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(2000)
Como me crié en El Paso (Texas), ciudad situada a pocos minutos de la frontera con México, a temprana edad ya experimentaba una gran diversidad cultural. Entre las muchas bendiciones de esta clase de ambiente está la conciencia de que siempre existe más de una manera de hablar, de pensar y de actuar. Lo que era adecuado dentro de un contexto bien podría ser completamente inaceptable en otro. De mis cuatro abuelos, tres nacieron en México; todos murieron en Estados Unidos. Mis padres crecieron en un mundo profundamente bicultural. Los que ahora formamos parte de la segunda o tercera generación de hispanos en Estados Unidos enfrentamos dos realidades socioeconómicas y dos historias muy diferentes. ¿Cómo reconciliarlas?
Mi familia me enseñó a aceptar ambos aspectos de mi persona. En mi casa se hablaban indiferentemente el español y el inglés. Mi padre tocaba canciones mexicanas en su guitarra y mi madre transmitía la sabiduría popular que había recibido de sus padres, una pareja cuyo amor había superado las barreras internacionales. Mis diez hermanos y hermanas proporcionaban amplias oportunidades para aprender a vivir ¡en comunidad! En la escuela, la presencia de maestras, muchas de ellas religiosas de las Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado, fue para nosotros una bendición. Provenían de México, de Irlanda y de Estados Unidos. Me enseñaron sor Mildred Warminski y sor Josetta Eveler, ambas excelentes maestras. Mi educación secundaria estuvo a cargo de los hermanos de La Salle, destacando el hermano Amedy Long, y sus colaboradores seglares, especialmente Harry Kelleher. Nuestra parroquia estaba a cargo de los jesuitas de la provincia mexicana. Nuestro párroco méxico-americano, el padre Pedro José Martínez, así como la directora mexicana de la escuela parroquial, la hermana Ana Luisa Luna, se esforzaron para fomentar en nosotros el orgullo por nuestra cultura. De hecho, nos aseguraban que haber nacido en medio de esa gran diversidad cultural era una bendición.
Con los años me he convencido de que tenían razón. Estudios y viajes posteriores, sobre todo como miembro de la Compañía de Jesús, han ensanchado inmensamente mis horizontes. En la Universidad de Loyola en Nueva Orleans encontré a profesores, especialmente Joseph H. Fichter, S.J., Clement J. McNaspy, S.J., Jerry y Sally Seaman, Edward Arroyo, S.J. y Lydia Voight, que me estimularon a aceptar con entusiasmo mi herencia y a esforzarme por extender el aprecio por el pluralismo cultural. La gente que he encontrado en Puerto Rico, Perú, México, California y Roma, me ha enseñado mucho sobre cómo la diversidad cultural puede ser una gran bendición y por lo tanto un contexto único para hacer teología.
En los últimos años he tenido la oportunidad de conocer a la mayoría de los teólogos latinos acerca de quienes escribo. En el caso de los que leyeron mi manuscrito antes de su publicación, me alegró constatar que estaban de acuerdo con mi descripción de su trabajo. Agradezco el cuidado con el que leyeron mi borrador y sus repetidos estímulos a que publicara mis conclusiones. Aunque algunos de ellos no estuvieron de acuerdo con mi decisión de usar los modelos de Stephen Bevans para contextualizar su método teológico, todos han sido muy generosos con su apoyo y su ayuda1. Siento que me han invitado a un intercambio que producirá grandes frutos. Si puedo transmitir al lector un sentido de la sustancia y la dirección de esta conversación tan fascinante, mis esfuerzos no habrán sido por nada.
La presente obra ha sido, en gran parte, un ejercicio de “teología de conjunto”. Debo mucho a mis mentores jesuitas en California y en Roma, los padres Allan Figueroa Deck y Arij Roest Crollius, los cuales me convencieron de que para hacer buena teología hay que abrirse a las diversas manifestaciones del Espíritu Santo, especialmente las que se experimentan a través del pueblo santo de Dios. Entre muchos otros interlocutores en este diálogo se encuentran también Stephen Bevans, SVD, que me ayudó con gran paciencia a comprender sus modelos, David Hayes-Bautista, cuya habilidad sociológica me resultó un recurso de gran valor, y James Nickoloff, que leyó todo el borrador dos veces y ofreció muchas sugerencias perspicaces. Mis estudiantes y colegas en Berkeley, en el Mexican-American Cultural Center, en la Escuela de Teología de los Oblatos de María Inmaculada y en El Paso realzaron mis ideas más de lo que jamás se podrán imaginar. Virgilio Elizondo me alentó constantemente a que publicara estas páginas, mientras que David Batstone, Timothy Matovina y Roberto Goizueta, Jr. me guiaron por los laberintos de ese proceso. Javier Reyes y Michael Pastizzo, S.J. me ofrecieron generosamente su ayuda literaria y técnica. El Centro Estudiantil Católico de la Universidad de Texas en El Paso, bajo la dirección de la hermana Ann Francis Monedero, O.S.F., me sostuvo espiritualmente a más no poder. Las oraciones y palabras de aliento del pueblo de la Diócesis de El Paso, y especialmente de los feligreses de la parroquia del Sagrado Corazón, siempre estuvieron a mi lado. Sin las oraciones y el apoyo emocional de personas como el párroco, Padre Rafael García, S.J., Mary Trujillo, Bertha Belmontes, Sylvia Sánchez, Arturo Pérez-Rodríguez, Lionel Baeza, Kim Mallet, Rosa Guerrero (cuya danza inspiradora abre el segundo capítulo) y Ponchie Vásquez, O. F. M., nunca hubiera podido terminar este proyecto tan masivo. Mis hermanos de la Compañía de Jesús nunca fallaron tampoco en apoyar mis investigaciones ni en facilitarme los medios. También tengo deudas de agradecimiento con la fundación Pew Charitable Trusts, cuyo sostén financiero de la Iniciativa Teológica Hispana ya está rindiendo frutos copiosos, y a la cual debo la beca posdoctoral que me hizo posible terminar esta obra. Quiero expresar también mi agradecimiento a Justo González y a Daisy Machado, los directores pioneros de esta iniciativa, quienes me enseñaron muchísimo sobre cómo se trabaja para producir un ecumenismo cada vez más rico. También debo gratitud a Ada María Isasi-Díaz, quien escribió el prólogo y quien me honra con su disponibilidad al diálogo; más de una vez me ha obligado a pensar más allá de las fronteras de mis categorías intelectuales. Quiero dar las gracias a Magda García y a Alex Rodríguez, y a Elizabeth Montgomery, quien editó mi escrito original con gran paciencia y cuidado. También agradezco a Anthony Vinciguerra, mi ayudante de investigación, quien meticulosamente elaboró el índice.
Y finalmente, mis gracias a Dios, un Dios que siempre me ha sido fiel: por haberme dado un padre cuyo amor ya se extiende más allá de esta vida, un hombre sencillo que me enseñó que “Dios es muy grande”, y por haberme dado una madre cuya paciencia sobrepasa la de Job; este Dios nunca se ha dejado ganar en generosidad. ¡Bendito sea su santo nombre!
Notas:
1 Se expresó el deseo de que se hicieran comparaciones entre los diferentes escritos de los teólogos hispanos estadounidenses, preservando así la autenticidad de sus contribuciones, en vez de categorizarlas forzosamente en modelos desarrollados por una persona no hispana. Mis razones para usar los modelos de Bevans son que él entra en diálogo con muchos teólogos que no pertenecen al ambiente norteamericano, como los latinoamericanos y los asiáticos, y que por su naturaleza, mi trabajo es intercultural. Es decir, que aquí dialogan varias corrientes culturales. Además, no se puede tolerar que un estudio tan importante sobre la teología contextual continúe alejado del discurso teológico más amplio. Por esta razón, he optado por encarar entre sí a estos varios teólogos hispanos y no hispanos.