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CAPÍTULO UNO

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6 de junio

15:47 horas

Dewey Beach, Delaware


Todo el cuerpo de Luke Stone temblaba. Miró su mano derecha, la mano del arma. La vio temblar mientras descansaba sobre su muslo. No podía hacer que se detuviera.

Sintió náuseas, lo suficiente como para vomitar. El sol se desplazaba hacia el oeste y su brillo lo mareaba.

Se iban en trece minutos.

Estaba sentado en el asiento del conductor de un Mercedes SUV negro de la Serie M, mirando hacia la casa donde podría estar su familia. Su esposa, Rebecca y su hijo, Gunner. Su mente quería evocar sus imágenes, pero no se lo permitió. Podrían estar en otro lugar, podrían estar muertos. Sus cuerpos podrían estar encadenados a pesados bloques de hormigón, pudriéndose en el fondo de la bahía de Chesapeake. Durante una fracción de segundo, vio el cabello de Rebecca moviéndose como las algas, de un lado a otro con la corriente, bajo el agua.

Sacudió la cabeza para alejar esa imagen.

Becca y Gunner habían sido secuestrados anoche, por agentes que trabajaban para los hombres que habían intentado derribar el gobierno de los Estados Unidos. Fue un golpe de estado y sus planificadores habían tomado a la familia de Stone como moneda de cambio, con la esperanza de evitar que él derrocara al nuevo gobierno.

No había funcionado.

–Ese es el lugar —dijo Ed Newsam.

–¿Seguro? —dijo Stone. Miró a su compañero en el asiento del pasajero. —¿Tú lo sabes?

Ed Newsam era puro músculo, grande, negro y tenso. Parecía un defensa de la NFL. No había suavidad en él por ninguna parte. Llevaba una barba muy corta y un corte de pelo militar. Sus enormes brazos estaban cubiertos de tatuajes.

Ed había matado a seis hombres ayer. Había sido alcanzado por fuego de ametralladora. Un chaleco antibalas le había salvado la vida, pero una bala perdida había encontrado su pelvis y se la había fisurado. La silla de ruedas de Ed estaba en el maletero del coche. Ni Ed ni Luke habían dormido durante los dos últimos días.

Ed miró la tablet que tenía en la mano y se encogió de hombros.

–Esa es la casa, seguro. Si están ahí o no, no lo sé. Supongo que estamos a punto de averiguarlo.

El edificio era una antigua casa de playa de tres dormitorios, un poco laberíntica, a tres calles del Océano Atlántico. Daba a la bahía y tenía un pequeño muelle. Se podría llegar con un bote de nueve metros hasta la parte de atrás, caminar tres metros de muelle, subir unos pasos y entrar a la casa. La noche era un buen momento para hacerlo.

La CIA había utilizado el lugar como casa franca durante décadas. En verano, Dewey Beach estaba tan abarrotada de turistas y universitarios de fiesta que los espías podrían colar allí a Osama bin Laden y nadie se daría cuenta.

–Cuando llegue el momento, no quieren que participemos —dijo Ed—, ni siquiera tenemos una misión. Eres consciente de eso, ¿verdad?

Luke asintió con la cabeza. —Lo sé.

El FBI era la agencia encargada de esta redada, junto con un equipo especial de intervención de la policía estatal de Delaware, que había venido de Wilmington. Habían estado desplegándose en silencio por el vecindario durante la última hora.

Luke había visto desarrollarse estas cosas cien veces. Una camioneta Verizon FIOS estaba estacionada al final de la calle, tenía que ser el FBI. Un barco de pesca estaba anclado a unos cien metros en la bahía, también federales. En unos minutos, a las 16:00 horas, ese bote haría una carrera repentina hacia el muelle de la casa franca.

En ese mismo instante, un camión blindado del equipo especial de intervención aparecería rugiendo por esta calle, otro vendría por la otra calle una manzana más allá, en caso de que alguien intentara escapar por los patios traseros. Iban a actuar fuerte y rápido y no dejarían ningún margen de maniobra.

Luke y Ed no estaban invitados. ¿Por qué iban a estarlo? Los policías y los federales iban a manejar esto según el manual y el manual decía que Luke no tenía objetividad, porque era su familia la que estaba allí. Si entraba, perdería la cabeza, se pondría en peligro a sí mismo, a su familia, a los demás oficiales y a toda la operación. Ni siquiera debería estar en esta calle en este momento, ni tan solo cerca de aquí. Eso es lo que decía el manual.

Pero Luke sabía el tipo de hombres que había dentro de esa casa. Probablemente los conocía mejor que el FBI o los grupos especiales de intervención. Estaban desesperados en este momento. Lo habían apostado todo para derrocar al gobierno y el complot había fallado. Se exponían a cargos por traición, secuestro y asesinato. Trescientas personas habían muerto en el intento de golpe de estado hasta el momento, incluido el Presidente de los Estados Unidos. La Casa Blanca había sido destruida, en un ataque radiactivo. Pasarían años antes de que se reconstruyera.

Luke había estado con la nueva Presidenta la noche anterior y esta mañana, y no estaba dispuesta a mostrar misericordia. La ley estaba muy clara: la traición se castigaba con la muerte, la horca, el pelotón de fusilamiento. El país podría aplicar los procedimientos de la vieja escuela durante un tiempo y, si era así, los hombres como los que estaban dentro de esa casa iban a recibir la peor parte.

De todos modos, no entrarían en pánico. Estos no eran delincuentes comunes. Eran hombres altamente cualificados y entrenados, hombres que habían entrado en combate y que habían ganado, contra todo pronóstico. La palabra rendición no formaba parte de su vocabulario. Eran muy, muy inteligentes y serían difíciles de desalojar. Una redada corriente del equipo especial de intervención no iba a ser suficiente.

Si la esposa y el hijo de Luke estaban allí y si los hombres de dentro se las arreglaban para repeler el primer ataque… Luke se negó a pensarlo.

No era una opción.

–¿Qué vas a hacer? —dijo Ed.

Luke miró por la ventana el cielo azul. —¿Qué harías tú en mi lugar?

Ed no se anduvo por las ramas. —Entraría tan fuerte como pudiera. Mataría a todos los hombres que viera.

Luke asintió con la cabeza. —Yo también.

*

El hombre era un fantasma.

Estaba de pie en una de las habitaciones del piso de arriba, en la parte trasera de la vieja casa de playa, mirando a sus prisioneros. Una mujer y un niño pequeño, escondidos en una habitación sin ventanas. Estaban sentados uno al lado del otro en sillas plegables, con las manos esposadas a la espalda y los tobillos atados juntos. Llevaban capuchas negras sobre sus cabezas, para que no pudieran ver. El hombre les había quitado las mordazas, para que la mujer pudiera hablar en voz baja con su hijo y mantenerlo tranquilo.

–Rebecca —dijo el hombre—, podríamos tener un poco de revuelo aquí dentro de un rato. Si eso pasa, quiero que tú y Gunner os quedéis callados, sin gritar ni pedir auxilio. Si lo hacéis, tendré que venir aquí y mataros a los dos. ¿Entiendes lo que digo?

–Sí —dijo ella.

–¿Gunner?

Debajo de su capucha, el chico emitió una especie de gemido.

–Está demasiado asustado para hablar —dijo la mujer.

–Eso está bien —dijo el hombre—. Debería tener miedo. Es un chico inteligente. Y un chico inteligente no hará ninguna tontería, ¿verdad?

La mujer no respondió. Satisfecho, el hombre asintió para sí mismo.

Tiempo atrás, el hombre tenía un nombre. Luego, con el tiempo, tuvo diez nombres más. Ahora ya no se preocupaba de los nombres. Se presentaba como “Brown”, si esas sutilezas eran necesarias. Sr. Brown, le gustaba ese nombre, le hacía pensar en cosas muertas. Hojas muertas en otoño, bosques quemados y estériles, meses después de que un incendio lo destruyera todo.

Brown tenía cuarenta y cinco años, era corpulento y todavía era fuerte. Había sido un soldado de élite y se mantuvo así. Había aprendido a soportar el dolor y el agotamiento hace muchos años, en la Academia Navy SEAL. Había aprendido a matar y a no dejarse matar, en una docena de puntos calientes en todo el mundo. Había aprendido a torturar en la Escuela de las Américas. Había puesto en práctica lo que aprendió en Guatemala y El Salvador y más tarde, en la Base de la Fuerza Aérea de Bagram y la Bahía de Guantánamo.

Brown ya no trabajaba para la CIA. No sabía para quién trabajaba y no le importaba. Era un profesional independiente y le pagaban por su trabajo.

El dinero, en grandes cantidades, llegaba en efectivo. Bolsas de lona llenas de billetes nuevos de cien dólares, depositadas en el maletero de un sedán de alquiler en el Aeropuerto Nacional Reagan. Un maletín de cuero con medio millón de dólares, en billetes variados de diez, veinte y cincuenta, de series de 1974 y 1977, esperando en una taquilla de un gimnasio en los suburbios de Baltimore. Eran billetes viejos, pero nunca antes habían sido tocados y eran tan buenos como cualquier General Grant emitido en 2013.

Hace dos días, Brown recibió un mensaje para venir a esta casa. Sería su casa hasta nuevo aviso y su trabajo era dirigirla. Si alguien aparecía, él estaba a cargo. Bien, Brown era bueno en muchas cosas y una de ellas era ser el jefe.

Ayer por la mañana, alguien voló la Casa Blanca. El Presidente y la Vicepresidenta escaparon al búnker de Mount Weather, con aproximadamente la mitad del gobierno civil. Anoche, alguien hizo explotar Mount Weather con todos dentro. Un par de horas después, una nueva Presidenta subió al escenario, la anterior Vicepresidenta. Bien.

Un cambio total, de liberales a conservadores, dirigiendo el espectáculo y todo sucedió en el transcurso de un día. Naturalmente, el público necesitaba a alguien a quien culpar y los nuevos dueños apuntaron con sus dedos hacia Irán.

Brown esperó para ver qué sucedía después.

A última hora de la noche, cuatro hombres llegaron al muelle trasero en una lancha motora. Los chicos trajeron a esta mujer y al niño. Los prisioneros pertenecían a alguien llamado Luke Stone. Aparentemente, la gente pensaba que Stone podría convertirse en un problema. Esta mañana, quedó claro cuán problemático era.

Cuando el humo se disipó, todo el derrocamiento se vino abajo en cuestión de horas. Y allí estaba Luke Stone, de pie sobre los escombros.

Pero Brown todavía tenía a la esposa y al hijo de Stone y no tenía ni idea de qué hacer con ellos. Las comunicaciones estaban cortadas, por decirlo suavemente. Probablemente debería haberlos matado y abandonado la casa, pero en lugar de eso esperó órdenes que nunca llegaron. Ahora, había una furgoneta Verizon FIOS frente a la casa y un barco de pesca camuflado a unos cien metros en el agua.

¿Pensaban que era tan tonto? Jesús. Podía verlos venir a un kilómetro de distancia.

Salió al pasillo. Dos hombres estaban allí de pie. Ambos mediaban la treintena, cabello enmarañado y largas barbas, operadores especiales de por vida. Brown conocía ese aspecto. También conocía la mirada en sus ojos. No era miedo.

Era emoción.

–¿Cuál es el problema? —dijo Brown.

–Por si no lo has notado, estamos a punto de ser atacados.

Brown asintió con la cabeza. —Lo sé.

–No puedo ir a la cárcel —dijo el Barbudo nº 1.

El Barbudo nº 2 asintió. —Yo tampoco.

Brown estaba de acuerdo con ellos. Incluso antes de que esto sucediera, si el FBI descubriera su verdadera identidad, se enfrentaría a múltiples cadenas perpetuas. ¿Ahora? Olvídalo. Les llevaría meses identificarlo y, mientras tanto, se sentaría en alguna cárcel de algún condado, rodeado de matones barriobajeros. Y, tal como estaban las cosas en este momento, no podía contar con un ángel que interviniera y lo hiciera desaparecer todo.

Aun así, se sentía tranquilo. —Este lugar es más inaccesible de lo que parece.

–Sí, pero no hay salida —dijo el Barbudo nº 1.

Eso era cierto.

–Entonces, los mantenemos a raya y vemos si podemos negociar algo. Tenemos rehenes. —Brown no se lo creyó, tan pronto como las palabras salieron de su boca. ¿Negociar qué, un salvoconducto? ¿Salvoconducto hacia dónde?

–No van a negociar con nosotros —dijo el Barbudo nº 1. —Nos mentirán hasta que un francotirador tenga un blanco claro.

–Está bien —dijo Brown—, entonces, ¿qué queréis hacer?

–Pelear —dijo el Barbudo nº 2— y, si nos hacen retroceder, volveré aquí y meteré una bala en la cabeza de nuestros invitados antes de meterme una yo mismo.

Brown asintió con la cabeza. Había estado en muchos apuros antes y siempre había encontrado una salida. Todavía podría haber una salida de este. Él pensaba que sí, pero no se lo dijo. Solo algunas ratas podrían salir de un barco que se hunde.

–Muy bien —dijo—, eso es lo que haremos. Ahora, a vuestros puestos.

*

Luke se encogió de hombros con su pesado chaleco táctico. El peso se apoderó de él. Se abrochó el cinturón del chaleco, aliviando un poco el peso sobre sus hombros. Sus pantalones militares estaban forrados con una ligera armadura Dragon Skin. En el suelo, a sus pies, había un casco de combate con máscara facial.

Él y Ed estaban detrás del maletero abierto del Mercedes. La ventana trasera ahumada los ocultaba un poco de las ventanas de la casa. Ed se apoyó contra el coche, mientras Luke sacaba su silla de ruedas, la abría y la colocaba en el suelo.

–Genial —dijo Ed, sacudiendo la cabeza. —Ya tengo mi carro y estoy listo para la batalla. —Se le escapó un suspiro.

–Este es el trato —dijo Luke. —Tú y yo no estamos jugando. Cuando entre el equipo de intervención especial, probablemente ametrallarán la puerta del porche que da al muelle y derribarán la puerta del patio trasero. No creo que eso funcione, supongo que la puerta del patio trasero es de acero doble y no se moverá, por lo que el porche se convertirá en una tormenta de fuego. ¿Hay espías fantasma allí y no van a tener las puertas cubiertas? Venga, hombre. Creo que nuestros muchachos serán repelidos. Esperemos que nadie salga herido.

–Amén —dijo Ed.

–Voy a intervenir después de la acción inicial. Con esta. —Luke sacó una ametralladora Uzi del maletero.

–Y esta. —Sacó una Remington 870 recortada.

Sintió el gran peso de ambas armas. Ese peso era tranquilizador.

–Si los policías entran y aseguran el lugar, genial. Si no pueden entrar, no tenemos tiempo que perder. Las Uzi llevan munición anti-blindaje de sobrepresión fabricada en Rusia. Deberían atravesar la mayoría de las armaduras que los malos pudieran llevar. Tengo media docena de cargadores llenos, por si los necesito. Si termino en una pelea en el pasillo, usaré la escopeta. Entonces voy a destrozar piernas, brazos, cuellos y cabezas.

–Sí, pero ¿cómo planeas entrar? —dijo Ed. —Si los policías no están dentro, ¿cómo entras?

Luke metió la mano en el maletero y sacó un lanzagranadas M79. Parecía una gran escopeta recortada con la culata de madera. Se lo entregó a Ed.

–Tú me meterás.

Ed tomó el arma en sus grandes manos. —Precioso.

Luke metió la mano y agarró dos cajas de granadas M406, cuatro por caja.

–Quiero que te sitúes calle arriba, detrás de los coches que están estacionados al otro lado de la calle. Justo antes de que yo llegue allí, ábreme un bonito agujero en la pared. Esos tipos se centrarán en las puertas, esperando que los policías intenten derribarlas. Vamos a poner una granada justo en su regazo.

–Bien —dijo Ed.

–Después de que explote la primera, dales otra de buena suerte. Luego, retírate del peligro.

Ed pasó la mano por el cañón del lanzagranadas. —¿Crees que es seguro hacerlo de esta manera? Quiero decir… tu familia está allí.

Luke miró a la casa. —No lo sé. Pero en la mayoría de los casos que he visto, la habitación de los prisioneros está arriba o en el sótano. Estamos en la playa y el nivel freático es demasiado alto para que haya un sótano. Así que, supongo que, si están en esta casa, están arriba, en el extremo derecho, el que no tiene ventanas.

Miró su reloj. 16:01 horas.

En el momento justo, un automóvil blindado azul rugió a la vuelta de la esquina. Luke y Ed lo vieron pasar. Era un Lenco BearCat con blindaje de acero, escotillas, focos y todos los adornos.

Luke sintió un cosquilleo en el pecho, era miedo. Era pavor, había pasado las últimas veinticuatro horas fingiendo que no sentía ninguna emoción por el hecho de que los asesinos a sueldo tuvieran retenidos a su esposa y a su hijo. De vez en cuando, sus sentimientos reales al respecto amenazaban con abrirse paso. Pero los pisoteó de nuevo.

No había lugar para los sentimientos en este momento.

Miró a Ed, sentado en su silla de ruedas, con un lanzagranadas en el regazo. La cara de Ed era dura, sus ojos eran fríos como el acero. Ed era un hombre que vivía sus valores, Luke lo sabía. Esos valores incluían lealtad, honor, coraje y la aplicación de una fuerza abrumadora del lado de lo que era bueno y correcto. Ed no era un monstruo. Pero en este momento, también podría serlo.

–¿Estás listo? —dijo Luke

La cara de Ed apenas cambió. —Nací listo, hombre blanco. La pregunta es, ¿estás listo tú?

Luke cargó con sus armas y cogió su casco. —Estoy listo.

Se puso el suave casco negro sobre la cabeza y Ed hizo lo mismo con el suyo. Luke bajó la visera. —Intercomunicadores conectados —dijo.

–Conectados —dijo Ed. Parecía que Ed estuviera dentro de la cabeza de Luke—. Te escucho alto y claro. Ahora, terminemos con esto. —Ed comenzó a alejarse por la calle.

–¡Ed! —le dijo Luke a la espalda del hombre. —Necesito un gran agujero en esa pared. Algo por donde pueda entrar.

Ed levantó una mano y siguió adelante. Un momento después estaba detrás de la línea de coches aparcados al otro lado de la calle y fuera de la vista.

Luke dejó la puerta del maletero abierta. Se agachó detrás de ella. Acarició todas sus armas. Tenía una Uzi, una escopeta, una pistola y dos cuchillos, por si acaso. Respiró hondo y miró hacia el cielo azul. Él y Dios no estaban exactamente en buena onda. Sería útil si algún día pudieran ponerse de acuerdo sobre algunas cosas. Si Luke alguna vez había necesitado a Dios, era ahora.

Una nube gorda, blanca y de movimiento lento flotaba en el horizonte.

–Por favor —dijo Luke a la nube.

Un momento después, comenzaron los disparos.

Juramento de Cargo

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