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Walter solitario

Walter abrió la puerta de acceso a la cabina de su ducha. Clavó la mirada en la toalla de ella, doblada pulcramente, sin usar y colgando en la barra de la pared opuesta. Sintió un fuerte dolor en el área del estómago, tomó su propia toalla y se volvió de espaldas a la de ella. Comenzó lenta y cuidadosamente a secarse el cuerpo.

Era lógico que su toalla siguiera intacta. Hacía ya algún tiempo que no estaba allí. Se secó dedo por dedo su pie izquierdo, descansando toda la pierna en el banquillo de la bañera. Luego cambió de pie y repitió el mismo procedimiento. Ella no se cansaba de repetirle lo importante que era secarse bien a fondo los dedos de los pies y secarse también la piel entre ellos.

Su mano, automáticamente, trató de alcanzar el pote de aceite especial de limón, que era de uso exclusivo de ella. Se embadurnó con él todo el cuerpo desde los hombros hasta la punta de los pies y luego se paró delante del espejo.

Era sábado. Uno de esos típicos días húmedos de otoño, lluvioso y gris. Otro fin de semana que tan terribles se habían vuelto para él. Desde que ella lo había dejado, uno tras otro, los fines de semana pasaban desoladoramente por su vida. Fines de semana durante los cuales él estaba derrumbado por completo, con infinita ignominia y penando por ella. Era incapaz de alejarla. Estaba atrapado en una especie de jaula de deseo por ella.

En el lujoso departamento del ático, con su vista hacia el lago y sobre los tejados de la ciudad, todo había quedado como si ella todavía continuara allí. Cada semana él colocaba una toalla nueva en la barra, lista para ella. Y en el armario colgaba su ropa deportiva, la de hacer jogging, incluyendo las cintas para la cabeza. Las cambiaba con regularidad. La gabardina de ella siempre la ponía junto a la suya y sacaba repetidamente toda su vestimenta de la habitación para colgarla en el armario o colocarla sobre una silla.

Sus actos desesperados llegaban tan lejos que casi cada mañana servía una segunda taza de café y la ponía frente a él en la mesa del desayuno.

Walter se miró al espejo y reparó en que aún se veía muy bien a sus cuarenta y nueve años. Decidió no afeitarse, miró por un tiempo más su rostro en el espejo y le dijo en alta voz a su propio reflejo:

—¡Eres un tonto de remate!

Se dio la vuelta y salió del cuarto de baño. En el corredor, Quiqui vino presuroso hacia él meneando felizmente la cola, con demasiada anticipación para su desayuno.

Fue hasta el dormitorio, se puso sus pantalones vaqueros de andar por casa y, mientras miraba en el ropero algún sweater que pudiera calentarlo, el sedoso traje de noche de ella que colgaba fuera del armario cayó accidentalmente sobre Quiqui, que lo había seguido hasta allí. El perro se sacudió con violencia para liberarse de la seda tan pesada. Comenzó a retozar, gruñendo salvajemente delante del armario. Walter le arrebató el vestido antes de que pudiera romperlo con sus dientes y lo regañó con cólera:

—¿Qué estás haciendo con el vestido de ella?

El perro lo miró asustado, temblando con todo su cuerpo ante la actitud molesta del dueño y optó por salir fuera del cuarto.

Walter colgó la prenda en una percha bien atrás en el armario y se colocó encima su nuevo sweater de cachemira.

—¡Eres un tonto de remate! —se repitió nuevamente a sí mismo con una voz muy convencida. Estaba ya más que acostumbrado a estos diálogos consigo mismo, sin notar nada fuera de lugar en su actitud. Caminó a lo largo del corredor hasta llegar a la cocina. Tras él, a cierta distancia, se movía Quiqui con un andar triste.

Como siempre, Walter puso la mesa para dos, preparó los huevos fritos con tocino de los sábados, también dejó lista la comida para el perro y sirvió dos tazas de café.

—¡Esto es una locura total, ella nunca va a regresar! —gruñó de forma triste y ruidosa con las dos tazas de café enfrente.

Colocó su taza en la mesa del desayuno, dejó la otra en el aparador y se hundió lentamente en la silla. Sopló aire entre sus dientes para enfriar el café y le salió un siseo ruidoso que llamó la atención de Quiqui. Vino hasta él, le mordisqueó las pantorrillas y levantó sus ojillos.

Afuera llovía a cántaros. Walter, completamente ensimismado, comenzó a comerse con apatía los huevos fritos.

Doris lo había abandonado hacía ya dieciocho meses. Fue de hoy para mañana. Se había enamorado de su profesor de qi gong. Después de darle una muy breve explicación, se mudó un viernes en la noche, cargando a sus espaldas dos repletos bolsos de viaje. Todo lo demás simplemente lo dejó allí. Ella le explicó que deseaba comenzar una nueva vida, muy diferente a lo vivido hasta ahora, y que él podía disponer de todas las pertenencias que dejaba atrás.

Walter casi perdió el juicio. El profesor de qi gong había sido antes un banquero de profesión, de muy buen ver y con un cuerpo bien entrenado, con mucho talento para el deporte, en especial para la doctrina asiática del movimiento y sus efectos sanadores. Encontró en esta nueva actividad grandes oportunidades de mercado, contando en especial con la clientela femenina, que literalmente asaltó las lecciones de qi gong impartidas por él en un antiguo estudio abandonado que había pertenecido a un artista comunitario. Walter no pudo y aún hoy no podía entender cómo fue que Doris desfalleció de amor por este hombre, al punto de perder la cabeza. Ella regresaría a él. De eso estaba más que convencido.

Ocho años y medio de matrimonio simplemente no podían arruinarse así como así. Y, después de todo, el profesor de qi gong, a excepción de su vistosa musculatura, sus habilidades en el deporte asiático y su apartamento de dos habitaciones y media, no tenía otra cosa que ofrecer; mientras que Doris y él habían logrado adquirir este gran departamento del ático y siempre habían vivido juntos una vida confortable.

Por supuesto que Doris iba a regresar. Eso estaba más que claro.

Al ser el dueño de una próspera firma de arquitectos, a lo largo de toda la semana estaba bastante ocupado y por lo menos el trabajo le servía de distracción. En consecuencia, durante los días laborales, su vida no distaba mucho de la que tenía antes. Su agenda siempre estaba apretada. La responsabilidad para con el negocio y para con sus empleados exigía de él el máximo de atención y siempre había muchos nuevos proyectos esperando.

Pero su vida privada era un completo desorden. El anhelo por lo que tuvo una vez era tan intenso y tan profundo que hasta dejó de recibir invitados. Sus colegas y sus amigos más íntimos hicieron un sinnúmero de intentos para animarlo y distraerlo, pero, desafortunadamente, no tuvieron mucho éxito. Todavía jugaba al tenis con regularidad y de cuando en cuando se daba alguna que otra vuelta por el gimnasio, pero cualquier invitación para cenas o fiestas las rechazaba de inmediato. Durante los fines de semana y en las noches, él se refugiaba invariablemente en su soledad.

Dos de sus mejores amigos habían hecho varios intentos alternativos para que él olvidara de una vez y por todas a Doris y comenzara a involucrarse en nuevas relaciones. Pero tampoco tuvieron éxito. Por supuesto, uno de ellos hasta trató de conseguirle pareja a través de los sitios de búsqueda. Al principio él aceptó ir a algunos de estos encuentros. Aparecieron mujeres solteras muy dispuestas a entablar conversaciones con él. Pero Walter terminaba siempre horrorizado de haber perdido su tiempo. Regresaba a casa y se ponía a clasificar otra vez las ropas de Doris para que cuando ella volviera lo encontrara todo en orden.

«Debe olvidarse de esa mujer; de lo contrario, terminará loco», escuchaba una y otra vez estos comentarios. Pero él no podía olvidar a Doris.

Exteriormente, se le veía bien. No reflejaba su pesar. Siempre había sido un hombre fuerte, que no se dejaba abatir por nada y jamás derramó ni una simple lágrima ante una situación de dolor. Ahora sufría quedamente su atroz ignominia. A menudo se sentaba en la cama y se quedaba mirando la seda del vestido de noche colgado en el armario. Lo miraba, lo volvía a mirar, se levantaba, lo tomaba para lanzarlo al piso y luego volvía a sentarse para dejar correr libremente su dolor. La gran melancolía por aquella mujer que lo había dejado así como así se tornaba infinita.

—¡Pero, por el amor de Dios, hay tantas otras mujeres en este mundo! —le había dicho un colega el otro día muy enervado.

Walter apartó a un lado su plato y puso ambos codos sobre la mesa. Por mucho tiempo clavó su mirada en algún punto en la pared. Doris había traído el perro a casa justo unos días antes de sus primeras escapadas con el maestro de qi gong. De hecho, el perro era de ella. Pero lo dejó atrás en aquella inesperada y frenética mudada, porque no había sitio para perros en el estudio del maestro de qi gong y porque a su amor no le gustaba encontrar pelos de perro dispersos entre las almohadas y cojines.

Walter se había acostumbrado al amigo de cuatro patas. Desde que lo dejó entrar a su oficina, los dos se llevaban espléndidamente.

«¿El perro también extrañará a Doris?», se preguntaba a menudo, incluso se ponía a filosofar sobre este tema: «¿Hasta cuándo podrá un perro seguir albergando sentimientos por una persona que se marchó abruptamente, sin importarle que lo dejaba atrás? ¿Puede un perro sencillamente dejar de querer a un dueño que sale y nunca regresa? ¿Es tal vez el perro mucho más cabal y razonable con respecto a estas cosas y puede olvidar a una mujer desleal? ¡Tal vez es más listo que los humanos y no se complica tanto la vida!».

Walter miró hacia Quiqui, que se balanceaba a sus espaldas estirando sus cuatro patas al aire.

—No, el perro de hecho no ve las cosas de igual manera y no siente este terrible anhelo por la dueña que se fue. ¡Se ve que ha podido echar fuera toda la tristeza y se ha adaptado a su ausencia mucho mejor que yo! —dijo Walter de una forma indigna, pero justa.

Miró por la ventana. Afuera la lluvia arreciaba y arreciaba, como si se tratara de un diluvio.

«¿Debería uno estar penando por una persona que realmente no conoce bien?», se preguntó a sí mismo. «Si fuera fácil asumir un no, la situación cambiaría, porque así él no tendría esa fijación con Doris», pensó.

«¿O es todo un acto de defensa porque nos han dañado el ego? ¿O porque uno no puede entender la causa de que esto pasara? ¿Por qué uno no lo puede comprender? ¿Por qué uno sigue aferrado a la persona que nos dejó para irse con otro amante? A alguien que claramente demostró no querernos, porque quiere a otra persona. ¿Por qué uno se encapricha con un ser tan despiadado, que echó por la borda años de matrimonio y nos aparta como si fuéramos un trapo sucio? ¿Me estaré volviendo loco? ¿Tendría que ir a ver un psiquiatra?», filosofó Walter mirando caer la lluvia. Volvió a observar a Quiqui, que, pacíficamente, movía sus patas delanteras. Tenía los ojos cerrados, como si dormitara.

Eran ya casi las once. Walter bebió el último sorbo de café, retuvo la taza en sus manos y fue con ella hasta la cocina. Abrió la portezuela del lavaplatos y metió la taza vacía dentro de la máquina. Con la mano aún sobre la puerta del lavaplatos, volteó la cabeza y reparó por algún tiempo en la taza aún llena de café que había servido para una ausente Doris. Miró de nuevo a Quiqui. Luego, lentamente liberó su mano de la puerta, alcanzó la otra taza y la vació con cuidado en el fregadero. La colocó también en el lavaplatos y cerró por fin la puerta. Abrió el grifo a tope y estuvo limpiando con agua cualquier vestigio de café que hubiera quedado en el fregadero. Limpió hasta que la última mancha hubo desaparecido. Seguidamente, fue hasta la licorera y se sirvió un whisky triple. Con el vaso en la mano avanzó hacia la puerta de la terraza. La abrió y tomó un largo trago. Permaneció allí en el umbral de la puerta. Afuera seguía lloviendo a cántaros. De repente descubrió a Quiqui a su lado. Ambos contemplaron como pensativos aquella pared de agua que se dibujaba afuera y escucharon atentos el sonido de la incesante lluvia.

Luego Walter dejó escapar su voz y dijo ruidosamente:

—¡Bueno, este es el final para ese fantasma que me persigue! ¡Dieciocho meses de sufrimiento interminable han sido más que suficientes!

Tomó el resto de whisky que aún quedaba en el vaso, se dio la vuelta y cerró la puerta de la terraza.

Con grandes pasos, se apresuró al cuarto de desahogo, tomó cinco enormes bolsas de basura de las usadas para tirar desperdicios industriales, las desenrolló, le abrió la boca a cada una de ellas y las alineó en el vestíbulo. Puso un CD de Philip Glass en su equipo de música. La melodía era casi interminable y sonaba de una forma tan electrizante y nerviosa que daba la impresión de que el CD se había quedado atorado en el mismo sitio, algo que parecía perfecto para su proyecto. Escogió la opción de «repetición infinita» y subió el volumen a todo dar.

Agarró la primera bolsa de basura y fue al cuarto de baño. En una acción completamente destructiva, echó fuera todas las botellas, las latas, las toallas y todos los utensilios de Doris, lanzándolos con gesto rencoroso a la basura. Quiqui estaba allí en el umbral, jadeando asombrado, y Walter quiso pensar que el perro le sonreía una y otra vez, como aprobando sus actos.

Finalmente, Walter reacomodó sus propias cosas, para que todos los espacios estuvieran ocupados y no quedase ningún vacío donde antes se acomodaban las cosas de Doris.

La primera bolsa de basura aún no estaba llena, así que Walter se deshizo también de numerosos artículos de la cocina y el comedor. Igual suerte corrieron algunos pequeños cuadros de las paredes. Los desgarró y los lanzó a la basura.

Tomó una nueva bolsa y se encaminó con pasos agigantados al dormitorio. Quiqui, que corría a su lado, saltó hasta el armario y atrapó el vestido de seda —como si quisiera ayudar con la limpieza— y nuevamente el traje de noche cayó sobre él, envolviéndolo por completo. El perro entró en pánico y se puso a corretear de un lado a otro de la habitación para intentar liberarse de la tela de seda que le cubría el cuerpo. Pero quedó atrapado por el cinturón del vestido y terminó arrastrando de un sitio a otro la prenda.

Walter ya había despejado casi la mitad del armario. Los sweaters, las blusas, las faldas y los pantalones de Doris resultantes de aquella limpieza los había enrollado en una especie de orgía salvaje de prendas de vestir, arrojándolas con ambas manos a la basura. Liberó al perro de su carga sedosa, echó diversos objetos de la mesa de noche dentro de la bolsa y dejó la habitación. Rápidamente, continuó con su proyecto de depuración hasta que ningún vestigio de Doris estuvo ya visible.

Cinco abultadas bolsas de echar desperdicios industriales quedaron dispuestas en fila en el vestíbulo. Walter entró a su estudio, escribió un mensaje electrónico al responsable de limpieza y mantenimiento de su compañía para que las bolsas fuesen recogidas a primera hora de la mañana del lunes.

En su andar por el vestíbulo, sacó de la pared aún tres cuadros más, los desgarró y los tiró a las bolsas.

Al frente, donde el vestíbulo se ampliaba desembocando en el área de la entrada, en una especie de hornacina en la pared, reposaba el arpa que él había comprado para Doris cuando ella tuvo la intención de tomar clases para aprender a tocar este instrumento. Jamás asistió a ellas.

A Walter le gustaba mucho la música del arpa. Estuvo parado un buen tiempo frente al bello instrumento, apretando los labios. El arpa no tenía la culpa y, además de ser hermoso, emitía un maravilloso sonido. Como objeto decorativo era quizás demasiado grande —cualquiera sabe—, pero tal vez él podría tomar lecciones para aprender a tocarlo o hasta podría muy bien venderlo luego. Puso sus manos sobre las cuerdas del instrumento y el sonido que emitió lo llenó de regocijo y terminó por convencerlo. Una y otra vez acarició las cuerdas del arpa y el fuego encantador de su sonido llenó todo el vestíbulo.

Se sobresaltó, apretó los labios, cerró los puños contra el instrumento y avanzó a la carrera hasta el reproductor de CD. Golpeó el botón para cortar el flujo de electricidad. La cascada de música electrónica se detuvo abruptamente. Un silencio sepulcral invadió todo el recinto.

Walter se hundió en una silla del comedor. Puso sus brazos encima de la mesa, se inclinó hacia delante y enterró la cabeza entre sus propias manos en medio de un ruidoso sollozo. Sintió cómo las lágrimas corrían, haciendo riachuelos en sus mejillas. Al caer le empapaban las mangas de su sweater de cachemira.

Fue como si el dique de una represa se hubiese quebrado. Las lágrimas fluían incesantemente en medio de aquellos sollozos de angustia. Una punzada le recorrió la espalda y sus hombros se estremecieron. Su corazón pareció haberse partido en pedazos y por las heridas abiertas se filtró el dolor. Infinito dolor.

Por mucho, mucho tiempo, quedó Walter allí, sollozando sobre la mesa. Una eternidad redentora. Después, el lloriqueo cesó, pero a intervalos aparecían nuevos llantos. Y volvía una y otra vez a sollozar.

Dieciocho meses de pena contenida, de impotencia, de horror, de vergüenza y de deseo por ella explotaban ahora en un torrente de lágrimas que quería escapar fuera de él.

Repentinamente, escuchó un ladrido y se incorporó. Arrastró su cuerpo maltrecho por el corredor y vio a Quiqui tras la puerta de entrada al departamento, ladrando con insistencia hacia afuera.

Abrió la puerta del departamento y escuchó que alguien lloraba. Se apresuró a bajar por las escaleras y encontró a una mujer extraña, de pelo oscuro medio largo, sentada en el rellano. Apoyaba los codos en el regazo y lloraba amargamente con el rostro hundido entre las manos.

—¿Qué le pasó? ¿Por qué llora usted de ese modo? ¿Quién es usted? —preguntó él en un balbuceo.

Ella levantó el rostro sollozante y, sin mirar a ningún sitio, movió su mano y apuntó hacia la puerta del departamento opuesto al de Walter al tiempo que decía:

—Soy Julia Sennhauser, vine a hacerle una visita a mi exnovio, pero ya él no vive aquí. Siempre pensé que regresaría a mí. He esperado por él todos estos meses. Ahora se ha ido. Se ha marchado llevándose con él algunas de mis cosas y sin decirme nada.

Ella emitió un suspiro y volvió a hundir el rostro entre sus manos. Walter sintió que un instinto masculino de protegerla despertaba en él. Se enderezó, tomó un profundo aliento y le habló con fuerza y de forma muy convincente:

—Su exnovio se mudó hace muy poco de aquí, después de servir de anfitrión cada dos semanas a una nueva compañera. ¡Ese gigolo miserable no merece que usted derrame por él ni una simple lágrima!

Ella lentamente volteó la cabeza y le miró. Se echó entonces hacia atrás y le dijo algo consternada:

—¿Pero a usted qué le ha pasado? Ha estado llorando también, se ve absolutamente terrible. ¡Es como si se hubiera visto envuelto en una gran batalla!

Le puso en las manos el espejo de su polvera. Walter se inclinó ligeramente y se miró en el pequeño objeto. Quedó anonadado. En efecto, se veía como un ánima emergida del mismísimo infierno. Se sentó al lado de ella en las escaleras y suspiró. Luego dijo:

—Sí, he estado como vagando por las tinieblas, también yo he sido abandonado abruptamente hace ya algunos meses. Precisamente hoy todos esos sentimientos que tenía atascados en mi alma han entrado en erupción. ¿Sabe qué?, ahora mismo usted y yo vamos a subir a mi departamento, nos vamos a enjuagar y a refrescar la cara y quitaremos ese color rojizo de nuestras narices. Después organizaremos para nosotros un banquete con mucho queso y abriremos una botella de vino rojo. ¡Nos contaremos el uno al otro nuestras tragedias y luego ya veremos!

Walter se levantó. También Julia. Pasó un tiempo frente a él, mirándolo profundamente. Entonces, le echó los brazos alrededor del cuello. Él puso con gentileza las manos en sus hombros. Permanecieron así un buen rato.

La música del arpa sonó. Las festivas cascadas musicales del arpa.

Asombrados, se dieron la vuelta y avanzaron por el vestíbulo del departamento. Frente al arpa estaba Quiqui revolviéndose de felicidad y con cada uno de sus movimientos rozaba las cuerdas del instrumento, sacándoles música. El sonido parecía divertirlo.

Los dos prorrumpieron en risas. Y, acompañados por la ejecución al arpa de Quiqui, se ciñeron en un tierno abrazo.

Amalia en la lluvia

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