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SOBRE LOS ORADORES ANTIGUOS


SINOPSIS

Dionisio de Halicarnaso compuso este breve tratado como preámbulo al Sobre los oradores áticos , cuando decidió publicar juntos los tratados Sobre Lisias, Sobre Isócrates y Sobre Iseo; aunque colocado al principio, lo escribió después del Sobre Iseo (véase Introducción, apartado 3.). Fue entonces cuando concibió un plan más ambicioso: estos tres tratados constituirían un primer tomo, al que seguiría un segundo tomo, el Sobre los oradores áticos II, que incluiría otros tres tratados sobre sendos oradores de la siguiente generación: el Sobre Demóstenes y dos que no llegó a escribir, el Sobre Hiperides y el Sobre Esquines; después pensaba redactar también otra obra dedicada a los historiadores, de la que sólo escribió el tratado Sobre Tucídides .

El Sobre los oradores antiguos pertenece a su primera época, cuando comienza a tomar posiciones en sus gustos literarios y a polemizar con seguidores de otras corrientes literarias y filosóficas: aquí se declara partidario del aticismo y del modelo de oratoria política que proponía Isócrates (véase Introducción, apartado 1.). Identifica, con un ejemplo que recuerda al mito de Heracles en la encrucijada, el aticismo o antigua Musa ática con la mujer honrada que se viste con sencillez, y el asianismo con la mujer vacía e insensata que se embellece con lujosas galas (§ 1, 5-6).

Reniega de su patria, la Caria (§ 1, 7), y elogia a la ciudad de Roma, pues ve cómo los antiguos gustos literarios de la Grecia clásica se imponen en todo el Imperio, bien fuera por imitación delo que ocurría ya en Roma bien fuera «por imposición» de los gobernantes romanos (§ 3, 1). El estudio de Th. Hidber (Das klassizistische Manifest… ) ha puesto de actualidad este opúsculo de Dionisio, aunque sus conclusiones acerca del aticismo y la actitud de Dionisio ante Roma han sido muy contestadas.

Este breve preámbulo es, pues, una declaración de principios —políticos y literarios— y un avance provisional de sus proyectos como crítico literario, con una estructura muy simple:

1. Defensa de la oratoria filosófica frente a la nueva oratoria venida de Asia Menor: aticismo frente a asianismo (§§ 1 - 2).

2. Alabanza a Roma y a sus gobernantes por imponer los antiguos gustos literarios (§ 3).

3. Plan de la obra sobre los oradores e historiadores griegos de la antigüedad (§ 4).


SOBRE LOS ORADORES ANTIGUOS

Prólogo

Muchas gracias había que dar a [1 ] nuestra época 1 , excelentísimo Ameo 2 , porque algunos géneros literarios se ejerciten hoy día con más belleza que antaño; y, sobre todo, porque el estudio del discurso público 3 haya hecho un progreso muy positivo y no pequeño. En efecto, a lo largo de los siglos precedentes [2] la antigua oratoria filosófica 4 se desvanecía, injuriada y víctima de terribles ultrajes: tras la muerte de Alejandro de Macedonia comenzó a desinflarse y a extinguirse lentamente, y poco faltó para que en nuestros días llegase a su [3] definitiva desaparición 5 . Otra clase de oratoria 6 ocupó su lugar. Pero ésta, imposible de soportar por su teatralidad desvergonzada, era grosera y no se ocupaba de la filosofía ni de ninguna otra enseñanza noble, sino que tenía como fin oculto engañar a la gente aprovechándose de su ignorancia. Así, no solo vivía entre la abundancia y el lujo, con un aire [4] más fastuoso que la otra, sino que las magistraturas y el gobierno de las ciudades, aunque correspondían a la oratoria filosófica, los tomaba para sí. Pero era vulgar y muy desagradable, y acabó por hacer a Grecia semejante a las casas de esos hombres licenciosos y perversos. Pues igual que en [5] tales casas la esposa, noble y sensata, no es dueña de ninguno de sus propios bienes, sino que el honor de administrar toda la hacienda ha recaído en una amante insensata, que está allí para perdición del hogar e injuria y amenaza a la otra 7 , del mismo modo la antigua y autóctona Musa 8 ática [6] adquirió en cada ciudad, pero sobre todo en las de mayor nivel cultural —esta fue la peor de las desgracias—, una figura innoble y quedó despojada de sus mejores galas. Entre [7] tanto, la que llegó ayer o anteayer de los lugares más extraños de Asia, ya fuera misia, frigia o cualquier adefesio de Caria 9 , se atribuía el honor de dirigir las ciudades griegas tras expulsar de la actividad pública a la otra: ¡Sí, la ignorante e irreflexiva expulsó a la que era filósofa y sensata!

[2 ] Pero no solo, como dice Píndaro 10 , de los hombres justos el tiempo es su más excelso salvador 11 , sino también, ¡por Zeus!, de las artes, de las letras y de todas las demás [2] ocupaciones importantes. Nuestra época lo ha demostrado, bien por imperativo de algún dios, bien porque el período cíclico natural ha vuelto a su primitiva posición 12 o bien porque algún impulso humano empuja a la mayoría de los hombres a las mismas metas 13 . Pues ha sido nuestra época quien ha permitido a la antigua y prudente retórica recuperar el justo prestigio del que ya antes gozaba merecidamente, mientras impedía a la nueva e insensata retórica recoger el fruto de una gloria que no le correspondía y gozar de bienes ajenos.

Pero quizá no sería justo alabar por este solo hecho a [3] nuestro tiempo y a los hombres que se asocian para practicar la filosofía 14 , pues ellos fueron los primeros en dar a lo que es mejor un puesto más honorable que a lo que es inferior (con razón dice el refrán que el que comienza un trabajo tiene ya hecha la mitad de él 15 ), sino también porque nuestro tiempo fue la causa de que este cambio fuera rápido y el progreso grande. Pues, salvo algunas ciudades de Asia en [4] las que el aprendizaje de las cosas bellas resulta lento por la incultura, las demás han dejado de apreciar los discursos vulgares, fríos e insulsos. Y los que antes tenían un alto [5] concepto de ellos ahora se avergüenzan y se pasan poco a poco al bando contrario, excepto algunos que ya no tienen remedio. Y es que los que últimamente eligen el estudio de la oratoria desprecian esa clase de discursos y se burlan de su seriedad.

[3 ] Creo que la causa y el origen de tan gran cambio fueron la todopoderosa Roma —al obligar a toda la población de las ciudades a fijar en ella la mirada— y sus gobernantes, que administran los asuntos públicos según la virtud y con los más elevados fines y demuestran en la emisión de las sentencias haber recibido una excelente educación y poseer un noble carácter. Así, la parte juiciosa de la ciudad, dirigida por ellos, ha ido adquiriendo cada vez mayor pujanza, mientras la parte insensata ha sido obligada a comportarse [2] con sensatez. Hoy, por ejemplo, se escriben muchos libros de historia 16 que merecen nuestra atención, y se publican muchos discursos amenos 17 y tratados filosóficos 18 no desdeñables, ¡por Zeus!, y otros muchos escritos hermosos que, gracias al extremado celo que griegos y romanos ponen en ellos, han progresado y, como es natural, seguirán progresando. [3] No me extrañaría que, habiéndose producido tan gran cambio en este breve tiempo, aquel fervor por los discursos absurdos no se prolongue más allá de una generación: si lo que tenía la supremacía se ha convertido en algo insignificante, es fácil que lo insignificante acabe en la nada.

Pero dejaré ya de dar gracias a la época que hace posible [4 ] este cambio de situación, de alabar a los que saben elegir lo mejor, de hacer conjeturas sobre el futuro a partir del pasado y todas las cosas semejantes a estas que cualquier otro podría decir. Mi intención es hablar de aquellos asuntos gracias a las cuales lo mejor pueda alcanzar aún más pujanza, eligiendo para mi estudio un tema que despierte el interés común, que sea beneficioso para todos los hombres 19 y capaz de procurar el máximo provecho.

Éste es: «Quiénes son los oradores y los historiadores [2] más importantes de la antigüedad, cuáles fueron sus preferencias en la vida y en los discursos y qué hay que tomar y qué evitar de cada uno». ¡Bello objeto de estudio y muy necesario para los que se ejercitan en la filosofía política 20 ! Pero, ¡por Zeus!, en modo alguno frecuente ni trillado por los tratadistas anteriores. Al menos yo no sé de ningún escrito [3] de tales características, aunque he llevado a cabo una larga investigación sobre el asunto 21 . Sin embargo, no lo afirmo por saberlo con toda evidencia, pues tal vez existan algunos tratados de este género que se me hayan escapado. Además, sería muy presuntuoso, y casi rayano en la locura, ponerse uno mismo como árbitro de la historicidad de cada cuestión y declarar que no ha sucedido algo que es posible [4] que haya sucedido. Sobre todo esto, como decía, nada puedo asegurar.

Pero, como hay muchos buenos oradores e historiadores dignos de estudio, renunciaré a escribir sobre todos ellos, pues veo que se requeriría una obra muy voluminosa. Elegiré sólo a los más interesantes y hablaré de cada uno de ellos por orden cronológico: ahora sobre los oradores y, si ha lugar [5], también sobre los historiadores. Los oradores seleccionados serán tres de los más antiguos —Lisias 22 , Isócrates 23 e Iseo 24 — y tres que florecieron en la generación siguiente —Demóstenes 25 , Hiperides 26 y Esquines 27 —. Ellos son, a mi juicio, superiores a los demás. En consecuencia, el estudio será dividido en dos secciones 28 y se comenzará con la que se ha dedicado a los más antiguos.

Dichas estas advertencias, es el momento de volver sobre [6] el asunto propuesto.

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