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Capítulo 14

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Durante la cena, el señor Bennet apenas habló, pero cuando los criados ya se habían retirado, creyó llegado el momento oportuno para conversar con su huésped. Comenzó con un tema que creía sería de su agrado, y le dijo que había tenido mucha suerte con su patrona. La atención que lady Catherine de Bourgh prestaba a sus deseos y su preocupación por su bienestar eran extraordinarios. El señor Bennet no pudo haber elegido nada mejor. Collins elogió de lady Catherine con gran elocuencia y solemnidad y, dándose mucha importancia, afirmó que nunca había visto un comportamiento como el de lady Catherine una persona de su alcurnia ni tal afabilidad y condescendencia. Se había dignado dar su aprobación a los dos sermones que ya había tenido el honor de pronunciar en su presencia; lo había invitado a comer en Rosings en dos oportunidades, y el mismo sábado anterior mandó a buscarlo para que completase su partida de cuatrillo durante la velada. Conocía a muchas personas que tenían a lady Catherine por orgullosa, pero él no había visto nunca en ella más que afabilidad. Siempre le habló como lo haría a cualquier otro caballero; no se oponía a que frecuentase a las personas de la vecindad, ni a que abandonara por una o dos semanas la parroquia a fin de ir a ver a sus parientes. Siempre había tenido a bien recomendarle que se casara cuanto antes con tal de que eligiese con prudencia, y lo había visitado en su humilde casa, donde aprobó todos los cambios que él había hecho, llegando hasta sugerirle alguno ella misma, como, por ejemplo, poner algunas repisas en los armarios de las habitaciones de arriba.

–En verdad, todo eso está muy bien y es muy cortés por su parte –comentó la señora Bennet–. Ha de tratarse de una mujer muy agradable. ¡Lástima que las grandes señoras en general no se le parezcan! ¿Vive cerca de usted?

–El jardín donde se alza mi humilde residencia está separado sólo por un camino de Rosings Park, morada de Su Excelencia.

–Creo que dijo usted que era viuda. ¿Tiene familia?

–Sólo una hija, la heredera de Rosings y de otras extensas propiedades.

–¡Ay! –suspiró la señora Bennet sacudiendo la cabeza–. En ese caso, está en mejor situación que ciertas jóvenes. ¿Qué clase de muchacha es? ¿Es guapa?

–Es una señorita realmente encantadora. La misma lady Catherine dice que, haciendo honor a la verdad, en cuanto a belleza se refiere, supera con mucho a las más hermosas de su sexo, porque hay algo en sus facciones que revela en una mujer su distinguida cuna. Infortunadamente es de constitución enfermiza, lo que le ha impedido progresar en ciertos aspectos de su educación que, a no ser por eso, serían muy notables, según me ha informado la señora que dirigió su enseñanza y que aún vive con ellas. Pero es muy amable y a menudo tiene la bondad de pasar por mi humilde residencia con su pequeño carruaje y sus yeguas.

–¿Ha sido presentada en sociedad? No recuerdo haber oído su nombre entre las damas de la corte.

–Su variable estado de su salud no le ha permitido, desafortunadamente, ir a la capital, y por ello, como le dije un día a lady Catherine, ha privado a la corte británica de su ornato más radiante. Su Excelencia pareció muy complacida con esta apreciación; y ya pueden ustedes comprender que me considero dichoso de dirigirles, siempre que tengo ocasión, estos pequeños y delicados cumplidos que suelen ser gratos a las damas. Más de una vez le he hecho observar a lady Catherine que su encantadora hija parecía haber nacido para duquesa y que el más elevado rango, en vez de darle importancia, quedaría enaltecido por ella. Esta clase de cosillas son las que agradan a Su Excelencia y me considero especialmente obligado a tener con ella tales atenciones.

–Estás en lo cierto –apuntó el señor Bennet–, y es una suerte que tengas el talento de saber adular con delicadeza. ¿Puedo preguntarte si esos gratos cumplidos se te ocurren espontáneamente o si son el resultado de un estudio previo

–Brotan por lo general en forma espontánea, y aunque a ve­ces me entretengo en idear y preparar esos cumplidos elegantes para poderlos adaptar a las ocasiones que se presentan, siempre anhelo darles tal aire que en lo posible parezcan improvisados.

Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan absurdo como él había creído y por eso lo escuchaba con intenso placer, conservando, no obstante, la más perfecta compostura. Y, excepto alguna mirada que le lanzaba de vez en cuando a Elizabeth, no necesitaba que nadie más fuese partícipe de su regodeo.

Sin embargo, a la hora del té ya la dosis había sido suficiente, y el señor Bennet tuvo el placer de llevar a su huésped de nuevo al salón. Cuando el té hubo terminado, lo invitó a que leyese algo en voz alta a las señoras. Collins accedió al punto y trajeron un libro; pero en cuanto lo vio –se notaba en seguida que era de una biblioteca circulante– se detuvo y, excusándose, declaró que jamás leía novelas. Kitty lo miró extrañada y a Lydia se le escapó una exclamación. Le trajeron otros volúmenes y tras algunas dudas, eligió los sermones de Fordyce. En cuanto abrió el libro Lydia empezó a bostezar, y antes de que Collins, con monótona solemnidad, hubiese leído tres páginas, la muchacha lo interrumpió:

–¿Sabes, mamá, que el tío Phillips habla de despedir a Richard? Y si lo hace, lo contratará el coronel Forster. Me lo dijo la tía el sábado. Iré mañana a Meryton para enterarme de más y para preguntar cuándo viene de la ciudad el señor Denny.

Las dos hermanas mayores suplicaron a Lydia que refrenase la lengua; pero Collins, muy ofendido, dejó a un lado el libro y exclamó:

–Con frecuencia he observado a cuán pocas señoritas interesan los libros de carácter serio, aunque estén escri­tos sólo para su bien. Confieso que me confunde, pues, en verdad, nada puede haber tan ventajoso para ellas como la instrucción. Pero no quiero importunar más tiempo a mi primita.

Se dirigió entonces al señor Bennet y le propuso una partida de backgammon. El señor Bennet aceptó el desafío y encontró que obraba muy cuerdamente al dejar que las muchachas se divirtiesen con sus frivolidades. La señora Bennet y sus hijas se deshicieron en disculpas por la interrupción de Lydia y le prometieron que ya no volvería a suceder si quería seguir leyendo. Pero Collins, tras asegurarles que no estaba enojado con su prima y que nunca podría interpretar lo que había hecho como una ofensa, sentándose en otra mesa con el señor Bennet, se dispuso a jugar al backgammon.

Orgullo y prejuicio

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