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Capítulo 17

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Al día siguiente Elizabeth le contó a Jane todo lo que habían hablado con Wickham. Jane escuchó con asombro e interés. No podía creer que Darcy fuese tan indigno de la estimación de Bingley; y, no obstante, no se atrevía a dudar de la veracidad de un hombre de apariencia tan afable como Wickham.

La sola posibilidad de que hubiese sufrido semejante crueldad era suficiente para avivar sus más tiernos sentimientos y, por consiguiente no restaba para ella sino pensar bien de am­bos, defender la conducta de los dos y atribuir a la casualidad o a error lo que no podía explicarse de otro modo

–Tengo la impresión –decía– de que ambos han sido engañados de una ma­nera u otra, y en algo de que no podemos formarnos idea, estoy segura. En fin, no podemos conjeturar las causas o las circunstancias que los han separado sin que ni uno ni otro sean culpables.

–Muy cierto; y ahora, querida Jane, ¿qué tienes que decir en favor de esa gente interesada que probablemente tuvo que ver en el asunto? Defiéndelos también, si no nos veremos obligadas a pensar mal de alguien.

–Ríete cuanto gustes, pero no me harás cambiar de opinión. Considera, querida Lizzy, en cuán des­graciada situación coloca al señor Darcy el hecho de haber tratado de semejante modo al favorito de su pa­dre, a aquel de quien su padre había prometido cuidar. Es imposible. Nadie medianamente bueno, que aprecie algo el valor de su conducta, es capaz de hacerlo. ¿Es posible que sus amigos más íntimos estén tan engañados respecto a él? ¡Oh, no!

–Creería que el señor Bingley se hallaba enterado de eso, antes de pensar que el señor Wickham inventara tal historia con nombres, hechos, y que la cuente con tanta naturalidad. Y si no es así, que sea el señor Darcy el que lo niegue. Además, había sinceridad en sus ojos.

–Es realmente difícil, es lamentable. Uno no sabe qué pensar.

–Perdona, pero uno sabe exactamente qué pensar.

Pero Jane podía dar por cierta sólo una cosa: que si Bingley estaba enterado de eso sufriría mucho cuan­do el asunto se hiciese público.

Las dos jóvenes charlaban en el jardín cuando fueron a avisarles de la llegada de algunas de las personas de las que estaban hablando. Bingley y sus hermanas venían para invitarlas personalmente al tan esperado baile de Netherfield, que había sido fijado para el martes siguiente. Las Bingley se alegraron mucho de ver a su querida amiga. Dijeron que llevaban un siglo sin verse y le preguntaban continuamente qué había sido de ella desde su separación. Al resto de la familia les prestaron escasa atención, huyendo de la señora Bennet todo lo posible. Con Elizabeth hablaron muy poco y a las demás ni siquiera les dirigieron la palabra. Se fueron en seguida, levantándose de sus asientos con una prontitud que dejó pasmado a su hermano. Salieron con tanta prisa que parecían impacientes por escapar de las atenciones de la señora Bennet.

La perspectiva del baile de Netherfield resultaba extraordinariamente grata a todos los integrantes femeninos de la familia. La señora Bennet lo tomó como un cumplido dedicado a su hija mayor y se jactaba de modo especial de haber recibido la invitación del pro­pio Bingley y no por medio de una ceremoniosa tarjeta. Jane imaginaba una feliz velada en compañía de sus dos amigas y con las atenciones del hermano, y Elizabeth pensaba con deleite en bailar todo el tiempo con el señor Wickham y en ver confirmada toda la historia en las miradas y el comportamiento del señor Darcy. La dicha se prometían Catherine y Lydia dependía menos de un simple hecho o de una persona en particular, porque, aunque las dos, como Elizabeth, pensaban bailar la mitad de la noche con Wickham, no era ni mucho menos la única pareja que podía satisfacerlas, y, al fin y al cabo, un baile era un baile. Incluso Mary llegó a asegurar a su familia que tampoco a ella le disgustaba la idea de ir.

–Mientras pueda tener las mañanas para mí –dijo–, es suficiente. No me supone ningún sacrificio aceptar ocasionalmente compromisos para la noche. Todos nos debemos a la sociedad, y confieso que soy de las que consideran que los intervalos de recreo y diversión son recomendables para todo el mundo.

Elizabeth estaba tan animada por la ocasión que, a pesar de que no solía hablarle a Collins más que cuando era indispensable, no pudo evitar preguntarle si tenía intención de aceptar la invitación del señor Bingley y si así lo hacía, si le parecía procedente asistir a fiestas nocturnas. Y se quedó sorprendida cuando Collins contestó que no tenía ningún reparo al respecto, y que no temía ser censurado por el arzobispo ni lady Catherine de Bourgh por aventurarse al baile.

–Te aseguro que de ninguna manera creo –dijo– que un baile como este, organizado por hombre de categoría para gente respetable, pueda ocultar algo de malo. No tengo ningún inconveniente en bailar y espero tener el honor de hacerlo con todas mis bellas primas. Aprovecho ahora esta oportunidad para pedirte, precisamente a ti, los dos primeros bailes, preferencia que confío que mi prima Jane sepa atribuir a la causa debida, y no a un desprecio hacia ella.

Elizabeth se quedó totalmente desilusionada. ¡Se había propuesto dedicar Wickham esos dos bailes tan especiales! ¡Y ahora tenía que bailarlos con Collins! su pregunta no había podido salirle peor, pero, ¿qué podía hacer? No le quedaba más remedio que dejar su dicha y la de Wickham para un poco más tarde y aceptar la propuesta de Collins con el mejor ánimo posible. No le hizo ninguna gracia su galantería porque detrás de ella se escondía algo más. Entonces, por primera vez se le ocurrió pensar que era ella la elegida entre todas las hermanas para ser la señora de la casa parroquial de Hunsford y para asistir a las partidas de cuatrillo de Rosings en ausencia de visitantes más selectos. Esta idea no tardó en convertirse en convicción cuando observó las crecientes atenciones de Collins para con ella y oyó sus frecuentes tentativas de elogiar su ingenio y vivacidad. Aunque más atónita que complacida por el efecto de sus encantos, su madre no tardó en darle a entender que la posibilidad de aquel matrimonio le agradaba en exceso. Sin embargo, Elizabeth prefirió no darse por aludida, segura de que cualquier réplica tendría como consecuencia una seria discusión. Probablemente el señor Collins nunca le haría semejante proposición, y mientras no la hiciese era una pérdida de tiempo discutir sobre eso.

Si no hubiesen tenido que hacer los preparativos para el baile de Netherfield, las Bennet más jóvenes habrían llegado a un estado digno de compasión, ya que desde el día de la invitación hasta el del baile, la lluvia no cesó un momento, impidiéndoles ir ni una sola vez a Meryton. Ni tía, ni oficiales, ni chismes que contar. Incluso los centros de rosas para el baile de Netherfield tuvieron que hacerse por encargo. Hasta Elizabeth vio su paciencia puesta a prueba con aquel mal tiempo que suspendió totalmente el progreso de su relación con Wickham. Sólo el baile del martes pudo hacer soportable a Catherine y a Lydia un viernes, sábado, domingo y lunes como aquellos.

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