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Capítulo 2

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El señor Bennet fue de los primeros en visitar al señor Bingley. Siempre había pensado hacerlo, aunque también siempre asegurara a su esposa que no lo haría, y hasta la tarde siguiente a la visita su mujer no se enteró de nada. La cosa se llegó a saber de la siguiente manera: observando el señor Bennet cómo su hija se colocaba un sombrero, dijo:

–Espero que al señor Bingley le guste, Lizzy.

–¿Cómo podemos saber qué le gusta al señor Bingley –dijo su esposa resentida– si todavía no hemos ido a visitarlo?

–Por lo visto olvidas, mamá –dijo Lizzy–, que lo encontraremos en las fiestas y que la señora Long ha prometido presentárnoslo.

–No creo que la señora Long haga tal cosa. Tiene dos sobrinas, es egoísta, hipócrita, y no merece mi confianza.

–Tampoco la mía –acotó el señor Bennet– y me alegro de saber que no dependes de sus servicios.

La señora Bennet no se dignó contestar; pero incapaz de contenerse empezó a reprender a una de sus hijas.

–¡Por el amor de Dios, Kitty no sigas tosiendo así! Ten compasión de mis nervios. Me los estás destrozando.

–Kitty no es nada discreta tosiendo –dijo su padre–. Siempre lo hace en momentos inoportunos.

–No toso por divertirme –replicó Kitty con mal humor–. ¿Cuándo es tu primer baile, Lizzy?

–De mañana en quince días.

–Así es –exclamó su madre–, y la señora Long no regresa hasta el día anterior; de modo que le será imposible presentárnoslo, porque ella misma no lo co­nocerá.

–Entonces, querida, puedes adelantarte a tu amiga presentándole tú al señor Bingley.

–Imposible, señor Bennet, imposible, porque yo tampoco lo conozco. ¿Por qué te burlas de mí?

–Celebro tu discreción. Una amistad de quince días es verdaderamente muy poco. En realidad, luego de sólo dos semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre es. Pero si no nos arriesgamos

nosotros, lo harán otros. Al fin y al cabo, la señora Long y sus sobrinas pueden esperar a que se les presente su oportunidad. Por consiguiente, como puede ella tomar por acto de delica­deza el que declines el ofrecimiento, yo lo tomo a mi cargo.

Las muchachas clavaron los ojos en su padre. En cuan­to a la señora de Bennet, sólo exclamó:

–¡Qué necedad!

–¿Qué significa esa enfática exclamación? –preguntó el señor Bennet–. ¿Tienes por necias las fórmulas de presentación, con la importancia que revisten? No puedo convenir eso con­tigo. ¿Qué dices, Mary? Tú, que eres muchacha reflexiva y, según creo, lees librotes y los resumes.

Mary quiso decir algo sensato, pero no supo cómo.

–Mientras Mary aclara sus ideas –continuó él– volvamos al señor Bingley.

–Estoy harta del señor Bingley –exclamó la esposa.

–Siento oírte eso. ¿Por qué no me lo has dicho antes? Si lo hubiera sabido esta mañana, bien seguro que no habría ido a visitarlo. Es una verdadera desgra­cia, pero habiéndolo visitado, no puedo renunciar ahora a su amistad.

El asombro de las mujeres fue precisamente el que él deseaba; quizás el de la señora Bennet sobrepasara al resto, aunque una vez acabado el alboroto de júbilo, declaró que en el fondo era lo que ella siempre había imaginado.

–¡Mi querido señor Bennet, que bueno eres! Sabía que al final te convencería. Estaba segura de que quieres lo bastante a tus hijas como para no descuidar este asunto. ¡Qué contenta estoy! ¡Y qué broma tan graciosa, que hayas ido esta mañana y no nos hayas dicho nada hasta ahora!

–Ahora, Kitty, puedes toser a tu antojo –dijo el señor Bennet, y salió de la habitación, cansado de los entusiasmos de su esposa.

–¡Qué padre tan excelente tienen, hijas mías! –ex­clamó ella cuando se cerró la puerta–. No podrán reprocharle falta de cariño, ni a mí tampoco. Puedo asegurar que a nuestra edad no es grato entablar cada día nuevas rela­ciones, pero algo hemos de hacer por nuestras hijas. Lydia, amor mío, aunque seas la menor, me atrevo a asegurar que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.

–Estoy tranquila –dijo resueltamente Lydia–, porque aunque soy la más joven, soy la más alta.

El resto de la velada transcurrió en conjeturas sobre cuán do devolvería el señor Bingley la visita del señor Bennet y en determinar qué día lo invitarían a comer.

Orgullo y prejuicio

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