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Capítulo 2 LAS POSICIONES FUNDAMENTALES DE LA ÉTICA DE LA ANTIGÜEDAD Y UN PANORAMA DE LA ÉTICA MODERNA

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§ 6. El escepticismo de los sofistas en el inicio de la historia de la ética

El nivel incompleto de desarrollo de la ética como una ciencia fundamental de la filosofía implica que ella debe, primero, luchar para conseguir el sentido peculiar de su problemática, el derecho de sus fundamentaciones y de sus métodos esenciales, debe luchar contra el escepticismo que, en diferentes formas y ropajes, niega o desfigura, mediante malentendidos, todo lo que pertenece al sentido peculiar, fundamentalmente esencial, de lo ético. Ahora recurrimos a consideraciones histórico-críticas. Estas tendrán la ventaja pedagógica de llevar al principiante, en primer lugar, a los niveles iniciales del desarrollo de las ideas éticas, que estén más cerca de su propio nivel de madurez filosófico, por lo que son fácilmente comprensibles para él, considerando, además, que proporcionan un primer material concreto de intuición, en el cual la crítica puede despejar el camino a intelecciones sistemáticas propias.

En medio del desarrollo espiritual universal de la humanidad, en medio de las formaciones de las costumbres, del derecho, de la vida profesional científica, de la religión y, finalmente, del lenguaje universal, en el que se reflejan al mismo tiempo todas las otras configuraciones espirituales, se ha desarrollado también la vida ética de la humanidad. Sus concepciones fundamentales, sus normas han crecido de manera ingenuo-natural en este marco, se convirtieron en parte integrante de la tradición general en la que crece cada nueva generación, que la encuentra como su mundo circundante espiritual natural predado. Obviamente, a la ética en tanto ciencia le precede lo ético en la forma de tal normación tradicional de la vida. Está ahí, para el individuo, como algo [34] objetivo, como algo dado sin cuestionamientos. Y así permanece de generación en generación sin que a nadie en absoluto se le ocurra reflexionar sobre los fundamentos últimos de derecho de las exigencias expresadas en las múltiples reglas concretas, sin que sean puestas en cuestión, sin que se haga de ellas un tema teórico.

También fue así en el pueblo griego, al que le debemos las configuraciones fundamentales de la cultura científica europea hasta los sofistas, estos líderes de la así llamada ilustración griega en el siglo V a. C. Antes de ellos, se hallaban los inicios de la filosofía griega. Esta fue —eso constituye su esencia— la primera irrupción de la idea de ciencia en bosquejos sistemáticos, sin duda, aún embrionarios, poco aclarados, insatisfactorios y contradictorios. La sofística se oponía no solo a estas filosofías en su particularidad, sino ante todo a la idea misma, a la posibilidad del conocimiento objetivamente válido, a la forma metódica de la ciencia. Pero, en cuanto vio el paralelo entre la pretensión de verdad objetiva y la pretensión de derecho ético-práctica, se opuso también a esta pretensión en sus tesis y argumentaciones escépticas, la pretensión de la norma ética a la validez práctica incondicionada. Hasta entonces, la filosofía todavía no se había consagrado en absoluto al estudio de la esfera éticopráctica, y así encontramos aquí algo curioso: la historia de la ciencia ética empieza con el escepticismo ético o, más bien, el comienzo no es, como en la ciencia de la naturaleza y en la metafísica, una ciencia dogmática contra la que reacciona una crítica escéptica; más bien, la crítica escéptica a las ideas y normas éticas que tradicionalmente imperan es aquí lo primero, y justamente se transforma en la fuerza motriz de una ciencia que reacciona contra ella.

Como se dijo, los sofistas negaron la posibilidad, el sentido legítimo de la verdad objetiva y de un conocimiento de la verdad. Es verdadero, decía Protágoras, lo que le aparece como verdadero; paralelamente, se le atribuye además esta afirmación: bueno es para cada uno lo que le aparece como bueno, con lo cual el sentido objetivo de algo bueno en sí se esfuma y se suprime de modo relativista en la esfera del valor y, sobre todo, en la esfera ética.

Pero este paso no fue dado hasta el final, de una forma enérgica y consecuente, sino por la sofística más tardía. En su lucha [35] contra la irracionalidad de los poderes históricos y especialmente contra las distribuciones del poder político, la sofística más antigua introdujo primero una distinción que de ninguna manera estaba directamente en contra de una ética positiva, a saber, la distinción entre φύσις y νόμος. Diferencia entre, de un lado, lo que vale para los hombres por razones naturales y que reconocen como natural, y, de otro lado, el derecho positivo que los que detentan el poder han impuesto a los hombres o que simplemente se ha consagrado tradicional y convencionalmente como derecho. El último, el derecho convencional, positivo, no es —esta era la opinión— un derecho verdadero y auténtico, no acarrea ninguna obligación verdaderamente vinculante. Esto se admite precisamente en contraste con el derecho «natural». En virtud de su origen en la naturaleza humana universalmente idéntica, tendría su sanción, ante la cual, claro está, todos deben someterse racionalmente.

Esta idea de una sanción «natural», esta reducción de lo legítimo y lo racional a lo «natural», que se refleja en la coincidencia lingüística de «natural» y «racional», es aún, sin duda, poco clara y, debido a la equivocación que se adhiere a la palabra «natural», invita directamente a la disolución escéptica, la cual también se produjo inmediatamente. No obstante, por otro lado, se debe reparar en que, por ello, dicha idea siguió siendo eficaz y determinando por siglos muy significativamente las reflexiones éticas.

En su superficial radicalismo, la sofística abandonó nuevamente la distinción, inicialmente adoptada y de gran valor para el nivel de desarrollo de entonces: en el ámbito moral, no hay una validez universal realmente legitimadora, no hay nada semejante a un imperativo por «naturaleza», a un bien en sí. Eso se desprende, pensaban, del cambio de las concepciones del derecho y del deber en las diversas épocas y en los diversos pueblos; así como en ellos cambian las medidas y los pesos, también cambian las normas morales.

Si se llama la atención sobre el hecho de que los grandes pensadores y poetas, y siguiéndoles, todos los hombres racionales, han cantado las alabanzas de la justicia como un καλὀν, entonces los sofistas respondían: ¡obviamente! Quien vive según el derecho y la moral, quien no hace daño a nadie, quien da a cada cual lo suyo, quien además es querido y del agrado de todos, obtiene por ello [36] honores y dignidades, y hace carrera. De lo contrario, es odiado y castigado. Así, la única razón comprensible que tiene el elogio general que todos tributan al actuar moral de su prójimo es la utilidad que ellos ven en esto para sí mismos. Y si todos se someten a sí mismos a las leyes morales universalmente válidas, entonces lo que los determina es la utilidad que esperan y consiguen en la forma de recompensa y castigo. Al fin y al cabo, solo hay un motivo verdaderamente natural del valorar y actuar, la utilidad propia. Si lo injusto tuviera la misma utilidad para nosotros, si pudiéramos escaparnos de las consecuencias presumiblemente malas, acaso por la apariencia de justicia, entonces estaríamos locos si no lo hiciéramos.

También aparecen otros pensamientos que concuerdan con esto, que se repiten en tiempos posteriores de distintas formas: la ley y la justicia son invenciones de los débiles para su protección contra los fuertes. O bien, las leyes crean una especie de compromiso entre la avidez, que habita naturalmente en todos los hombres, de apoderarse de todos los bienes y disfrutarlos personalmente, y el miedo de atraer las reacciones de odio que comprensiblemente se espera de todos los demás. En todo caso, quien es tan fuerte y poderoso que no tiene a quién temer no las necesita. Igual que un león, rompe semejantes cadenas, desprecia y pisotea el derecho y las leyes, y ese es su derecho natural. La naturaleza quiere que domine el más fuerte, el poderoso, el eficiente.

§ 7. La reacción de Sócrates contra la sofística inaugura una ética científica

La ética científica nació por reacción contra tales pensamientos e ideas. El impulso determinante de todo el desarrollo ulterior provino en este caso de Sócrates, aunque él mismo no era propiamente un teórico, un hombre de ciencia, sino solo un reformador práctico. Su eficacia inaugura en general la época de una nueva filosofía, que surge de las fundamentaciones más radicales. De esta manera, inaugura, para la humanidad, la época de la ciencia rigurosa. Él fue el primero en ahondar en el sentido más interno de una tensión autorresponsable a la verdad, que además en él se convierte [37] en fuerza central de su personalidad. Sujeto aún a casos singulares concretos e interesado solo en el nivel práctico, Sócrates fue el primero en practicar el método de la intuición de esencias, de la puesta en relieve de lo esencial y de lo conceptualmente verdadero; no tardó en surgir de él, como nivel superior de desarrollo, el método platónico del conocimiento a priori y la reforma platónica de la ciencia, sin la cual nunca hubiera habido una ciencia exacta.

La conducción sócratica del diálogo (y, como es sabido, toda su vida y obra se realiza discutiendo) apunta en todo a la intelección perfecta de la esencia, esto es, a un ver espiritual que se manifiesta en un esfuerzo cognoscitivo como claridad definitiva, como cumplimiento intuitivo de las intenciones del pensar antes oscuras; apunta, más de cerca, a un ver la esencia de valores prácticos, aquello que constituye su autenticidad y verdad. Sócrates es el primero en reconocer que hay algo indudable, porque lo verdadero y auténtico mismo ofrece en su esencialidad propia una intelección intuitiva, y que a nadie le cae como una inspiración divina, sino que se adquiere en un proceso metódico de trabajo del pensamiento. La intelección, sin embargo, es algo completamente diferente de un mentar vacío, por más ingenioso que sea. Frente a las muchas menciones y sus valores mentados, se encuentra el único, verdadero y auténtico bien, que es aprehendido en el ver espiritual y que se da en él como algo absolutamente fijo, como algo que es y vale absolutamente, al cual uno se tiene que orientar.

Sócrates no era un filósofo sistemático y, por eso, los principios que tradicionalmente se le atribuyen no son teoremas con una composición conceptual exacta y una correspondiente fundamentación científica. Son, por ello, interpretables de manera más o menos profunda. Solo quien los interprete desde la perspectiva de la filosofía platónica, el más auténtico efecto del impulso socrático, comprenderá su profunda e ilimitada, aunque poco desarrollada, sabiduría. Esto tiene que ver con principios que todo el mundo conoce, como, por ejemplo, «la virtud es enseñable», «el conocer justo conduce al actuar justo». Inversamente: «toda falta ética reposa en un error ético, o sea, en un carencia de conocimiento». Según su naturaleza, dice Sócrates, cada uno aspira a lo que considera bueno. Nadie es voluntariamente malo.

Como comprenderemos más adelante, hay sabiduría incluso en el muy reprobado hedonismo de Sócrates. Sin duda, suena duro que lo bueno coincida con lo útil y con lo que [38] proporciona al hombre la verdadera eudaimonia; pero quien interpreta cuidadosamente tales aserciones del Sócrates de los diálogos platónicos y las comprende en su espíritu reconoce pronto la intención profunda: quien, guiado por la φρόνησις, por la intelección racional, elige el verdadero bien obtiene con esto la única auténtica y última satisfacción, es decir, la verdadera felicidad. La verdadera felicidad no viene del exterior, no cae del cielo como don de los dioses. La fuente de toda felicidad auténtica reside en nosotros, en nuestra razón, en la propia actividad de la intelección pura y la consecuente dirección práctica hacia lo verdaderamente bueno, en el trabajo ético. Sócrates piensa tan poco en despreciar todo placer y en desacreditar la tendencia natural al placer y a la felicidad como lejos está de defender una ética eudaimonista en el sentido del hedonismo posterior de Aristipo, aunque se basa únicamente en él, como si la verdadera meta fuera aspirar a la mayor cantidad posible de placer. Más bien, su ética se podría caracterizar como una ética de la perfección en la medida en que, sin duda, su opinión es que la virtud auténtica se ha de ver como un cierto estado interior del alma, armonioso y conforme a la ley en todo su valorar y querer práctico, es decir, se ha de ver como una perfección anímica, tal como la salud del cuerpo es la perfección corpórea. Según él, no puede, pues, ser de otro modo y se debe racionalmente ver con evidencia que una vida dirigida consecuentemente al respectivo bien verdadero —y solo en esto— obtiene siempre una satisfacción completa.

Aquí no podemos dejarnos engañar por la presentación contradictoria y además degradante que Jenofonte hace de la figura de Sócrates, la cual lo convierte en un pobre maestro del placer como si no se remontase a este el noble pensamiento de que no puede haber nada más bello para el hombre que llegar a ser mejor él mismo y tener amigos que, en las relaciones con él, lleguen a ser mejores.

Mas es seguro que la ética socrática es ética solamente en un estado germinal, no desarrollada científicamente; evoca importantes y profundos motivos, incluso los expresa sin tratamiento científico sistemático. Pero primero debía venir la ciencia que manifestara estos valores en una forma lógica definitiva. Aquí pertenece también el problema que se vislumbra con los principios mencionados anteriormente, el problema de la relación entre [39] el conocimiento intelectual y la voluntad, y en general la esfera emotiva, problema que posteriormente será explicitado y llevado hasta las últimas consecuencias en la gran lucha que hay en la Modernidad entre la moral del entendimiento y la moral del sentimiento.

§ 8. El hedonismo antiguo. Crítica a su falta de diferenciación entre preguntas de hecho y preguntas de derecho

Cronológicamente, pero sin ser fiel en espíritu, la ética socrática se conecta con la primera forma del hedonismo ético que debemos a Aristipo, quien, perteneciendo a los seguidores de Sócrates, se hizo pasar por su estudiante y fundó la primera escuela hedonista. En esta escuela, el hedonismo perdió —posteriormente, a decir verdad— su forma tosca y su orientación a la sensibilidad inferior, pero conservó su carácter fundamental, de principio, aquel que lo hace aparecer como adversario de una verdadera ética, como una forma de escepticismo ético. Esto mismo vale para el hedonismo de la escuela epicúrea, frecuentemente alabado, incluso hoy en día. Desde su fundación en el año 306, esta escuela se extiende durante siglos a lo largo de la Antigüedad helenístico-romana.

En el fondo, se trata solo de una sistematización superficial de motivos ya establecidos por el otro escepticismo sofista (el que hemos de atribuir por entero a Aristipo) con la ayuda de principios socráticos y de su referencia a la φρόνησις. Aquello que se suprime es el rasgo mefistofélico, la alegría sarcástica con la que los grupos de escépticos frívolos disfrutaban la desvalorización de la virtud. Así, falta el absurdo que se oculta en la actitud valorativa por la cual se erige y aprueba, externamente, el aspirar al placer como el único naturalmente posible, cuando, más bien, precisamente por el tono de sarcasmo frívolo, se nota que el yo más íntimo rechaza tal aprobación.

Frente a esto, el hedonismo tiene rostro risueño, quiere ser una filosofía jovial, filantrópica. No es muy exigente con el espíritu filosófico y, en el fondo, todo su sentido se aclara en dos o tres principios: el placer es el bien y el bien es el placer. Los conceptos de placer y de bien, o de aquello a lo que se ha de aspirar prácticamente, coinciden así como coinciden los conceptos de displacer y de lo [40] prácticamente malo; y la fundamentación es simple: placer es aquello a lo que todos tendemos, a lo que todos los seres vivos tienden; y su contrario el displacer es aquello de lo que todos huyen; así es por naturaleza. ¡Lo natural es lo racional! Es claro que esta identificación sirve de base a la argumentación. El Eudoxo platónico, quien se sumó a la orientación hedonista de la ética, indica, como un segundo argumento, que el sobrevenir de un placer aumenta siempre el valor-bien [Gutwert] que hace de una cosa un bien mientras que el surgir de un dolor lo menoscaba.

El placer designa aquí naturalmente una sola y única clase de bienes prácticos, y, como esperamos, vale como summum bonum según el principio de que todo placer es comparable en cuanto grandeza con el máximo placer. Por consiguiente, vale como lo único que en cada caso, en la praxis, es racional. En la forma tosca del hedonismo de Aristipo, según el principio de aprovechar el momento, lo mejor se da como el placer máximo del momento, cuando obviamente son posibles interpretaciones diferentes que son preferidas por otros hedonistas.

La función de la φρόνησις aquí es tomar la decisión, así como en general esta tiene la tarea no solo de fundar universalmente el principio, sino también de liberarnos, en los casos singulares en los cuales debemos valorar los placeres y los dolores, de todos los prejuicios de la convención y de hacer posible juntamente el cálculo de las consecuencias placenteras o displacenteras, etcétera.

Quizás ustedes opinen que trato, desde el principio, injustamente al hedonismo al ponerle el sello del escepticismo, lo que, más que una crítica, es una manera despectiva de hablar. Pero pienso que la crítica confirmará nuestro juicio. Ya estas pocas afirmaciones dan una mínima idea de estas carencias, que podemos hacernos aún más claras en las formas más desarrolladas de las éticas modernas. Es verdad que el hedonismo formalmente no es un escepticismo, porque el hedonismo no afirma que no existe el bien o la virtud, en la medida en que incluso establece como una norma superior la aspiración al máximo placer. ¿Pero cuál es el método de su fundamentación? Empíricamente establece: todos los seres vivientes tienden al placer y a nada más que al placer, supuesto que esto sea efectivamente establecido de manera estricta y que sea universalmente verdadero. ¿Se ha fundamentado mínimamente con ello que todos los seres deban aspirar al placer? Y la intelección de la legitimidad [41] de la inducción que establece aquel hecho universal ¿es ya la intelección de que todos deben aspirar en tal sentido?

Es un hecho universal empírico que los seres humanos se ríen cuando se les hace cosquillas, que responden con movimientos reflejos a ciertos estímulos. ¿Tendría sentido ahí hablar de un deber? ¿En qué sentido exactamente se refiere el hedonismo al «hecho universal» de la aspiración al placer? ¿Significa la universalidad de una ley natural? Si así fuera, nadie podría aspirar de otra manera. Pero ¿no presupone el deber práctico, según su sentido, que también podemos aspirar de otro modo?

Quizás a ello se responda lo siguiente: el significado del hecho empírico universal es que el hombre normal, al cual también llamamos racional, se comporta así en el tender. Quien se comporta de otro modo debería estar en el manicomio y no queremos hablar de tales hombres perversos. Lo normal es lo debido. Sin embargo, esta respuesta es insuficiente. Lo anormal ¿es malo? «Perverso» significa un desvalor. ¿Cuál es el sentido de esta valoración despectiva del «perverso»? ¿Tiene que ver con una simple desviación del tipo zoológico del hombre, de los rasgos distintivos de su especie? En ese caso, en el mismo sentido, deberíamos calificar de malas, de indebidas, cualesquiera de esas desviaciones, así como toda deformación física y psíquica, y deberíamos aprobar la correspondiente desvalorización. Pero ¿por qué nos indignamos cuando se trata mal a un pobre lisiado y se hace escarnio de él por su anormalidad? ¿Por qué distinguimos tan tajantemente el reproche ético y la reacción estética a la anormalidad extraética? Evidentemente, con ello distinguimos sin vacilar y con plena distinción el no-deber ético y aquel no-deber-ser, que es una mera expresión y eventualmente desvalorización de una anormalidad; lo mismo ocurre en la esfera psíquica, en la cual, por ejemplo, de ninguna manera se desvaloriza una excesiva memoria o quizá un entendimiento excesivo en tanto indebido en sentido ético, y hasta es, desde otro punto de vista, altamente valorado. Además, se ve fácilmente que las innumerables anormalidades zoológicas, en todo sentido, sea ético o estético, son adiaphora. En consecuencia, es seguro que no se considera la normalidad en el sentido de la especie histórico-natural homo.

[42] Es claro que el hecho universal empírico al que se refieren los hedonistas solamente extrae su sentido del análisis del concepto común de experiencia del hombre normal. En la composición vagamente delimitada de las notas típicas que se han sedimentado en él, se encuentra también la nota de una aspiración universal al placer típica para estos hombres normales y una repugnancia al displacer, en la cual se expresa comprensiblemente una vaga regla de la empiria genérica. Pero, sea como sea, ¿de qué puede en general servir una apelación a la universalidad del hecho, indiferentemente de que esta sea vaga o exacta? A lo mucho puede ser útil para que reconozcamos, en el caso de que alguna vez estemos inclinados a pasarlo por alto, que en la vida práctica propia y ajena las aspiraciones al placer juegan un papel universal como inclinaciones de la voluntad y, en el actuar factual, como motivos siempre cooperadores. Pero esto se encuentra aún antes de toda cuestión de derecho. La validez universal reside ciertamente en la idea de un derecho, de algo que, en algún sentido, debe-ser. Pero si también se puede desprender del hecho universal del aspirar hedonista que el placer vale universalmente para los hombres como una meta buena, como una meta justa, ¿confundiremos la universalidad de esta validez de hecho [Geltung] con la validez universal [Allgemeingültigkeit] y estaríamos sujetos a la equivocación de las palabras validez de hecho y validez [Gültigkeit], las cuales pueden significar ambas cosas?

Así como se plantean las cuestiones de derecho para las aspiraciones, también se plantean, en sentido análogo exacto, para los juicios, las afirmaciones y las convicciones. ¿No es claro que la universalidad de una convicción de los hombres, indiferentemente de si es una universalidad rigurosa o aproximada, no significa en sí y por sí ni lo más mínimo para el derecho de la convicción, para su verdad, para su validez teórica? Todo gran progreso en el conocimiento lo prueba; quien descubre un conocimiento está legitimado en su intelección racional frente a todo un mundo convencido de algo distinto. ¿No debería ser de la misma manera en la región ético-práctica, no debería haber una intelección ética racional y un actuar ético racional, en el que uno solo intuye un nuevo, único derecho, vive una nueva vida, predica un nuevo evangelio ético, y ahí es el único que tiene razón frente a un mundo de gente que se equivoca? La universalidad de un comportamiento judicativo, valorativo, práctico entre los hombres no carece de significado para las cuestiones de derecho en la medida [43] en que los seres humanos, los descendientes de los simios, están sometidos completamente a la sugestión y, por consiguiente, se inclinan a considerar sin más justo lo que otros tienen por justo, y esto tanto más cuanto más ven que así estima y actúa la gente a su alrededor. Sin embargo, tener algo por justo sobre la base de semejante sugestión colectiva no es ni con mucho tener por justo de modo fundado. Lo tenido por bueno y lo verdaderamente bueno son dos cosas distintas. Aquello que es justo en sentido verdadero, aquello a lo que es bueno aspirar, se debe poder reconocer en tanto tal por el contenido esencial de lo que es valorado y a lo que se aspira, así como lo que es verdadero se debe destacar en la intelección racional por el contenido de sentido del juicio.

La apelación a la razón, por cierto, desempeña su papel también en el hedonismo; pero, por más que a Aristipo le guste emplear el término socrático φρόνησις, no aprendió lo decisivo de Sócrates, a saber, la remisión metódica al contenido de sentido de los valores mentados y a la valoración de su oscura intención en la visión de esencia. No aprendió a remitir al método de la puesta en relieve de la idea normativa mediante el retorno a las intuiciones ejemplares y a lo que se revela ahí como la autenticidad de las exigencias prácticas.

Ustedes habrán tenido la sensación de que el hedonismo tiene aún otros aspectos que destacan y que están sujetos a crítica. Prescindiendo del desconocimiento de la idea universal de norma, de deber, debido a la referencia de la misma a las facticidades empíricas, el hedonismo se equivocó, es decir, no solo se equivocó debido a la confusión entre lo natural y lo normativo. Desde luego, es profundamente falsa la identificación del bien con el placer y, por lo tanto, la identificación de lo que en cada caso es absolutamente debido con el fin último del máximo placer. Acerca de esta manifiesta ceguera para tantos géneros de valores absolutos y sobre todo para todo lo moral en sentido específico, que precisamente es el tema principal de la crítica habitual del hedonismo, no queremos hablar aquí, donde solo contamos con las teorías éticas de Aristipo, demasiado primitivas, y con el hedonismo antiguo en general. Preferimos dedicarnos ahora a un nuevo y más rico [44] material ilustrativo proporcionado por la ética de la Edad Moderna. En conexión con el gran movimiento espiritual científico y filosófico, los contrastes entre las teorías éticas se agudizaron desde el Renacimiento y, en cuanto los motivos antiguos como los hedonistas siguieron operando, experimentaron una transformación más rica y profunda.

§ 9. Perspectiva general sobre la contraposición sistemática del empirismo y el racionalismo en la historia de la ética moderna

Caracterizo por anticipado y brevemente una contraposición capital que nos sale al paso en la ética moderna hasta Kant, a saber, la existente entre el empirismo y el racionalismo. No queremos hacer nuestra la oscura fórmula tradicional: «el empirismo deduce todo conocimiento de la experiencia; el racionalismo, de la razón». Ella carece de valor. De nuestra crítica al hedonismo, podemos deducir fácilmente qué significa el empirismo en la ética y, del mismo modo, podemos añadir, en todas las paralelas ciencias filosóficas de principios. Ahí, lo más importante era que conceptos como los de bien y, por último, de lo absolutamente debido tenían que adquirir su sentido en referencia a los facta de la experiencia con respecto a aquello que se considera bien en el nivel humano. De modo general, podemos decir lo siguiente: en las disciplinas en cuestión, nos salen al paso por doquier conceptos fundamentales emparentados de manera peculiar, que definen, en una acepción amplia, las ideas de verdad y falsedad, de justo e injusto, de valor y desvalor. En una palabra, son ideas normativas. Nos remiten a posibles sujetos que juzgan, valoran y quieren, e implican fundamentales conceptos noéticos paralelos, en los que se expresan las diferencias de un comportamiento subjetivo normal, correcto e incorrecto, que han de ser justificadas o reprobadas en el modo de la razón; así, por ejemplo, el juzgar correcto o falso, el querer y actuar éticamente correctos o reprobables. A los conceptos fundamentales les corresponden, entonces, los principios fundamentales de las disciplinas filosóficas normativas, como los principios lógicos fundamentales de la verdad y de la falsedad, y, correlativamente, las leyes normativas de la corrección del juzgar, así como los principios éticos fundamentales [45] que se refieren a lo que en el nivel práctico es bueno y justo, o sea, al actuar éticamente correcto.

Así pues, lo esencial del empirismo ético (como, paralelamente, del lógico) es que ve en las ideas normativas solo expresiones para hechos, para facticidades del juzgar, sentir, querer del ser humano y, de acuerdo con ello, ve en los principios normativos leyes de hechos, las que, en consecuencia, se enmarcan en las de la antropología, biología, psicología. En la medida en que en esto se toma aquí en consideración principalmente a la psicología, el empirismo se llama también psicologismo.

El racionalismo combate esta interpretación según la cual todo lo ético y lo lógico se refiere a los seres humanos accidentales o a las facticidades empíricas del desarrollo cultural humano o los vincula al hecho de la naturaleza humana universal, por ejemplo, a la especie biológica homo, tal como surgió fácticamente, según las teorías de la evolución más recientes, en la evolución de las especies zoológicas. Este distingue con precisión las disciplinas filosóficas normativas en tanto disciplinas a priori de las ciencias de hechos del ser humano, es decir, también de la psicología científico-experimental; en general, pues (contrariamente al empirismo común) diferencia tanto las disciplinas como los conceptos en a priori y empíricos. Según el racionalismo, la ética —es decir, no la tecnología ética, la cual puede ser referida a los hombres empíricos, sino la ética filosófica— se inserta en una serie de ciencias como la matemática pura, la cual, según el racionalismo, no dice nada sobre la existencia factual y, por eso, no debe ser fundada mediante comprobaciones empíricas; así, se distingue tajantemente de las ciencias de la naturaleza, de la psicología, de las ciencias del espíritu y también de la ciencia de la cultura ética del ser humano. Con esto no se ha dicho que todas las disciplinas y todos los conceptos a priori sean de un solo tipo, por ejemplo, la matemática y ética. Ciertamente, en este respecto, solo más tarde se esclarecerá la diferencia entre el a priori del posible ser factual y el a priori del posible deber-ser.

En el desarrollo histórico, queda sin aclarar la disputa, que se conecta con lo anterior, acerca del «origen» de las ideas en cuestión, el cual, según el empirismo, reside en la experiencia, y, según el racionalismo, en la razón. Ahí están precisamente las múltiples ambigüedades y [46] oscuridades que complican las fórmulas tradicionales de la contraposición de ambas partes. Pero en particular se ha de advertir que solo el racionalismo ve con claridad, en la medida en que reconoce la necesidad de una rigurosa separación entre, por un lado, «ideas» normativas y de otro género, y, por otro lado, los hechos, y acentúa la diversidad esencial del contenido de sentido sea de los conceptos, sea de las ciencias. Pero si, para satisfacer la peculiar validez absoluta que se expresa en las ideas normativas, regresa a una fuente de legitimidad originariamente dadora en la razón y la entiende como una capacidad del alma, para la cual aquellas ideas serían innatas y, cuando, para conferir a esta capacidad del alma una dignidad más alta, recurre a Dios, entonces parece que esto recae en el principio de anclar las ideas en hechos, lo que además le imputa como pecado al empirismo. No obstante, en tales teorías racionalistas hay quizá un contenido válido, presentido pero no manifestado con claridad. En todo caso, esta contraposición incompleta entre empirismo y racionalismo, que solo en nuestros días ha adquirido una aclaración última y universal, demostrará pronto todo su significado excepcional para la ética filosófica.

En la selección de nuestro material de estudio de la historia de la ética moderna, había anunciado la caracterización de la gran contraposición entre el empirismo y el racionalismo éticos. En la lucha de las dos facciones, que continúa de siglo en siglo, se ven intentos siempre nuevos de aclarar de manera perfecta los conceptos y problemas éticos fundamentales, y de obtener así una claridad progresiva acerca del metódo propio de la ética. Se puede decir lo siguiente: en la forma de esta lucha antagónica, la ética busca el camino hacia su propia idea científica conforme a la cual puede final y verdaderamente empezar a convertirse en lo que quiere llegar a ser: una ciencia rigurosa, una ciencia en sentido pleno y auténtico, que extrae sus conceptos de fuentes originales veraces, que establece en la intelección más completa sus principios y construye todo lo demás en fundamentaciones rigurosísimas. Pasa, entonces, con la ética moderna lo mismo que pasa con toda la filosofía moderna. En esta época, pues, el sentido profundo de su historia es descrito como la voluntad de una ciencia rigurosa, y así lo dicho vale de igual modo [47] para todas las disciplinas filosóficas hasta el presente, que quizás no sin razón se puede ver como un tiempo de la consumación, vale decir el tiempo en que aquello que era al inicio ha encontrado al fin su cumplimiento.

En el origen de la cultura moderna y especialmente de la filosofía, como alejamiento revolucionario de la Edad Media, con el predominio de la orientación espiritual naturalista determinado por ese alejamiento, reside el hecho de que el empirismo haya encontrado, en general así como particularmente en la ética, una particular receptividad y que, a fin de cuentas, haya adoptado formas de desarrollo mucho más ricas que el racionalismo, aunque este precisamente haya cautivado a los más ilustres espíritus del tiempo y sostenido las posiciones sustancialmente más válidas, las únicas susceptibles de un desarrollo.

En primer lugar, seguiremos una línea de teorías empiristas que están en estrecha conexión con el hedonismo antiguo, pero que, en sus elaboraciones modernas de los motivos hedonistas, nos ofrecerán un valioso material para poner de relieve los más importantes problemas éticos. En este respecto, partiremos de Hobbes y seguiremos la línea del utilitarismo hasta Bentham y Mill.

Posteriormente, nuestro tema será la gran y extraordinariamente instructiva disputa entre la moral del sentimiento y la del entendimiento, forma en la que sobre todo se dirime la disputa entre empirismo y racionalismo. Podremos sacar de ahí una primera comprensión de los problemas más profundos de una teoría de la razón ética.

Al desarrollo de la moral del entendimiento también pertenece la moral kantiana. Originalmente dependiente de la moral del sentimiento, en su época crítica, Kant mismo se convirtió en el más decisivo representante de la moral del entendimiento. Conoceremos de cerca la ética formal kantiana, con la cual se enlaza el gran conflicto entre la ética formal y la material. La crítica nos preparará sobre todo el camino a la idea auténtica de una ética formal, la cual no excluye una material, sino que la exige a su lado.

Ahora procedamos al desarrollo de nuestro programa.

Introducción a la ética

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