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Capítulo 7
ОглавлениеLa propiedad del señor Bennet consistía casi enteramente en una renta de dos mil libras al año, la cual, desafortunadamente para sus hijas, estaba destinada, por falta de herederos varones, a un pariente lejano; y la fortuna de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podía suplir a la de su marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había dejado cuatro mil libras.
La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips, quien, habiendo sido dependiente del padre, le había sucedido en el cargo y un hermano en Londres que ocupaba una respetable posición en el comercio.
El pueblo de Longbourn estaba sólo a una milla de Meryton, distancia muy conveniente para las muchachas, quienes iban allí tres o cuatro veces a la semana para visitar a su tía y, de paso, detenerse en una tienda de sombreros que había cerca de su casa. Las que más frecuentaban Meryton eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar más ociosas que sus hermanas, y cuando no se les ofrecía nada mejor, decidían que para pasar bien la mañana, un paseo a la ciudad era necesario, de manera de tener tema de conversación para la tarde, ya que aunque las noticias no abundaban abundar en la localidad, su tía siempre tenía algo que contar. De momento estaban bien provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un regimiento militar que iba a quedarse todo el invierno y tenía en Meryton su cuartel general.
Ahora las visitas a la señora Phillips proporcionaban una información de lo más interesante. Cada día añadían un nuevo conocimiento a lo que ya sabían de los nombres y las familias de los oficiales. El lugar donde se alojaban ya no era un secreto y pronto empezaron a conocer a los oficiales en persona. El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinas una insospechada fuente de felicidad. No hablaba de otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, de la que tanto le gustaba parlotear, ya no valía la gran cosa en comparación con el uniforme de un alférez.
Después de oír una mañana el entusiasmo con que sus hijas se referían al tema, el señor Bennet observó fríamente:
–De cuanto puedo sacar en limpio de vuestra manera de hablar, debéis de ser las muchachas más tontas de toda la comarca. Hace tiempo lo sospechaba, pero ahora ya estoy convencido de que es así.
Catherine quedó desconcertada y no contestó. Lydia, con absoluta indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Carter, y manifestó su esperanza de verlo aquel mismo día, pues a la mañana siguiente se marchaba a Londres.
–Me asombra, querido –dijo la señora Bennet–, que estés siempre tan predispuesto a hablar de la necedad de tus propias hijas. Si yo despreciase a alguien, sería a las hijas de los demás, no a las mías.
–Si mis hijas son tontas, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.
–Sí, pero el caso es que son muy listas.
–Presumo que ese es el único punto en el que no estamos de acuerdo. Siempre deseé coincidir contigo en todo, pero en esto difiero, porque nuestras dos hijas menores son rematadamente tontas.
–Mi querido Bennet, no pretenderás que estas niñas tengan tanto sentido como sus padres. Supongo que cuando lleguen a nuestra edad no hablarán de los oficiales más de lo que lo hacemos nosotros ahora. Me acuerdo de una época en la que me gustó mucho una casaca roja, y la verdad es que todavía lo llevo en mi corazón. Y si un joven coronel con cinco o seis mil libras anuales quisiera a una de mis hijas, no se me ocurriría negársela. Encontré muy bien al coronel Forster la otra noche en casa de sir William.
–Mamá –dijo Lydia–, la tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter ya no van tanto a casa de los Watson como antes. Ahora los ve mucho en la librería de Clarke.
La señora de Bennet no pudo responder por la llegada de un lacayo con una carta para Jane; venía de Netherfield, y aguardaba contestación. Los ojos de la señora Bennet brillaron de alegría y estaba impaciente por que su hija acabase de leer.
–Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿qué dice? Vamos, apresúrate. Date prisa y dinos, date prisa, cariño.
–Es de la señorita de Bingley –dijo Jane; y la leyó en voz alta–: «Mi querida amiga: Si tienes compasión de nosotras, ven a cenar hoy con Louise y conmigo, si no, estaremos expuestas a odiarnos la una a la otra el resto de nuestras vidas, porque dos mujeres juntas todo el día no pueden acabar sin pelearse. Ven tan pronto como te sea posible, después de recibir esta nota. Mi hermano y los demás señores cenarán con los oficiales. Saludos, Caroline Bingley.»
–¡Con los oficiales! –exclamó Lydia– ¡Qué raro que la tía no nos lo haya dicho!
–Comer fuera –dijo el señor Bennet– es una desgracia.
–¿Puedo disponer del coche? –preguntó Jane.
–No, querida mía. Es mejor que vayas a caballo, porque parece que va a llover, en cuyo caso tendrás que quedarte a pasar la noche.
–Sería un buen plan –dijo Elizabeth–, si estuvieras segura de que no se van a ofrecer para traerla a casa.
–Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a Meryton y los Hurst no tienen caballos propios.
–Preferiría ir en el carruaje
–Sí, querida; pero estoy segura de que tu padre no puede ceder los caballos. Se necesitarán en la granja, ¿no es así, señor Bennet?
–Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo ofrecerlos.
–Si puedes ofrecerlos hoy –dijo Elizabeth–, los deseos de mi madre se verán cumplidos.
Por fin forzó a su padre a confesar que los caballos del coche estaban ocupados, de manera que Jane se vio obligada a ir a caballo. Su madre la despidió en la puerta con muy cariñosos pronósticos de mal tiempo. Sus vaticinios se cumplieron: no se había alejado mucho Jane cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba encantada. No paró de llover en toda la tarde; era obvio que Jane no podría volver...
–Verdaderamente, ha sido una feliz idea la mía –repetía la señora Bennet, como si hacer llover fuese cosa suya. Pero hasta la mañana siguiente no supo nada del resultado de su estratagema. Apenas habían acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield trajo la siguiente nota para Elizabeth: «Mi querida Lizzy: No me encuentro muy bien esta mañana, lo que supongo poder atribuir a haber llegado ayer calada hasta los huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme hablar de volver a casa hasta que no esté mejor. Insisten en que me vea el señor Jones, así no os alarméis si os enteráis de que ha venido a visitarme. No tengo nada más que la garganta resentida y dolor de cabeza. Tuya siempre, Jane.»
–Bien, querida –dijo el señor Bennet una vez que Elizabeth acabó de leer la carta en voz alta–, si tu hija contrajera una enfermedad peligrosa o se muriese sería un gran consuelo saber que todo fue por conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.
–¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no muere por resfriados insignificantes. Tendrá buenos cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a verla, si pudiese disponer del coche.
Elizabeth, que estaba verdaderamente preocupada, tomó la determinación de ir a verla. Como no podía disponer del coche ni montaba bien, su único recurso era ir a pie.
–¿Cómo puedes ser tan tonta? –exclamó su madre–. ¿Cómo se te puede ocurrir semejante cosa? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías hecha un desastre!
–Estaré muy bien para ver a Jane.
–¿Es esto una indirecta para que mande a buscar los caballos, Lizzy? –dijo su padre.
–No, por cierto. No me importa caminar. La distancia no es nada teniendo un motivo. Son sólo tres millas. Estaré de regreso para cenar.
–Admiro tu bondad –observó Mary–, pero todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por la razón, y a mi juicio, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se pretende.
–Iremos contigo hasta Meryton –dijeron Catherine y Lydia.
Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron juntas.
–Si nos apuramos –dijo Lydia mientras caminaban–, tal vez podamos ver al capitán Carter antes de que se marche.
En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a casa de la esposa de uno de los oficiales, y Elizabeth continuó sola su camino. Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltando cercas y lodazales con impaciencia hasta que por fin se encontró ante la casa, fatigada, con las medias mojadas y el rostro encendido por el ejercicio.
La introdujeron al comedor donde estaban todos reunidos menos Jane y su presencia causó mucha sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les parecía increíble que hubiese caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo tan espantoso. Elizabeth notó que la menospreciaban por ello. No obstante, fue recibida con mucha cortesía, pero en los modales de Bingley percibió algo más que gentileza: había buen humor y amabilidad. Darcy habló poco y el señor Hurst, nada en absoluto. El primero fluctuaba entre la admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado al rostro de Elizabeth y la duda de si el motivo justificaba el que hubiese venido sola desde tan lejos. El segundo sólo pensaba en su almuerzo.
Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no fueron contestadas favorablemente. Jane había dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía bastante fiebre y no se encontraba en condiciones de salir de su habitación. Elizabeth se alegró de que la condujesen a verla inmediatamente; y Jane, que sólo se había contenido de expresar en su nota cómo deseaba esa visita, por miedo a provocar alarma, se alegró muchísimo al verla entrar. De todos modos, no se sentía con ánimos para mucha conversación, y cuando la señorita Bingley las dejó solas, dijo pocas cosas, excepto expresar su gratitud por la extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella casa. Elizabeth la asistió en silencio.
Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se reunieron con ellas; y a Elizabeth empezaron a gustarle al ver el afecto y la solicitud que mostraban por Jane. El médico vino y, tras examinar a la paciente, dijo, como era de suponer, que había pescado un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez en la cama y le recetó algunas medicinas.
Lo prescripto se cumplió inmediatamente y al pie de la letra, ya que la fiebre había aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth no abandonó la habitación ni un solo instante y las otras señoras tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores estaban fuera porque en realidad nada tenían que hacer allí.
Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo expresó. La señorita Bingley le ofreció el coche; Elizabeth sólo estaba esperando que insistiese un poco más para aceptarlo, cuando Jane tal pesar por separarse de ella que la señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento del landó en una invitación a quedarse en Netherfield. Elizabeth aceptó muy agradecida, y mandaron un criado a Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y para traerle algunas ropas.