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3. Después de su conversión

Entre tanto, para no precipitarse a la hora de elegir, el P. Huvelin aconsejó a Foucauld hacer un retiro en la Abadía benedictina de Solesmes. Con una carta de recomendación de su director espiritual, Charles llegaba a la histórica abadía en abril de 1889. Huvelin no ocultaba (así lo manifestaba en la carta) que a él le parecía bien que Foucauld realizara su vocación monástica en Solesmes.

3.1. Camino de la Trapa

Poco sabemos de los pormenores de este retiro espiritual. Parece que a Foucauld le llegó al alma un consejo de Dom Delatte, prior de la abadía: En las horas de tristeza es bueno acordarse de dos cosas: que Dios nos ama y que la vida no es eterna[140]. Y sin embargo Charles descubrió que aquella comunidad benedictina no era su lugar. Le orientaron, entonces, hacia la Trapa de Soligny, dado que le atraía la vida cisterciense. Le parecía más próxima al espíritu de pobreza en el seguimiento de Jesús.

El 6 de junio de 1889 el templo Parísino, dedicado al Corazón de Jesús, en la colina del Montmartre, resplandecía en toda su belleza. Se celebraba con júbilo eclesiástico la consagración de Francia al amor de Cristo, cuyo símbolo más popular es su divino corazón. Los jesuitas habían sido los encargados de difundir esta famosa devoción, de raíces tan bíblicas. A Foucauld, conocedor por experiencia del amor generoso del buen Maestro, le atraía todo lo que este corazón pregonaba y significaba. Andando el tiempo, convertiría al corazón de Jesús (coronado por una cruz) en el símbolo y distintivo de su entrega en la vida religiosa.

En el castillo de La Barre, cerca de su prima María de Bondy, transcurrieron las últimas vacaciones familiares, antes de partir para siempre hacia su retiro religioso. Por eso aquel verano, del 14 de agosto al 15 de septiembre, tuvo mucho de lágrimas y despedidas. Nunca más volvería a disfrutar de un sosegado veraneo familiar.

Una vez que Foucauld se decidió por la vida contemplativa y por una comunidad trapense, había que elegir lugar. ¿A qué Trapa dirigirse?

Con ayuda del P. Huvelin, se descartaron unas como inviables y se eligieron otras como más probables. Al fin, el joven Charles se orientó hacia la Trapa de Nuestra Señora de las Nieves, en Ardèche, uno de los monasterios más altos y fríos de Francia. Esta pequeña abadía, a la que habían alcanzado los decretos de expulsión de religiosos de 1879, poseía entonces una fundación en Siria, en Cheikhlé, cerca de Akbés. Era un pequeño priorato que, desde 1882, dirigía Dom Policarpo, antiguo abad de Nuestra Señora de las Nieves[141].

Este iba a ser su lugar: un monasterio pobre, alejado de su familia, de su patria y de todo aquello que le recordaba los extravíos de su vida pasada.

En octubre, a modo de experiencia previa, pasó diez días en Nuestra Señora de las Nieves, conociendo la nueva vida que le esperaba. Entre tanto, se iba empapando de las lecturas de santa Teresa de Jesús, sobre todo manejaba el Libro de las Fundaciones. Le entusiasmaba la santa aventurera y contemplativa de Ávila. En aquel momento, al menos, la espiritualidad carmelitana encajaba perfectamente en la sensibilidad de Foucauld. Un oportuno retiro en Clamart, en la villa jesuítica de Manresa, disipó sus últimas dudas.

Y, por fin, llegó la hora del «adiós».

3.2. Lágrimas y despedidas

Charles de Foucauld retuvo siempre, en su feliz memoria, una fecha para él inolvidable: el 15 de enero de 1890. Fue el día más largo de su vida.

Si deseaba realizar una entrega al Cristo pobre y desnudo, si optaba por una donación radical y sincera, él sabía que debía dejar atrás todo lo que había amado. Todo: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí» (Mt 10,37).

¿Cristo invita a ir demasiado lejos? Tal vez. Foucauld, sin duda, pensaba que sí; pero sabía también que merecía la pena realizar este seguimiento. El tesoro escondido e inaudito de aquella parábola del Reino (cf Mt 13,44) consistía precisamente en esto: venderlo todo, para hacer un buen negocio. Él lo descubrió enseguida. Casi a la vez que su conversión. Ya señalé que, para Charles, conversión y vocación a la vida religiosa estuvieron íntimamente unidas. Como la cara y la cruz de las monedas aquellas del tesoro evangélico. Lo demás consistiría ya en coherencia y respuesta al don de Dios.

¿Lo entendieron los suyos? ¿Su familia? ¿Sus amigos? Sin duda, unos, como María de Bondy, lo entendieron y asumieron; otros, como sus amigos exploradores y militares, no demasiado. Pero probablemente todos admiraron el arrojo y la entrega de este joven decidido, valiente, alejado de las medias tintas.

Y sin embargo el corazón es el corazón. El de un joven de treinta y dos años, como era el corazón de Charles en este momento, sensible a los amores humanos, lloró lágrimas reales y se retorció antes de partir para siempre hacia su nueva vida.

Se despidió de todos y cada uno. Visitó al P. Huvelin, que se encontraba muy enfermo, en la calle Parísina de Laborde. El P. Huvelin le dio su bendición. Comulgó junto a su prima, María de Bondy, en la inolvidable parroquia de Saint-Augustin, en el altar donde había comulgado cuatro años antes, el día de su conversión.

Por la tarde en la Avenida Percier 10, residencia de su prima, las horas se hicieron lentas y dolorosas. «Yo estaba sentado junto a ti en tu salón, mirándote unas veces y otras al reloj de péndulo (...) ¡Cómo vive para mí ese día!»[142].

Llegado el momento, no pudo contener las lágrimas y se marchó llorando con el pañuelo entre las manos. Lágrimas de un alma sensible.

Foucauld dirá más adelante: «Este sacrificio me costó todas mis lágrimas, pues desde entonces, desde aquel día, ya no lloro...»[143].

Ahora conocemos cuál era la razón de este sacrificio: su amor a Cristo. Charles quiso ocultarse, perderse y despojarse..., para estar más cerca del que se ocultó, perdió y despojó por amor a los humanos.

3.3. Nuevas páginas de su vida

Fue a partir de estos años, después de su conversión y siguiendo la llamada de Cristo, primero en la Trapa (1890-1897) y después en otros lugares, cuando Charles de Foucauld comenzó a escribir las páginas más bellas de su vida. Llama la atención cómo busca siempre la pobreza, el silencio y los caminos más radicales en el seguimiento de Jesucristo[144].

Pasados siete años de vida cisterciense (su período más largo de estabilidad), parecía que tampoco encontraba allí toda la desnudez y fidelidad al proyecto evangélico con los que él había soñado. Ni en Nuestra Señora de las Nieves ni en Akbès parecía encontrar lo que buscaba.

Por eso, estando en Akbès en septiembre de 1893, escribió al P. Huvelin: «No haremos sino apartarnos más, y cada vez más, de la pobreza, de la humildad, de esa vida pequeña de Nazaret que yo he venido a buscar...».

Aquel mismo año se reunieron las congregaciones de cistercienses y de la Trapa. De estos encuentros salieron unos «Usos y Constituciones nuevos», que no convencieron del todo a Charles de Foucauld.

Fue entonces cuando el inquieto buscador sugirió la posibilidad de fundar una nueva, pequeña congregación: «¿No habría medio de formar una pequeña congregación para llevar esa vida, para vivir únicamente del trabajo de nuestras propias manos, como hacía nuestro Señor, que no vivía de colectas, ni de ofrendas (...) Quizás se podrían encontrar algunas almas para seguir a nuestro Señor en esto, para seguirle siguiendo todos sus consejos, renunciando absolutamente a toda propiedad, tanto colectiva como individual (...)».

Y, en la misma carta, hablando de la «complicada liturgia de S. Benito», hacía una observación importante, cuando todavía estaba lejos la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II: «Nuestra liturgia cierra la puerta de nuestros conventos a los árabes, turcos, armenios, etc., que son buenos católicos, pero no saben una palabra de nuestras lenguas...».

Sin alardes de fundador ni de pionero, él no quiso renunciar a lo que, después de su conversión, había buscado con todo empeño: seguir a Cristo en total disponibilidad.

Por eso dice: «¡Cuando miro al sujeto a quien le ha venido este pensamiento! (...) El sujeto, este pecador, este ser débil y miserable que usted conoce (...) Si el pensamiento viene de Dios, Él dará el crecimiento y hará venir pronto almas capaces de ser las primeras piedras de su casa, almas ante las cuales yo quedaría con toda naturalidad en la nada, que es mi sitio...»[145].

¿Qué respuesta le dio el P. Huvelin?

Hombre prudente, le aconsejó esperar. Entre tanto Foucauld seguía con sus estudios de teología; pero también se acercaba más y más a los pobres. Le impresionaba aquella miseria de las gentes de Akbès. Curiosamente, Marx publicó aquel mismo año de 1894 el libro tercero de El Capital.

En 1895 se produjeron las horribles matanzas de armenios, no lejos de donde vivía el hermano María-Alberico, que así era conocido Charles de Foucauld en la Trapa de Akbès. De todo ello levantó acta el incómodo trapense en sucesivas cartas.

El 16 de enero de 1896 escribía al P. Huvelin: «No es por mí por lo que le escribo hoy. Usted conoce sin duda los horrores que han ocurrido en estas comarcas; en nuestro convento gozamos de una profunda calma, y yo estoy tan en paz como si no existiese la tierra. Pero en este tiempo ha habido a poca distancia, en Armenia, terribles matanzas: se habla de 60.000 muertos..., y entre los supervivientes, en las ruinas de sus pueblos quemados, despojados de todo, una miseria, un hambre, un sufrimiento espantosos...»[146].

Suplicaba, a continuación, al P. Huvelin para que, «si conoce alguna persona que pueda y quiera socorrer tanta desgracia, oriente hacia ese lado su caridad»[147].

Aquel mismo año, el 2 de febrero, el hermano María-Alberico renovó sus votos, pero seguía pensando en abandonar la Trapa. Estaba convencido de que Dios le pedía algo más fuerte y exigente. El P. Huvelin le invitó a tener paciencia, a exponerlo y discernirlo con sus superiores trapenses: «Dígales sencillamente lo que piensa, hábleles a un tiempo de su estima profunda por la vida que usted ve a su alrededor y del movimiento invencible que, desde hace tiempo, haga usted lo que haga, le lleva hacia otro ideal...»[148].

Por entonces comenzó a escribir sus meditaciones sobre el Evangelio. Seleccionaba pasajes relativos a la oración y la fe. René Bazin colocó acertadamente estas reflexiones al principio de sus Escritos espirituales[149]. Son los primeros escritos suyos de estas características que se conservan. Se había deshecho de otros muchos, redactados durante su estancia en la Trapa.

Comentando la oración de Jesús en la cruz, tal y como la recoge S. Lucas en 23,46, redactó la conocida Oración de abandono: «Padre mío, me pongo en vuestras manos; Padre mío, me confío a vos; Padre mío me abandono a vos; Padre mío, haced de mí lo que os plazca; sea lo que sea, lo que hagáis de mí, os lo agradezco; gracias por todo; estoy dispuesto a todo; lo acepto todo; os doy gracias por todo, con tal que vuestra voluntad se haga en mí, Dios mío; con tal que vuestra voluntad se haga en todas vuestras criaturas, en todos vuestros hijos, en todos aquellos a los que ama vuestro corazón, no deseo nada más Dios mío; pongo mi alma en vuestras manos; os la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque os amo, y para mí es una necesidad de amor el darme, ponerme en vuestras manos sin medida; yo me pongo en vuestras manos con infinita confianza, porque vos sois mi Padre»[150].

El fuego de la montaña

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