
—¿Me está diciendo que la Internet puede ayudar a buscarlo? ¿Me está hablando en serio?
—¡Claro, señora!
—¡Por favor, llámeme Edith! —se arrimó un poco más a la mesa para acodarse sobre ella—. Tengo que ser con usted completamente franca, nunca le presté mucha atención a todas esas cosas electrónicas y ni siquiera tengo computadora. Pero, por favor, explíqueme todo lo que necesito para instalar esa Internet.
Ella le pidió a Mirko que le hiciera una lista bien precisa. El fuego en sus ojos parecía volverse más ardiente en la misma medida en que Mirko le iba explicando las posibilidades. De forma divertida, anotaba los insumos que necesitaría. Cuando hubo terminado, Edith le agradeció y le dijo:
—Voy a ocuparme de adquirir todo esto y luego usted se encargará de enseñarme cómo es que funcionan esas modernidades y esa laptop. Yo voy a pagarle el curso, claro. Ahora necesito irme, que tengo un montón de cosas por hacer. ¡Adiós!
Ella se alejó de prisa y Mirko, con el ceño fruncido, se quedó por un rato más.
Cuatro horas más tarde, Edith estaba sentada en el sofá de su sala de estar. Tenía una postura derecha y miraba fijamente una foto que sostenía en sus manos. La foto de cincuenta años atrás mostraba a un hombre alto, de cabellos abundantes y algo largos, con unos ojos azules que le iluminaban la cara, hermosa y de aspecto amigable. Su corazón comenzó a latir de prisa. Luego se aceleró más.
Estuvieron comprometidos por más de dos años, hasta que él le confesó sus planes de fundar una escuela de navegación a vela en Australia. Luego de terminar sus estudios de comercio, solo tenía una idea en la cabeza, trabajar duro durante un par de años y ahorrar el dinero suficiente para poder realizar su sueño. Cuando llegó el día en que debía tomar la decisión de acompañarlo, Edith no estaba lista para emprender un viaje a un sitio tan distante. Él se marchó solo. Y entonces poco a poco se fueron distanciando el uno del otro.
Edith ya pasaba de los treinta y cinco años cuando decidió casarse con un hombre mucho mayor que ella, que trabajaba como consultor en la administración de empresas. No tuvieron hijos, llevaban una vida muy tranquila y llegaron a ser una pareja ideal. Él murió dos años después de haberse jubilado. Desde entonces, Edith vivió sola. Estuvo cerrada a muchos intentos de aproximación por parte de algunos hombres interesantes. Pero, en cambio, tenía un buen círculo de amistades con las que compartía intereses comunes.
A lo sumo solo en dos o tres ocasiones pensó ella en Curt en los últimos años. Lo más probable era que estuviese felizmente casado y ella solo sería una intrusa si intentaba comunicarse con él. Pero, además, tampoco sabría cómo encontrarlo. No conseguía recordar a cuál costa australiana había planeado ir. Por tanto, alejaba con rapidez esos pensamientos de su cabeza.
Un jueves en la mañana, como era ya habitual en ella, salió a dar un paseo por los alrededores del lago. Sus pasos la llevaron finalmente a tomar un capuchino en la misma cafetería de siempre. Al aparecer frente a ella aquel hombre tan apuesto —con un impresionante parecido a Curt— en el momento exacto en que esperaba deleitarse con el primer sorbo del capuchino, supo que debía encontrarlo.
El viernes, bien temprano, Mirko estaba sentado en un taburete en la galería, reflexionando sobre su situación. A pesar de trabajar tres tardes a la semana como profesor de informática para personas discapacitadas, no era suficiente para vivir. Necesitaba algo más. ¿Pero qué? El resto de su tiempo lo dedicaba a pintar y ya había tenido una gran suerte al poder exponer sus obras junto a las de otros cuatro artistas en esta galería. Sin embargo, era muy complicado vender alguno de aquellos cuadros. Siendo un artista desconocido, no podía contar con ingresos regulares que vinieran de esas ventas. Compartía un diminuto piso con su novia, una violinista que integraba un trío de música de cámara y que a menudo estaba de gira. Sabía que ya era tiempo de proponerle matrimonio, pero sentía vergüenza de tomar una decisión tan seria sin que su economía hubiese mejorado. Mirko suspiró y movió los hombros hacia arriba y hacia abajo. Sí, ya era tiempo de hacerle la propuesta.
El sonido del viejo timbre de la puerta de entrada a la galería lo sacó de sus románticos pensamientos. Edith se tambaleaba en el vestíbulo por el peso de dos grandes bolsos que cargaba con ella.
—¡Dios santo, ahora no! —murmuró Mirko. Pero antes de que se repusiera totalmente de la sorpresa, los dos bultos ya estaban colocados a la derecha y a la izquierda de su taburete.
—Joven, tiene mucho trabajo aguardando por usted —dijo Edith con una sonrisa plena, aunque un poco afectada por la falta de aliento.
—Pero yo tengo que trabajar aquí, tengo que cuidar de la galería casi el día entero. Yo lo siento mucho, pero no puedo ayudarla en este momento —el asombro de Mirko lo hizo ponerse un poco nervioso.
Ella se sopló la nariz y continuó:
—Joven, eso yo lo sé perfectamente. Aquí tiene la llave de mi casa, aquí tiene la dirección —dijo, y colocó una llave y una tarjeta sobre el escritorio de madera—. Y aquí está el dinero para un taxi. Lleve con usted los dos bolsos. Uno está lleno de comida y en el otro están tanto la computadora que compré como los demás componentes necesarios para nuestro trabajo. A las 2:00 de la tarde viene el electricista y a las 2:30 viene el agente de la Compañía del Cable para instalar el paquete de correo electrónico y la Internet que necesito. Yo me quedaré a cuidar de la galería. Usted, mientras tanto, vaya e instale en la máquina todo lo que haga falta. Ya yo he dispuesto una mesa en mi sala de estar. Cuando cierre aquí, iré a preparar alguna comida ligera y entonces comenzaremos la investigación a través de Internet. Usted me enseñará. ¡Manos a la obra!
Esta abuelita resultaba demasiado insistente para el gusto de Mirko y lanzó un profundo suspiro antes de preparar su defensa. Pero ella no le dio oportunidad. Le recordó a su propia abuela. Edith ya había avanzado por todo el local, al tiempo que le preguntaba:
—¿Cuáles de estos son obra suya?
Renunciando a su defensa, solo pudo decirle a media voz:
—Los más grandes, los que tienen a unos músicos con coronas hechas de hojas de árboles.
—Son fabulosos. Este debe ser Beethoven. ¡Usted debería aumentarle el precio!
Mirko sintió que el orgullo henchía todo su ser. Por qué no hacerlo. Se levantó de su silla. Le dio su consentimiento y le mostró todo lo necesario para que pudiera reemplazarlo. Luego abandonó la galería.
A las 8:00 de la noche ya ambos estaban sentados en la sala de estar de Edith, disfrutando de una ensalada y de un delicioso pollo digno del paladar de un emperador o de un maharajá. Él se sentía grande. Edith había logrado vender dos de sus cuadros. Al parecer, un grupo de turistas chinos estaba paseando por el lugar y ella los animó a entrar a la galería para mostrarle sus cuadros. Pagaron en efectivo. Y la guía que venía con ellos le prometió a Edith que regresaría luego con otros grupos. Esta abuela parecía tener gran habilidad para administrar y promover el talento.
Comenzaron a trabajar. Él le preparó tres cuartillas con las instrucciones de cómo debía usar la laptop, cómo encenderla, cómo apagarla, cómo hacer búsquedas en la Internet, cómo imprimir páginas que le interesara conservar y, finalmente, cómo enviar y cómo leer un mensaje de correo electrónico recibido. Obviamente esto último a Edith no le interesaba mucho, pero apenas sí podía esperar para comenzar con la gran búsqueda.
—Ok, ¿cuál es el apellido de su Curt?
Ella pareció estar un poco avergonzada y se movía hacia atrás y hacia adelante en su silla.
—¿Podríamos probar primero con otro nombre?
Mirko escribió entonces el nombre «Beethoven», explicándole cada paso y lo que significaba cada resultado. Ella pareció muy excitada. Probaron entonces escribiendo «Escuela de navegación en Perth» y finalmente escribieron un correo electrónico de prueba dirigiéndolo a la dirección de Mirko. Se fue a la medianoche, no sin antes ponerse de acuerdo para volver a reunirse con ella el lunes. Le dio su número de teléfono por si surgía algún imprevisto.
El lunes, Mirko llegó al apartamento de Edith sobre las 11:00 de la mañana y la encontró en medio de cientos de páginas dispersas por toda la alfombra. Todas llenas con direcciones de escuelas de navegación en Australia y en el resto del Pacífico. Edith había comenzado por Hawái. Parecía haberse dedicado a investigar sin interrupciones durante todo el sábado y el domingo. Restos de comida rápida se amontonaban en la mesa del salón, rodeando a las copias impresas.
—Hasta ahora no he podido encontrar nada que tenga que ver con su nombre —le dijo Edith en un suspiro—. Quizás ya no viva. ¡Quizás todo esto haya sido un gran sueño mío!
Mirko se sentó, se rascó la cabeza y entonces le preguntó:
—¿Podría ahora usted ser tan amable de decirme el nombre completo de él para que yo pueda ayudarla en su búsqueda?
—Su nombre es Curt Bergström —murmuró ella tiernamente.
—Ok, Curt Bergström, ¡ya vamos por ti! —pronunció Mirko en medio de la sala.
Edith movió hacia un lado su cabeza y sonrió. ¡Parecía él tener tantas esperanzas!
—Por el momento, le he conseguido algo más de trabajo —dijo ella—. Siete señoras mayores, todas amigas mías, quieren ser adiestradas por usted en el uso del correo electrónico y la Internet. Ya yo he acordado además un precio justo por la instalación de las computadoras. Tomaremos las clases en la misma galería de arte. Estoy segura de que luego algunos de sus esposos se unirán también al curso.
Mirko se quedó sin habla. Debía trabajar en la tarde impartiendo clases a los niños discapacitados, pero le prometió continuar ayudándola luego en la investigación por Internet y pensaría en alguna nueva estrategia de búsqueda que resultara más eficaz.
El martes a las 11:30 de la mañana Edith entró a la galería. Hasta ahora no tenía ningún resultado. No había señales de Curt Bergström. Y eso que ella había expandido su área de búsqueda de escuelas de navegación hasta las costas del Mediterráneo, comenzando por las islas griegas. Salieron a tomar un capuchino y luego Edith decidió dar un paseo antes de continuar con su odisea en la red. Había estado navegando toda la noche a través de la máquina, hasta que finalmente cayó vencida por el sueño.
El miércoles llamó a Mirko para expresarle sus dudas acerca de todo aquel proyecto en que se había involucrado. Sin embargo, de cualquier manera, quería seguir adelante.
El jueves a las 7:30 de la mañana sonó el teléfono. Era la voz de Mirko.
—¡Ya lo he encontrado, ya tengo a ese señor Bergström!
Edith quedó muda y le quitó el seguro a la puerta. Un cuarto de hora después Mirko estaba llegando. Encontró a Edith sentada en el sofá, muy rígida, con la foto de Curt Bergström entre las manos.
—¿Dónde está él? —preguntó con ansiedad.
—Bueno, pues aquí lo tenemos, Thin-Bergström. Tienen una escuela de buceo en un archipiélago de Birmania.
—¿Y quién es Thin? —preguntó Edith en un susurro.
—Es su hija. Ella es quien dirige la escuela. Su madre murió cuando tenía apenas siete años de edad. Curt está viudo. Estuve jugando un poco a ser detective, y mire toda la información que he recopilado para usted. Aquí está hasta su dirección de correo. ¡Vamos primero a tomarnos una buena taza de café y luego le enviamos un mensaje!
Edith quedó como clavada en el sofá. Ni se movía. Fue Mirko quien debió ir hasta la cocina a preparar el café. Cantaba una de las óperas más famosas de Verdi. Cuando volvió con el café, Edith estaba sentada delante de su laptop diciendo:
—¿Y ahora qué voy a escribirle yo? A lo mejor él ni quiere encontrarme.
—¡Sería un gran tonto! ¡Claro que quiere encontrarla! ¿Piensa usted que hemos pasado todo este trabajo y hemos vivido toda esta locura para ahora sencillamente cambiar de opinión?
Edith escribió: «Hola Curt. Estoy desde el sábado buscándote por todo el mundo. ¿Cómo estás? ¿Podemos encontrarnos? Espero noticias tuyas… Edith».
Le pidió a Mirko que apretara el botón «Enviar». Ella estaba muy excitada. Mirko agregó con mucha claridad su dirección y su número de teléfono y envió el mensaje. Entonces, los dos suspiraron al unísono delante de la laptop.
—¿La puedo dejar sola ahora? Mary está regresando de una de sus giras y queremos pasar un par de días en las montañas. Estaremos de vuelta el sábado en la noche.
—Claro, claro; si tengo un montón de cosas que hacer ahora. Tengo que limpiar este piso. Tengo que sacudir los muebles y lavar las cortinas. Luego debo ir al peluquero y pasar a comprarme ropa nueva. Y tengo también que verificar mi pasaje para el viaje que he planificado hacer a Merguy. Como ve, tengo más que suficiente para las dos próximas semanas.
Mirko se quedó un rato más de pie, contemplando a aquella señora que lucía ahora veinte años más joven.
—No se olvide de comprar también un nuevo y sexy camisón de dormir —dijo él con picardía y abandonó la casa con una sonrisa en los labios. Su cara enrojeció con su propio comentario.
El sábado, Edith abrió su armario y se puso a registrarlo por todos los rincones. Por fin encontró lo que estaba buscando: las medias negras con el bordado y el cinturón elástico. Suspiró y decidió ver cómo le sentaban. Después de todos estos años, le costó bastante que las cosas quedaran en su lugar. Se plantó delante del espejo y sonrió. Se dio la vuelta y se dijo a sí misma: «Bueno, lo más importante es que logra disimular en algo los estragos de la edad». Se enfundó luego en su nueva blusa de seda negra con cenefas y encontró todo el conjunto bastante elegante. Ya estaba lista y presentable para cualquier cosa que pudiera surgir. Continuó posando y sonriendo. «¿Qué pensaría él si me viera ahora así? ¿Le gustaría?».
Sonó el timbre. Ella no esperaba a nadie. El timbre sonó de nuevo. Se apresuró hacia la puerta y espió hacia afuera a través de la mirilla. Logró ver algo parecido a unas flores. «¡Oh, qué bien, él me ha enviado flores!», susurró, y pudo reconocer que era un pequeño y maravilloso ramo de orquídeas.
Su corazón le dio un vuelco. Una ola de calor le recorrió todo el cuerpo y vino a instalarse en sus mejillas. Se olvidó por completo de cómo estaba vestida y precipitadamente le dio una vuelta a la llave. Abrió la puerta.
—¡Hola, Edith! ¡Pero qué bien, me encanta cómo te ves con esa ropa!
Ella se quedó de una pieza, con los ojos muy abiertos, los espejuelos en una mano y mirando a aquel señor mayor alto, cargando un ramo de orquídeas. Era Curt Bergström.
—¡Oh, estás aquí, no puedo creerlo! —dijo ella tartamudeando, al tiempo que apretaba las rodillas como queriendo ocultar la piel que sobresalía por encima de las medias negras.
—Te avisé en la respuesta que le di a tu correo —dijo él con paciencia.
Ella se dio la vuelta y se dirigió presurosa hacia su cuarto de estar para hundirse en la silla frente a la laptop. Curt Bergström entró, cerró la puerta y acomodó las orquídeas sobre la mesa. Entonces, caminó hacia Edith, extendió la mano por encima de su hombro y apretó una tecla en la máquina. Tardó solo un rato. Abrió la carpeta de correos entrantes y había solo un mensaje que leyó en alta voz: «Hola, Edith. Ya estoy en camino».
Ella se puso en pie y se sumergió en sus brazos.
Se casaron tres meses más tarde y abrieron una sala de navegación por Internet para jubilados en un gran espacio trasero de la galería de arte donde trabajaba Mirko, y donde ahora, de cuando en cuando, el trío al que pertenecía Mary solía amenizar con música alguna velada.
Mirko muchas veces pensaba mientras sonreía: «La vida es mucho más placentera cuando nosotros los jóvenes podemos trabajar unidos a nuestros vecinos más veteranos».