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Los infortunios de un bibliotecario

El viejo Ude, Bibliotecario en Jefe de Tipûmbue, se burlaba de la erudición pese a que aprovechaba sus noches en la Biblioteca para husmear montañas de libracos. Afirmaba que la función de la Biblioteca no era aportar conocimiento, sino sólo medir la ignorancia. También sostenía que la gente ignorante era inmensamente feliz y que, por lo tanto, no convenía saber demasiado.

Y sin embargo, un griterío mayúsculo en plena calle era buen motivo para que hasta alguien como él considerara necesario asomarse a la ventana de su despacho, de La Sala del Trono, como se la llamaba, para informarse acerca de lo que estuviera sucediendo. Eso muy a su pesar, porque no le cabía la menor duda de que iba a arrepentirse. Pues bien: allí estaba el griterío mayúsculo en plena calle, y allí estaba él junto a la ventana, tratando de entender lo sucedido.

Una joven yacía cuan larga era en la calle. Que era joven, el viejo tardó en advertirlo, porque había mucha gente alrededor. Tampoco le hubiera interesado saberlo, pero se enteró y en ese momento decidió que no convenía enterarse de nada más. Era muy bueno que las personas permanecieran anónimas en mera condición de número. Nadie llora a los números que se restan, y eso era una buena razón para apasionarse más por las matemáticas que por las humanidades. Casi seguramente esa chica acababa de ser restada del mundo de los vivos, pero que fuera alguien joven, para Ude, opacaba el sentido abstracto de la resta: ya no era cualquiera la persona que acababa de sustraerse al mundo, sino una pobre muchacha que tenía toda una vida por delante. Ese detalle podía amargar hasta al más amante de las ciencias exactas.

—¿Y? ¿Qué pasó?–preguntó a sus espaldas una voz masculina. Pertenecía a un hombre de alrededor de treinta años, que sin ser un dechado de belleza al menos era relativamente agradable a la vista, y cuya vestimenta seguía los parámetros de la actual moda, pero era de confección ligeramente inferior aunque buena de todos modos. Estaba sentado en una de dos sillas que había del otro lado del escritorio de Ude.

Éste lanzó un resoplido al recordar que él tenía su propio problema matemático: una persona menos en la calle podía ser igual a una persona más en su oficina, cosa que no era muy de su agrado. El único realmente bienvenido en su oficina era Igu, su joven mano derecha, quien también se hallaba en La Sala del Trono esa mañana. Ude no podía prescindir de los excelentes mates que cebaba Igu y que precisamente estaba cebando en ese momento, haciendo imprescindible su presencia allí, contrariamente a la del individuo que acababa de hablar. El Bibliotecario en Jefe no era muy sociable, más bien nada. Comenzando por él mismo, consideraba imbéciles a absolutamente todos los seres humanos; variaba el grado de imbecilidad, superlativo en el caso del sujeto de turno.

—Nada. Alguien acaba de morir–respondió, en un intento de mantener el asunto en el estricto ámbito de las matemáticas.

Y así diciendo, retornó a su puesto frente al escritorio. Hombre rollizo, de frente extraordinariamente arrugada en notorio contraste con el resto de su semblante, era muy movedizo no obstante su amplio volumen. Ni bien se sentó, Igu le obsequió un amargo que saboreó satisfecho y que hizo desvanecerse momentáneamente su perpetua expresión de mal humor. El siguiente en ser restado de este mundo podía ser él, así que, ¿por qué no apresurarse a tomar aquel mate y abandonar este mundo llevándose su sabor?

Donde hay tres, sobra uno. Esto puede ser válido incluso si los dos restantes no son una pareja de enamorados. En este caso, por ejemplo, Ude no era gun ni estaba enamorado de Igu salvo, como era lógico, de los mates que cebaba el joven; pero igual no le hubiera molestado hallarse a solas con el chico, que era un pacífico y silencioso hijo de cipangueños en vez de un charlatán sin sesos, como sí lo era el tercero presente en el despacho. Ude se alegró mucho al ver a éste levantar el culo del asiento, pero se sintió desolado al constatar que se levantaba nada más para acercarse a la ventana e informarse de más detalles acerca de aquella muerte en plena vía pública, y no para retirarse. No pudo evitar, además, preguntarse aquel morboso interés por la muerte, habiendo en la vida tantas cosas de las que disfrutar; aquellos mates, por ejemplo.

¡Se suicidó!–exclamó el pocoseso de turno, sin dejar de mirar hacia la calle.

Tal vez me convendría imitar tan bello ejemplo, pensó Ude, atribulado por el poco grato inicio de su mañana: en cuanto se deshiciera del pocoseso, tendría que recibir en el mismo despacho a un ningúnseso. Sin contar, claro, que comenzar el día con la noticia del suicidio de una pobre muchacha es bastante deprimente.

—Esos que están ahí, ¿no son sus amigos gun?–preguntó el pocoseso.

—No tengo amigos, ni gun ni de ninguna otra clase–respondió Ude.

—Bueno, los luchadores que vinieron a verlo a usted y de los que habla todo el mundo.

—No sé. No puedo verlos desde aquí.

—¡Pues venga a mirar!

Ude perdió la paciencia.

—Mox, no tengo ganas de ir a mirar nada ni a nadie–respondió acremente–. Estoy de lo más cómodo aquí sentado y saboreando mate, y es por eso que aún no huido desde que comenzaste a hablar; pero estoy muy ocupado, y encima después de que te vayas vendrá Lipe a amargarme la mañana, así que si por desgracia tuvieras algo que añadir a lo que ya me has contado, hazlo y luego déjame en paz. Además, estás hablando de dos tipos enormes como montañas y feos como ellos solos; ¿y precisas mi ayuda para identificarlos? Si es así, ni te molestes en hacerte examinar tu vista, porque ya es tarde, mejor consigue un bastón y un perro lazarillo.

De mal talante, Mox se apartó de la ventana y se sentó frente a Ude.

—Usted no es amable, Ude–protestó.

—Claro que no. Soy sólo un hombre que quiere vivir tranquilo. Se ve que los dioses te envían a castigarme por tan desmesurada ambición–gruñó Ude–. Pero volvamos a lo tuyo. Descubriste una tremenda conspiración entre los frankers6 y los khabiru7...

—No, yo no la descubrí–acotó Mox.

—...los cuales, según tú, son una raza de reptiloides que intenta instaurar un... ¿cómo dijiste? ¡Ah, sí!... nuevo orden mundial, esclavizando a la especie humana, controlando su natalidad mediante no sé qué métodos y convenciendo a la gente del peligro de las invocaciones poderosas.

—¡Deje de burlarse! Ahora mismo se acaba de suicidar una pobre chica. ¡Tenga un poco de respeto por los muertos, carajo!

—¡Disculpa, pero no entiendo qué tienen que ver mis supuestas burlas con el respeto que tenga o no tenga por los muertos o con el suicidio de la pobre chica en cuestión!...

¿No entiende?... ¡La asesinaron los reptiloides!

—¿Pero en qué quedamos? ¿Se suicidó, o la suicidaron?

—¡Se suicidó, pero porque los reptiloides utilizaron sus poderes mentales sobre ella para persuadirla de que lo hiciera! ¡No soy una oveja, Ude, he investigado mucho sobre este tema! ¡Usted también debería hacerlo!

—Mejor no. Soy sólo un viejo ignorante que sospecha que tú y todos los que creen en esas extravagantes teorías están más locos que una cabra, y me preocuparía mucho investigar más a fondo y confirmar esa primera impresión, porque además, la locura de ustedes parece bien peligrosa.

¡Extravagantes teorías!... Hay que ver quién lo dice, ¡justo usted, que apoya la locura de esos dos tipos que dicen haber venido de las estrellas a buscar no sé qué cosa en nuestro mundo!

—En primer lugar, ni sabes de qué hablé con ellos, como acabas de demostrar. En segundo lugar, no apoyé su locura, sólo le di cohesión, cierto sentido, si es que me entiendes, Mox. Como yo mismo estoy loco, respeto la locura ajena, a condición de que no sea peligrosa. Y por el momento, y a diferencia de la tuya, la de ellos no lo es. Por cierto, qué deprimente, si lo piensas: ser un par de campeones deportivos, y que sólo los recuerden por su locura, como lo haces tú, o por su sexualidad, como hace el buen Mofrêm.

—¡Mofrêm mismo es reptiloide! No está escandalizado por la sexualidad de esos dos ni de ningún otro miembro de la comunidad guleibi8, ¡sólo finge estarlo!

¿A ver, a ver?... Sorpréndeme, Mox, ¿cómo es eso de que Mofrêm no está escandalizado?

—¿Por qué iba a estarlo, si son creaciones de su raza? Los reptiloides propagan el apareamiento entre personas del mismo sexo para evitar que nos reproduzcamos. ¡No soy una oveja!... ¡Sé sumar dos más dos!

—Sí, y calculo que tu resultado debe ser siete. Y dime: suponiendo que todo este disparate fuera cierto, ¿qué tengo que ver yo en ello?

—¡Todos tenemos que ver! ¡Es el género humano el que está en peligro!

—¿Y entonces para qué me dices todo esto a mí? ¡Párate en medio de la feria y grítalo, así te oyen todos!

—¡Me tomarían por loco!

¿En serio? Qué maravilla... Todavía hay esperanzas para la Humanidad si aún tiene suficiente cerebro para notar que estás para el manicomio.

—Ude, por favor, ¡déjese de sarcasmos!–exclamó Mox–. ¡Los reptiloides ya nos esclavizaron en el pasado, y volverán a hacerlo ahora! Hay pruebas de lo que digo, ¡no soy una oveja!

—Pruebas, ¿eh? ¿Cuáles, por ejemplo?

—¡Investigue como yo lo he hecho! Tiene aquí toda una biblioteca a disposición; recurra a ella. Cuando algo despierta mi interés, lo investigo, ¡no soy una oveja, Ude!

¡Y dale con que no eres una oveja!... Para ya de repetir esa obviedad, ya sé que no lo eres: ¡las ovejas no rebuznan! Y por lo visto, y como todo buen asno, encuentras apasionantes los rebuznos, pero yo prefiero investigar otras cosas, y todas mis investigaciones concluyen en la reafirmación de mi ignorancia; por lo tanto, mejor júntate con otros que sean igual de sabios que tú.

—¿Puedo preguntar de qué tiene miedo?

—De que me sigas matando de aburrimiento.

—¿Y no escuchó la noticia? Todos hablaban de lo mismo anoche: la Policía recomienda a la población de Tipûmbue, por su propia seguridad, mantenerse alejada de los bosques hasta nuevo aviso, pero no aclara por qué. ¿Y?... ¿Qué me dice ahora?

—Que en mi caso, que ni a la esquina salgo y mucho menos a los bosques, el aviso es innecesario, así que te agradezco, pero...

—¡Pero Ude! Le demuestro que nos esconden cosas, ¿y ni aun así reacciona?

—Todos escondemos cosas, salvo tú, que a mí al menos no me haces ese favor; todos, unos mejor que otros. Yo guardo muchas cosas en los cajones, y quedan tan bien escondidas, que ni yo mismo las encuentro luego; así que hazme el favor de comunicar a la Policía que si quiere, le doy unas lecciones gratis, ya que al parecer su ingenio para esconder cosas es insuficiente contra tu sagacidad. Y como ya me hartaste con tus tonterías, debo pedirte que te retires y así tú también mantienes en secreto las que aún te queden por decir, que por lógica tendrían que ser pocas, aunque temo sean inagotables.

—Pero es que...

—Buen día–concluyó Ude, en tono cortante, agresivo.

Mox perdió momentáneamente el habla al verse despedido de modo tan brusco.

Buen día– masculló al fin, furioso, retirándose con cara de pocos amigos.

Ude suspiró y se desmoronó sobre su escritorio. Al aceptar aquel trabajo, había creído ingenuamente que sería interesante desafío reorganizar la Biblioteca, que más que nada tendría que mantener todo en orden y que nadie lo molestaría; pero en esto último se había equivocado cruelmente. Su fama de tremendo cascarrabias no superaba su reputación de hombre sabio y cuerdo, que sin embargo él estaba lejos de fomentar o siquiera de compartir. Por lo tanto, muchos solían acudir a él para asesorarse sobre distintos temas. Esto a él no lo molestaba, porque no tenía más que hacer que remitir a los consultantes a los correspondientes volúmenes que había en la Biblioteca. Pero muchos otros buscaban su apoyo para distintas causas de cuestionable calaña. Pensaban que siendo tan fanáticamente huraño llamaría la atención su eventual y entusiasta adhesión a la causa de turno, y encima su pretendida sapiencia y su cordura teórica serían dos excelentes avales para la misma. Pero por otra parte su mal carácter era un colador que iba filtrando gente junto con las respectivas causas que defendían, por lo que sólo los muy necesitados de adherentes recurrían a él después de la primera vez. Mox era uno de esos pocos reincidentes, una especie de entrada en un menú de baja estofa programado para aquel día.

No tardó en ingresar un guerrero de la Guardia anunciando que el plato fuerte en cuestión estaba listo para ser servido.

Hazlo pasar–replicó Ude, consternado. Junto a él, Igu puso también cara de desolación y cebó un mate a su jefe como para darle ánimos para lo que se le venía encima.

El guerrero salió, se hizo a un lado y dijo:

—Pase, señor Lipe.

Ude compuso una sonrisa que no era ni pretendía ser alegre o cordial. De hecho, más que una sonrisa era una mueca de resignado compromiso, un letrero indicando al visitante de ocasión que no era bienvenido e invitándolo a la brevedad. Estaba decidido a despachar al sujeto tan pronto como le fuera posible.

Lipe era sacerdote de Elius. Tenía semblante cadavérico y amargo como caramelo de ruda, y aire malévolo y tétrico, muy poco representativo del amor universal que predicaba.

—Tengo poco tiempo, Ude...–comenzó.

Buenos días para usted también, pensó Igu, indignado.

—...así que seré breve–concluyó el sacerdote.

—¿Sí? ¡Qué amable! Tan mal no marcha el mundo después de todo, si hasta usted es capaz de un gesto tan compasivo–ironizó el Bibliotecario.

¡Qué placer verlo de nuevo!, pensó Igu, bajando la cabeza para ocultar una sonrisa.

—El señor Mofrêm está dispuesto a olvidar la ofensa que usted le hizo la última vez que vino a visitarlo....–continuó Lipe. Mofrêm era el Sumo Sacerdote de Elius, y a mediados del año anterior Ude, con palabras serenas pero ultrajantes, lo había invitado a retirarse. No echado, claro.

—¿No me diga? ¡Qué desgracia!... Suerte que me avisa a tiempo, así voy pensando otra aún peor–replicó el Bibliotecario.

—...pero sabe precisamente eso, que usted estaría preparado para obsequiarle otra aún peor–concluyó Lipe–; así que me envía a mí, a ver si tengo mejor suerte en mi intento de negociar con usted.

Ude sonrió sarcásticamente.

—No pretenderá, supongo, que lo trate como a él–dijo–. Usted es un sacerdote de rango menor; la ofensa que le haga a usted debe ser, por lo tanto, menor. Sepa disculpar. ¿Y qué es lo que viene a negociar, exactamente?

—Dos penosos asuntos–contestó Lipe–. Uno tiene que ver con la Guardia de la Biblioteca. He oído cosas escandalosas sobre esos... depravados.

—Me imagino. No debe hacer caso de esas versiones: las edulcoran para que sean más del gusto de usted.

—Hasta me han dicho que se refieren a la cuadra en que duermen como El Prostíbulo.

—Hombre, insisto en que son infundios. Le garantizo que ninguna puta pisa jamás ese lugar.

—Es que eso precisament... ¿Quiere hacer el favor de ordenarle a ese asistente cataico suyo que deje de reírse?

Cómo no... Igu, termina ahora mismo de reírte de nuestras desgracias. El señor Lipe y yo aquí, sufriéndonos mutuamente, y encima tienes el tupé de burlarte. No es divertido: es trágico. Y por cierto, señor: Igu no es cataico, sino hijo de cipangueños.

—Da lo mismo.

—Sí, yo respondo lo mismo cuando me preguntan si ciertas personas son hombres santos, gansos, charlatanes o canallas: ¡es tan difícil notar la diferencia a veces!... ¿Y qué pasa con El Prostíbulo?... Mire que el tiempo corre. Odiaría que llegara tarde a algún lugar por demorarse aquí más de la cuenta.

—He oído rumores acerca de ciertas cosas que ocurren allí por la noche. Quiero creer que ni la mitad son ciertos.

—¿Y qué tal si pasa usted una noche allí y sale de dudas?

—Puede confirmarlos o refutarlos usted mismo.

—No, porque nunca estuve en El Prostíbulo.

—Mire, Ude, si no quiere responder, no responda; pero no trate de tomarme por idiota.

—Jamás haría eso. Los idiotas suelen caerme relativamente bien; con descerebrados como usted es que tengo problemas.

—¿No se cansa de ser irrespetuoso? ¿Y se da cuenta de que encubriendo a esos degenerados se hace sospechoso de serlo usted mismo?

—¿Sospechoso de qué? Sospechoso de nada. Que no pasa noche sin que me coma una sabrosa verga más grande que el Palacio Real de Aurobia es una realidad, no una sospecha.

—UDE, ¡¡¡BASTA!!!–tronó Lipe.

—Fíjese usted que eso mismo me digo a mí mismo todas las noches; pero son demasiados años de adicción, si es que me entiende. El vicio me puede.

—Ude, ¿usted habla en serio? ¿De veras me habla en serio?...

—No, claro que no: bromeaba. Pero si usted algún día decide usar el cerebro, para hacer juego, me apresuraré a engullirme una poronga de buen tamaño; así por fin ambos habremos hecho algo que nunca hicimos antes. Luego festejamos juntos, ¿qué le parece? Un festejo en El Prostíbulo, ¿eh? ¿Usted quiere ser el pasivo o el activo? Porque estas cosas deben prepararse con tiempo...

—¡¡¡UDE, NO SEA REPUG...!!!–bramó Lipe; pero súbitamente se oyó un formidable estrépito en el techo que dejó inconcluso el indignado llamado al orden e hizo que tanto él como Ude e Igu alzaran la vista–. ¿Qué diablos fue eso?

—Nada. Simplemente acaba de venirse abajo ese espantoso cimborrio9 construido con fondos del Ayuntamiento–contestó Ude.

Lipe puso cara de horror.

—¿Cómo sabe?–preguntó–. ¿También es cierto que usted sabotea las obras?

—Lo felicito, no cualquiera tiene tiempo para dedicarse a los asuntos de Dios y estar tan pendiente de los chismes de turno... Pero no. Nunca hubiera saboteado la construcción de ese horroroso cimborrio: imagínese si metía la pata y quedaba en pie.

—¿Y entonces cómo sabe que se cayó el cimborrio?

—Porque no pasaba día sin que los albañiles me previnieran que exactamente eso sucedería. Ya verá usted como dentro de diez minutos... no, yo diría que cinco minutos, más o menos... tendremos aquí a ese sagaz arquitecto echando pestes contra los albañiles. Yo debería tratar de levantarle el ánimo; por ejemplo, sugiriéndole profundizar sus conocimientos profesionales con el hijo de una de las mujeres de la limpieza, que tiene cinco años y construye castillos de arena bastante más estables que sus geniales creaciones. Igual no niego que el hombre tiene sus méritos. Desde luego, desde que se hizo cargo de refaccionar el edificio, tenemos en esta oficina siete u ocho pequeños saltos de agua artificiales; lástima que sólo funcionan cuando llueve. De todos modos, Lipe, cuando eso suceda, lo invitaré a ver tan bellísimo paisaje; pero sólo si es muy buen nadador, así no se ahoga. ¿Ve usted cómo protejo su vida? Eso es amor.

¿Hay alguien o algo en el mundo de lo que usted no se burle?

—No sé. Dígamelo usted que, de los dos, es el que cree en milagros.

—Al grano–abrevió Lipe–: ¿puede saberse por qué tolera usted que los guardias de la biblioteca caigan en tan inmundas, repulsivas conductas tan impropias de guerreros íntegros?

—Primero, porque no soy su superior y no tengo, por ende, por qué prohibírselo. Segundo, porque ya tenían esas inclinaciones desde antes de que prestaran servicio aquí. Tercero, porque el Ejército de Largen tiene de todos modos muy mala fama por otros motivos, así que uno más o menos no hará diferencia. Cuarto, porque por lo demás han mejorado. Y quinto, porque con una chota en la boca al menos no pueden hablar... Porque es por esa razón que no los han expulsado del Ejército: aquí podrían ser útiles espías. Es más: lo son. Ya sé que no hay siquiera uno que no corra a llevarles chismes a Mulsît, a Orûf o a Mofrêm–replicó Ude.

Pero omitía la parte que no le convenía que trascendiera, es decir, que tenía un tácito acuerdo con buena parte de la Guardia: él guardaba silencio sobre sus depravaciones sexuales y a cambio ellos oficiaban de espías dobles o sólo repetían información distorsionada o la que a él le conviniera que llegase a destino.

—Reconoce entonces que los rumores sobre las inmorales costumbres de la Guardia son reales–señaló Lipe.

—No. Reconozco sólo que he oído esos rumores. En su momento, el buen Elkter, puede preguntarle a él si no me cree, me previno que tuviera cuidado con ciertos hombres que enviaban a prestar servicio aquí, porque la mayoría estaban sospechados de pecado nefando. Así que yo cité a todos y cada uno de esos hombres a mi despacho, les dije qué se rumoreaba de ellos y les advertí que no me importaba qué hicieran en la cuadra, pero que más les valía que en horas de servicio no tuviera el menor reproche que hacerles. Y así fue como se convirtieron en guerreros ejemplares. Ahora, cuántos de ellos realmente cogían con sus camaradas y cuántos no, no sé.

—No es tan difícil deducirlo–dijo secamente Lipe–. Esos que, según usted, se convirtieron en guerreros ejemplares evidentemente lo hicieron para disimular su abominable vicio.

Todos se han vuelto guerreros ejemplares–respondió Ude–. Es que, imagínese, sería una vergüenza que la conducta marcial de un marica fuese ejemplar, y la de un guerrero que se precia de ser muy macho, no. ¿Ha visto lo que logra la sana competencia? Envío a Orûf muchas cartas de recomendación. Nadie queda al margen de mis recomendaciones, y salvo por el nombre todas son idénticas porque, fíjese usted, ni uno solo me falla... ¡Y después me acusan de ser odioso! En serio, Lipe, ¡todas idénticas!...

Ya lo habíamos notado.

—Ah, ¿Orûf le enseñó esas cartas? Yo en su lugar haría lo mismo. Hombres así son un orgullo para cualquier superior.

En ese momento entró un guardia a avisar a Ude que el señor Rotalik estaba furioso, ya que por torpeza de los albañiles el cimborrio casi terminado se había venido abajo, y quería hablar con él sobre ese asunto.

—Sí, y no es que yo esté gordo porque coma mucho, sino por torpeza de un primo mío, ¿no?–se burló Ude, mirando a Lipe en forma harto elocuente–. Bueno, dígale que tendrá que esperar: ahora estoy ocupado.

—Me temo que ese arquitecto no tendrá que esperar mucho–dijo Lipe–. Ya veo que no conseguiré que denuncie formalmente a esos degenerados para darlos de baja, Ude.

Caray, veo que ha decidido usar el cerebro, Lipe, ¡y yo que todavía no me conseguí la poronga adecuada!... Más tarde prometo hacer una minuciosa inspección de chotas hasta encontrar la más grande. Tampoco es cuestión de llevarme cualquier porquería a la boca, ¿no? Pero lo prometido es deuda: al final del día, ambos habremos hecho algo que nunca hicimos antes... y entre mañana y pasado festejamos juntos.

Va a ser mejor que me vaya–gruñó Lipe, furioso.

—Veo bien que haya decidido estrenar el cerebro, Lipe, pero no exagere, que se le puede estropear si lo sobreexige ya desde el primer día de uso–respondió Ude, feliz de no tener que soportar más al desagradable sacerdote–. Igu, haz el favor de acompañar al señor Lipe hasta la salida.

Escoltado por Igu, Lipe se acercó a la salida, pero una vez allí se detuvo y se volvió hacia Ude:

—¿Está usted al tanto de que una pobre chica se suicidó arrojándose a la calle desde un primer piso? Ocurrió poco antes de que yo llegase aquí–dijo.

—Algo sabía–contestó Ude. ¿Te vas o no te vas, la puta que te parió?

—¿Y ni así piensa hacer algo respecto a esos degenerados guardias que sirven aquí?

—¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?

—Todo tiene que ver con todo, Ude.

—En eso tiene razón. Por ejemplo, en apariencia no tenía usted la menor relación con un caballo, pero ahora que se ha dignado estrenar su cerebro, hay esperanzas de que alcance el mismo grado de raciocinio que ese animal.

Lipe reprimió una exclamación de rabia y salió seguido de Igu. A la espera del regreso de su asistente, Ude quedó meditando sobre la triste noticia del día confirmada por Lipe, el suicidio de esa muchacha. Por desgracia, no era la primera ni sería la última: ahora miles de personas, jóvenes muchas de ellas, se suicidaban en todo el mundo por motivos que la mayoría decía no entender. Se hablaba de una ola de locura juvenil, pero ni Ude, que no tenía buena opinión de la cordura humana, aceptaba esta explicación simplista. Algunos sospechaban que más que de verdaderos suicidios, se trataba de víctimas propiciatorias ofrecidas en holocausto a dioses creados por el hombre, y Ude empezaba a creerlo también. Como fuera, era muy triste.

De repente llamaron a la puerta. Automáticamente una expresión sufrida afloró al rostro de Ude: había olvidado que en el menú de baja estofa programado para aquel día se había agregado a último momento un postre que no podía ser peor que el plato fuerte, pero que caería mal de todos modos.

Adelante–gruñó de mala gana; y cuando entró el guardia, agregó–. Sí, sí, ya sé. Que pase ese arquitecto sin sesos.

—Correcto, señor–dijo el guardia–. Otra cosa: Azrabul y Gurlok están aquí. Ya sabe, los luchadores. Han venido con su hijo y solicitan audiencia con usted. ¿Les digo que esperen?

¡NO, NO, NO, NO, NO!–exclamó Ude, aliviadísimo–. Que pasen ya mismo, los estaba esperando con urgencia. En cuanto al señor Rotalik, qué pena, tendrá que volver en otro momento....–digamos en unos veinte o treinta años, añadió para sus adentros.

No le hacía mucha gracia ver de nuevo a esos bribones ni a nadie, para ser más exactos; pero entre escuchar rebuznos de asnos de extracción villana y oírlos de boca de un licenciado en arquitectura, prefería lo primero. Al menos aquéllos no habían estudiado varios años sólo para perfeccionar tales rebuznos.

Dos hombres y un muchacho entraron a la oficina. Ude los había tenido allí otras veces. En la anterior ocasión, el muchacho había llegado desmayado, y los otros dos, algo así como padres adoptivos suyos, se hallaban preocupados por la salud física de él y por la salud mental de los tres. Al retirarse, el muchacho estaba fresco y lozano, y los tres de buen ánimo.

Viéndolos de nuevo, Ude los notaba cambiados, para bien en el caso de Amsil, el muchacho. A éste lo había conocido inhibido y tímido en exceso y más bien escuálido. Más tarde había ganado algo de seguridad y autoconfianza, en tiempo asombrosamente breve; y ahora casi no parecía el mismo de la primera vez. Para empezar, había pegado un notable estirón. Se lo veía bastante más robusto y llevaba el pelo más largo, aunque mucho mejor cuidado que las desgreñadas melenas de sus padres adoptivos. Su cutis, nunca blanco del todo, ahora estaba directamente bronceado por continuas marchas al sol, lo que le sentaba bien. Pero quizás su cambio más notorio estaba en la expresión de su semblante, segura de sí misma sin caer en la soberbia, que invitaba a la confianza. Sonrió al saludar a Ude, y su sonrisa era bella y franca. Qué festín para los ojos de las mujeres y los gun, pensó el Bibliotecario en Jefe. Ahora bien, no siendo él joven ni gun, sino sólo Ude, y no teniendo interés en que Amsil ni nadie se quedara a leer ni a ninguna otra cosa, toleraba sólo a Igu, por cebar los mejores mates de Tipûmbue hasta donde le constaba al viejo. Así que ante la resplandeciente belleza del muchacho, el cual sí era gun, prefirió no hacer el menor comentario, por si se hubiera vuelto vanidoso y decidiera quedarse aunque más no fuera a que le acariciaran el ego... u otras cosas. Esta gente era rarísima.

Había en el pasado del chico unos cuantos misterios que seguramente hacían que a otros les resultara todavía más atractivo. Uno de ellos tenía que ver con sus verdaderos padres: nadie sabía quiénes habían sido. Era casi seguro que estaban muertos, porque nadie había sobrevivido a la tétrica tragedia del Pueblo Condenado, como se conocía ahora al villorrio donde él se había criado y cuyos habitantes, según se decía, habían sido instantáneamente devorados por un horrendo y desencarnado dios despertado mediante invocaciones imprudentes y, quizás, mal hechas. Las sospechas acerca de la paternidad del joven apuntaban a cierto posadero para el que había trabajado, pero de oídas parecía haber sido un personaje tan desagradable que más que en un padre hacía pensar en un enemigo. En su momento, el asunto había inspirado curiosidad a Ude, pero ahora había vuelto a su normal deseo de ignorancia.

Sus dos acompañantes, superficialmente, eran muy similares: melenudos y feos como el diablo ambos, colosales, musculosos, toscos, de aire temible y hediondos hasta la exageración. Incluso Ude, acostumbrado a la fetidez de la Guardia de la Biblioteca, se preguntaba cómo hacía ese par para soportar su propio tufo. También ellos eran gun, y evidentemente lo eran por sobrevaloración de la hipermasculinidad. Se dedicaban a la lucha beocia y de oídas sabía Ude que eran muy buenos en eso, en parte por su talla descomunal, pero también porque esa actividad los apasionaba y excitaba sexualmente como a fieras salvajes. Varios de sus contrincantes confesaban haber temido que los violaran en pleno cuadrilátero.

—Señor Ude...–saludó uno de ellos, inclinando respetuosamente la cabeza.

—Hola, viejo–dijo el otro, sonriendo de modo insolente aunque sincero.

Asomaba así la primera de muchas diferencias entre uno y otro. Azrabul, el más alto y fornido de los dos, tenía barba chivesca y una mirada casi diabólica que no hacía justicia a su carácter, ya que era uno de los hombres más buenos que conocía Ude, quien sin embargo lo había tratado poco. El efecto de aquella mirada sobre quienes lo enfrentaban por primera vez en el cuadrilátero era sencillamente devastador, pues se sentían vencidos de antemano. No tenía muchos sesos, pero al menos lo sabía, a diferencia, por ejemplo, de Mox, que tampoco los tenía pero se creía inteligente e instruido. Y amaba los desafíos, el combate y la acción lo que, combinado con su talla descomunal y su escaso cerebro, lo volvían una bestia salvaje e impetuosa que se guiaba por instintos y sentimientos. Eso a menudo terminaba haciéndolo un líder, por ser el primero en avanzar sin reflexionar siquiera ante eventuales peligros, arrastrando consigo a otros incapaces de detenerlo o que se embravecían ante su ejemplo o temían quedar como cobardes. Tenía dificultades para ver más allá del momento presente, por lo que, poco previsor, gastaba el dinero tan rápidamente como lo ganaba, y a menudo lo hacía en favor de otros. Tan feroz para el amor como para la lucha, si veía en peligro a alguien que amaba saltaba en su defensa arriesgando su propio pellejo. Ahora se veía muy desanimado.

Gurlok era su compañero a todo nivel, incluso el sexual, pero por lo que sabía Ude no acostumbraban hacerse arrumacos. Sospechaba que debían demostrarse su afecto de modo harto más rudo, ya que pudorosos no eran, y de haber querido besarse o abrazarse en público lo hubieran hecho. No había gran diferencia de tamaño entre ambos, y si a veces parecía lo contrario, ello se debía a la mirada feroz, cruel e intimidante en extremo de Azrabul. La de Gurlok oscilaba entre la desconfianza y la ironía. El creía poco en la bondad de la gente y lo demostraba, y en eso se parecía más a Ude. Mucho más cerebral que su compañero, habría sido, tal vez, mejor líder que él. A veces Azrabul se sometía a sus decisiones, pero eso si no lo cegaba la irreflexión y actuaba por su cuenta. Ya que no triste, a Gurlok se lo notaba preocupado.

Los tres vestían de forma muy similar ahora: mucho cuero y metal, con la salvedad de sendos ponchos rojos con bordaduras negras que llevaban a la espalda y que ya habían traído la vez anterior. Por lo demás era la primera vez, sin embargo, que Ude veía a Amsil vestido casi exactamente igual que ellos. Había que reconocer que le sentaba muy bien.

A Ude no le hacía mucha gracia tenerlos allí. Eran gente buena; demasiado tal vez, y esas suelen ser las más propensas a meterse en líos. Peor aún, a una persona mala, dañina o aburrida uno puede, como mínimo echarla; pero no a hombres buenos que confían en uno. Encima, si algo odiaba él, era aconsejar. y quizás a pedir consejo venían. Tampoco era posible exigirles refinamiento, y Ude no lo esperaba de ellos, pero los pedos de Gurlok ya eran demasiado. No conocía los de Azrabul y prefería seguir en la ignorancia: los de Gurlok hacían olvidar cualesquiera otras hediondeces corporales de aquellos dos gigantes, lo que no era decir poco.

Claro que entre su compañía o la del arquitecto descerebrado, Ude tenía muy claro de cuál prefería tener el dudoso honor de gozar.

—Haré que traigan una silla más–dijo.

—No hace falta–respondió Amsil, sentándose en el escritorio sin que se lo invitara a ello, mientras Azrabul y Gurlok ocupaban las sillas–. ¡Epa!...–añadió al volcar accidentalmente un tintero que levantó enseguida.

Sin inmutarse, agarró el papel que tenía más cerca y lo usó para secar torpemente la tinta derramada, sin preguntar si el papel en cuestión era importante o no lo era.

Ude iba a protestar, pero mejor Amsil contagiado de los toscos modos de sus padres adoptivos, que el arquitecto idiota responsabilizando por su propia chapucería a unos albañiles sin duda incultos, pero por lo visto más inteligentes que él.

—Tienes cara larga, Azrabul–observó Ude–. Imagino que no te debe hacer gracia que se te venga encima el juicio.

Pues Azrabul había sido denunciado por un grupo de niños ricos malcriados a los que, con su atolondramiento habitual, había golpeado al pescarlos maltratando cruelmente a un pobre mendigo cuyo nombre, Isbêt, se estaba volviendo más famoso día a día debido a ese incidente. Los puños de Azrabul eran enormes y poderosos, y cuando él se descontrolaba, caían sin ton ni son contra el objeto de su ira. Así era como varios de aquellos muchachos seguían sometiéndose a cirugías correctivas para tratar de mejorar el aspecto de sus respectivos rostros, en los que tales puños habían hecho espantosos estragos. Se decía que algunos revivían esa paliza en sueños y despertaban gritando por las noches. Esto se lo había dicho a Ude el alcalde, Mulsît, para convencerlo de testificar contra Azrabul en el juicio; pero el Bibliotecario Mayor, por sus propios motivos, tenía entre ceja y ceja al grupo apaleado por el gigante

—El juicio es un trámite nada más–respondió Azrabul, meneando la cabeza–, y me da lo mismo ir a la cárcel o quedar libre.

—Claro–respondió Ude sin sorprenderse. Azrabul ya había estado en la cárcel, por robar una vimâna, y al parecer la había pasado de lo lindo peleando y teniendo sexo con otros convictos. Sobre gustos no hay nada escrito–. Pero, ¿y entonces?...

—Lo amarga una tontería; sin embargo, para él es importante–terció Gurlok–. Personas en quienes él confiaba, lejos de darle aliento, lo desaniman. Además, escuchó a otros burlarse de él creyéndolo lejos. De nosotros, en realidad, pero a mí me tiene sin cuidado lo que otros digan o dejen de decir: no me fío mucho de nadie, excepto de Azrabul y de Amsil. Corren rumores, algunos de los cuales eran previsibles, pero otros no, y debido a ello estamos aquí ahora. Dinos, viejo: de lo que hablamos contigo, ¿qué has repetido y a quién?

—No repetí nada a nadie–replicó Ude–. La verdad, apenas si me acordé de ustedes desde la última vez que nos vimos.

—¿Igu entonces?–preguntó Amsil.

—Pudo haber sido él. Me consta que tiene un amigo egipcio al que considera casi un hermano. Es casi seguro que a él algo le comentó, pero dudo que a mucha gente más.

—Entonces ese egipcio se lo contó a otros–dijo Gurlok.

—No necesariamente. Desconfío más de los guardias, que son chismosos como viejas. No creo, eso sí, que lo hayan hecho con mala intención. Sencillamente un guerrero, hombre de acción, se aburre prestando servicio aquí. Estoy seguro que muchos se unieron a las actividades nocturnas en El Prostíbulo sólo de puro aburridos, al menos si en Tipûmbue no tienen hogar al que volver o novia a la que visitar.

—¿Y a los guardias quién les dijo?–preguntó Gurlok

—Casi seguramente nadie. No es difícil oír conversaciones ajenas en un lugar silencioso como este. Siempre hay un par de guardias apostados a ambos lados de esta puerta, y ustedes no pueden preciarse de silenciosos. Ni siquiera haría falta que alguien pegara su oído a la puerta.

—La gente dice que estamos locos. A veces lo dicen sólo de Azrabul y de mí, otras veces lo dicen de Amsil y otras, de los tres. A mí no me preocuparía lo que digan; pero se rumorea que nos quitarán la tenencia de nuestro chango. Nunca hicimos el trámite de adopción formal; la burocracia nos vuelve locos.

Y a quién no–dijo burlonamente Ude.

Y prefirió no decir nada más. Aunque tolerante respecto a la comunidad guleibi, siempre se había opuesto a la adopción por parte de miembros de la misma; pero en este caso era tan obvio que a Amsil lo habían favorecido los cuidados y el cariño de Azrabul y Gurlok, que no tenía nada que objetarles. Por desgracia, la posibilidad de que ambos perdieran la tutela del chico eran enormes.

Y la verdad, no quería ser él quien se los confirmara.

6 Frankers: individuos pertenecientes a cierta institución iniciática y mistérica basada en la fraternidad y la filantropía, y a menudo mal reputada sobre bases más bien prejuiciosas.

7 Khabiru: pueblo asiático que por persecuciones racistas y/o religiosas se vio forzado a errar durante siglos en el mundo, pese a lo cual algunos de sus miembros acumularon inmensas riquezas y llegaron a ser referentes notorios en la economía mundial.

8 Guleibi: forma abreviada de los vulgarismos gun, lein y biter, que englobaba en general a todas las minorías sexuales.

9 Cimborrio: construcción en forma de torre cuadrada u octogonal cuya función era aportar luz natural abriendo ventanas en sus paredes. El cimborrio era típico de la arquitectura gótica, pero algunos arquitectos de esta época pretendían incorporarlo al diseño neomuense.

La corona de luz 2

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