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Capítulo 4

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Cuando Jane y Elizabeth quedaron solas, Jane, que antes había elogiado con mucha cautela a Bingley, expresó a su hermana cuánto lo admiraba.

–Es todo lo que un hombre joven debería ser –dijo–, sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una educación tan perfecta.

–Y también es guapo –replicó Lizzy–, lo cual nunca está de más en un joven. De modo que es un hombre completo.

–Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

–¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre nosotras. A ti los cumplidos siempre te toman de sorpresa, a mí, nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por segunda vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más bonita que todas las demás mujeres que había en el salón. No agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que es muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado muchas personas estúpidas.

–¡Lizzy, querida!

–¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a que te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie. Todo el mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído hablar mal de un ser humano en mi vida.

–No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero siempre digo lo que pienso.

–Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan ciega para las locuras y tonterías de los demás, con el buen sentido que tienes. Fingir candor es algo bastante corriente, se ve en todas partes. Pero ser cándido sin ostentación ni premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno, mejorarlo aun, y no decir nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y también te gustan sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se parecen en nada a los de él.

–Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con ellas son muy amables. La señorita Bingley va a venir a vivir con su hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o estoy segura de que encontraremos en ella una vecina encantadora.

Lizzy escuchó en silencio, pero no se convenció; el comportamiento de las hermanas de Bingley en la reunión no había sido a pro­pósito para agradar a nadie, y con más viveza de ob­servación y menor flexibilidad de temperamento que su hermana, así como con juicio sobradamente libre de atenciones a sí misma, se encontraba poco dispuesta a la aprobación. Eran, en efecto, señoras muy finas; no les faltaba buen humor cuando eran complacidas, ni deja­ban de resultar agradables cuando lo anhelaban; pero parecían orgullosas y vanas. Eran más bellas que otra cosa; habían sido educadas en uno de los mejores colegios particulares de la capital, poseían una fortuna de veinte mil libras, tenían la costumbre de gastar más de lo debido y de juntarse con gente de alto rango, sien­do inclinadas por lo tanto a pensar bien en todo de sí mismas y medianamente de las demás. Pertenecían a una respetable familia del norte de Inglaterra, circunstancia más impresa en su memoria que el hecho de que su propia fortuna y la de su hermano habían sido ganadas en el comercio.

Bingley había heredado unas cien mil libras de su padre, quien ya había tenido la intención de comprar una propiedad pero no vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma forma y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de la libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en Netherfield y dejase la compra para la generación venidera.

Sus hermanas estaban ansiosas de que él tuviera una mansión de su propiedad. Pero aunque en el momento no fuese más que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de estar deseosa de presidir su mesa, ni la señora de Hurst, que se había casado con un hombre de más ele­gancia que medios, se veía por aquello menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya propia siempre que le conviniese. No hacía sino dos años que Bingley era mayor de edad cuando, por una casual re­comendación, se decidió a conocer la posesión en Netherfield. La vio por fuera y por dentro durante media hora, le agradó el estado y las principales habitaciones de la casa, y se dio por satisfecho con las ponderaciones del propietario, alquilándola inmediatamente.

Entre él y Darcy reinaba firme amistad, a pesar de tener caracteres tan opuestos. Bingley había ganado la simpatía de Darcy por su carácter abierto y dócil, así como por su naturalidad, aunque ningún temperamento ofreciese mayor contraste al suyo. Bingley sabía el respeto que Darcy le tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como en su buen criterio. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era nada tonto, pero Darcy era mucho más inteligente. También arrogante, reservado y quisquilloso, y aunque era muy educado, sus modales no lo hacían nada atractivo. En lo que a esto respecta su amigo llevaba todas las de ganar: Bingley tenía asegurado agradar ahí donde se presentase, mientras Darcy resultaba siempre ofensivo

La manera como hablaron de la reunión de Meryton fue suficientemente característica. Bingley jamás se ha­bía hallado con gente más agradable ni con muchachas más bonitas, todo el mundo se había mostrado atento y afable con él; no había habido etiqueta ni rigidez, y en cuanto a la mayor de las Bennet, no podía concebirse ángel más bello. Darcy, por el contrario, había visto una colección de personas donde aparecía escasa belleza y ninguna elegancia, por ninguna de las cuales sentía el menor interés, así como de ninguna había recibido atenciones ni satisfacción. Reconocía que la mayor de las Bennet era bonita, pero notaba que se sonreía demasiado.

La señora Hurst y su hermana coincidían que así era, pero la admiraron y gustaron de ella, declarándola muchacha dulce y de quien no rechazarían mayor intimidad. Así, pues, Jane declarada una muchacha dulce, y con semejante re­comendación, Bingley autorizado para pensar en ella cómo y cuándo quisiera.

Orgullo y prejuicio

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