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Reencuentros
—Kaore ano kia tae atu nga taonga o Aotearoa.
—Ny anaranao dia tsara tarehy tahaka anao, Haja ...
—Unoziva here? Zvinoita sekuti Mujinga, iyo j’ba fofi, akauraya mupfumi aive atenga uye iko zvino kwasununguka...Handizive kuti kusvika rini zviremera zvichakwanisa kudzivirira izvi kubva munzeve dzevanhu.
—...vea hakdauchchea kar rutatbet nih trauv thveu cheamuoy strei noh del bau li sa kampoung svengork ku Satsujin–sha nih. Puokke niyeay tha neang chea kheatakr da krohthnak bamphot.
Era propia de la feria de Tipûmbue aquella excéntrica mezcolanza de idiomas, vestimentas, rostros y costumbres. La mayoría de los puesteros sabía casi de memoria cómo debía atender a los demás según su país de origen. El idioma, por supuesto, era otra cosa. En general nadie sabía más que una o dos palabras de cada una de las muchas lenguas que se oían en la feria, y solían no ser las mejores. Tutmosis, por ejemplo, sabía decir mierda en quince idiomas, pero que no le pidieran mucho más.
Sin embargo, y a pesar de que Udjahorresne no le caía bien, le gustaba trabajar con él en la feria, en parte justamente debido a esa pluralidad idiomática. No agradaban los chismes a Tutmosis, pero en cambio le encantaba escuchar conversaciones de las que no entendía nada o casi nada, y tratar de imaginar de qué se hablaba, aunque por lo general, si podía luego confrontar sus suposiciones con la realidad, rara vez confirmaba sus suposiciones. Por supuesto, las cosas cambiaban cuando alguien exclamaba furioso Merde!, Shit!, Tbaan!, Gāis!, A francba!, Korenga! o cosa por el estilo. Su versión preferida era Sial!, porque ésa era en el idioma de la hermosa Cinta: el esrivijayano, hablado en el puesto de los hijos de Bambang.
También le gustaba el clima fraternal que se había creado entre la mayoría de los puesteros extranjeros. Los largenianos, antes bastante cordiales, ahora estaban demasiado divididos en dos bandos enemigos según apoyaran a Irkham el Magnífico o a la anterior reina destronada. Por supuesto, la política de Irkham, hostil a cualesquiera extranjeros no europeos, no lo hacía muy querido entre las colectividades asiáticas, africanas o polinesias, ni siquiera entre las abyayalenses, exceptuando la veneciuelana, a la que utilizaba políticamente. De todos modos, no convenía criticar en público a El Magnífico si uno no quería meterse en líos.
Esto último, sobre todo, si uno tenía líos de sobra. Tutmosis no los tenía en este momento, pero se le acercaba uno de alrededor de treinta años, cabello rubio y ojos azules. Inocente, leve lío, sonriente lío, pero lío al fin.
—¡Tutmosis!–exclamó exultante el lío en cuestión.
—¡Heikkinen!–respondió el joven egipcio, no menos amable.
—Harmi tykkäät tytöistä, komea! Olet todellinen hottie...
—¿¿¿EEEH???–preguntó Tutmosis, exasperado. Heikkinen tenía la manía de hablar a todo el mundo en la lengua de su Suomi natal como si lo lógico fuera que allí, a miles de kilómetros de distancia, también se le entendiera. Al parecer, en los siete meses que llevaba viviendo en Largen, su conocimiento del idioma local no había avanzado mucho más allá de la frase Quiero tomar mate.
—Haluaisit ymmärtää mitä sanon, vai mitä? Mieluummin et ymmärrä, komea. Näin voin tunnustaa sinulle punastamatta, että minulla on fantasioita sinusta ja siitä upeasta makkarasta, joka sinulla on alhaalla.
—Heikkinen, carajo, ¡habla en algún idioma que pueda entender aunque sea un poco!–exclamó Tutmosis, frenético ante sus infructuosos intentos de comprender lo que le decía el rubio. Éste hablaba un excelente albioní, lengua en la que Tutmosis se defendía bastante bien; pero daba a todos la impresión que, bajo los efectos de una intensa emoción, Heikkinen olvidaba que existieran otros idiomas aparte del de su país natal. Y después todos se quejan de que no entienden ni jota de nuestros jeroglíficos, pensó Tutmosis, apabullado–. Lenkimakkara10–murmuró, tratando de entender toda la frase a partir de la única palabra que estaba seguro de haber captado bien y cuyo significado entendía–. No, no... Te agradezco. Es sabrosa, pero engorda... It’s tasty, but fattening, do you understand me?–repuso, gesticulando mucho para que Heikkinen comprendiera y también para que tomara ejemplo.
Heikkinen se echó a reír, para desconcierto de Tutmosis. ¿Tan ridículo se vería gesticulando para hacerse entender?
—Makkara, josta puhun, ei tee sinusta rasvaa, komea poika! Jos nuo makkarat lihotettaisiin, olisin jo lihava. Joka tapauksessa takaa, että minulla on enemmän kiinnostusta kokeilla makkaraa kuin antaa sinulle maku minun, mutta sinulla on vain silmät Cintaasi varten!
Cinta. De nuevo una única palabra que captaba Tutmosis, y que provocaba una tormenta de celos en su interior; pero por otra parte Heikkinen se veía tan jovial, que parecía imposible que fuera a hacerle la trastada de enamorar adrede a la misma chica que le gustaba a él, ¿o no tendría claro ese último punto?
—Ni se te ocurra–gruñó, medio en broma, medio en serio–. Cinta es mía, ¿quedó claro? ¡Y pensar que Igu y yo creíamos que eras gun!...
Heikkinen rió aún con más ganas que la vez anterior.
—Se osoittaa, että olette molemmat erittäin älykkäitä ja erittäin komeita! ... Kyllä: Igu houkuttelee minua myös! Kun molemmat kyllästyvät naisten kanssa, tule tapaamaan minua molempia... Quiero tomar mate. Näkemiin,hottie!–dijo Heikkinen sonriendo con picardía.
Y se alejó saludando con la mano a Tutmosis, quien devolvió el saludo. Simpático, pero loco de remate, pensó el egipcio.
—Hola, amigo mío–saludó de repente una voz masculina con marcado acento arábigo.
—Hola, Jihad–respondió automáticamente Tutmosis, cuando aún seguía a Heikkinen con la mirada.
Rápidamente giró la vista y encontró a un muchacho de veintitantos años, alto, atlético, de ojos cafés y barba y bigote muy prolijos.
—La sangre de dragón es muy buena contra los celos; quizás te convendría probarla–dijo Jihad–. ¿Y? ¿Te animaste a hablarle a Cinta? Terminará yéndose con otro. Debes ser valiente, querido amigo mío. Llevas el nombre de uno de los más grandes faraones guerreros de tu Egipto natal; hazle honor.
—No quiero ser descortés, pero tú tampoco le dijiste nada a Zahira hasta donde sé–observó Tutmosis–. Y respecto a tu sangre de dragón, es demasiado cara. No puedo pagarla. Debe ser que como quedan pocos dragones en el mundo, el precio se fue a las nubes.
Jihad sonrió.
—No, no, amigo mío–respondió–. Aunque la llamen sangre de dragón, en realidad no es tal, sino savia de un árbol sucutrino; pero tan lejos de la verdad no estás en lo otro, porque va escaseando el árbol del que se extrae. Ahora el precio bajó un poco para competir con las que importan los achinedíes y los garamantes, pero sigue alto, es verdad. En cuanto a Zahira, sabes bien que no tengo nada que decirle porque eligió, ni siquiera a otro hombre, sino a una mujer, a Thaerah.
—Podrías intentarlo de todos modos.
—Tienes razón. Tal vez sea que pienso en Thaerah como en un amigo aunque sea mujer, y ya sabes que la amistad es sagrada. También puede que tema el rechazo de Zahira y, finalmente, también es posible que tema que acepte.
—Explícame eso último. Ya quisiera yo que Cinta me aceptara a mí.
—Verás, en mi país hay hombres que tienen cinco o seis esposas, bellas muchas de ellas, o todas; y sin embargo, no hay entre ellas ni una sola de la que no se quejen.
—Pero, ¿estuvieron enamorados en algún momento de alguna de ellas?
—No sé, pero yo sí estoy muy enamorado de Zahira, y sería muy triste para mí terminar pensando en ella como piensan estos hombres en sus esposas. Y ya que ella ama a Thaerah, pues... no hay mucho que hacer, para bien y para mal.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Hacerte gun?
—¡Claro que no, Tutmosis, amigo mío!... Por cierto, ya que lo mencionas, quiero respetar a todo el mundo, pero sería interesante que los gun dejaran de confundirme con uno de los suyos.
—Pero hombre, si sabes cuánto te miran mujeres y hombres gun y sabes también que en esta ciudad estos últimos son tantos, ¿por qué eres tan excesivamente cortés con ellos?
—Por costumbre. En mi sociedad, se valora más la amistad entre hombres que las mujeres. No se te ocurre que un hombre guste de otros hombres, salvo que sea muy afeminado, en cuyo caso guardas distancia; y si sabes que lo es aun sin parecerlo, tiendes a olvidarte, al principio al menos.
—Puede ser, pero si no sales con mujeres por estar enamorado de Zahira, si no dices nada a ésta porque a ella le gustan las mujeres y eres tan excesivamente amable con los hombres, ¿cómo esperas que los gun no se confundan y te tomen por uno de los suyos?
—Bueno, en parte por eso vine a hablar contigo. Tengo reservaciones para ir a Guatrache el viernes que viene, porque se me había ocurrido invitar a Thaerah y a Zahira...
No daba la impresión de que Jihad sintiera celos de la tal Thaerah, y Tutmosis se preguntó si se debería a que él mismo consumía la sangre de dragón que recomendaba a otros.
—...pero las hice sin antes consultarlas a ellas, y Zahira dice ahora que tenían planes, en fin, más íntimos, más privados para ese día–continuó Jihad–. Por lo tanto, pensé en invitarte a ti, y por qué no a Igu. Porque si hombres gun me vieran solo, se me acercarían; y yo, sin saber sus intenciones, las alentaría como un imbécil, tal cual tú dices que hago. En cambio, si me vieran acompañado, ya sería más difícil que me abordaran. ¿Qué opinas, amigo mío?
—Que si quieres que te bese, te afeitas primero–bromeó Tutmosis.
—Mala cosa besarnos en público justo ese día y en ese lugar, porque tu Cinta irá a bailar jaipong, de modo que, aunque gustara de ti, si te viera haciéndote arrumacos con un hombre, te eliminaría de su lista de posibles candidatos, como a la fuerza tuve que hacer yo con Zahira.
—Hablando en serio, ¿qué piensas hacer? ¿No te convendría salir con otras chicas ahora que descartaste definitivamente a Zahira?
—¿Y para qué crees que quiero ir a Guatrache, si no es para encontrar una necia que me convenga y casarme con ella?
—Pero lo planteas de un modo tal que, si yo fuera gun, creería que tú también lo eres y que te casas por disimular que lo eres. No, a ti lo que te conviene es salir con muchas chicas, no encontrar una con la que casarte.
—¿Estás loco? Me imagino con seis esposas como mis pobres amigos de mi Yemen natal. Y ve tú a saber si esa mujer cipangueña a la que busca la policía, la tal... ¿Cómo era?
—Satsujin–sha...
—¡Qué talento para los idiomas!... Esa. Bueno, dicen que la buscan por asesinato; tal vez mató al marido. Imagínala multiplicada por seis.
—¡Cómo jodes con eso de las seis esposas!... Y no habría tanta restricción para entrar y salir de la ciudad si esa Satsujin–sha hubiera matado sólo al marido. Si la restricción es por ella, tiene que haber hecho algo más grave, mejor ni imaginar qué. ¿Y quién dice que debas casarte? Tener seis esposas no me molestaría, tal vez, pero con cada esposa viene una suegra, y Udjahorresne habla tantas pestes de la suya, que lo último que querría yo sería tener media docena. Y tampoco sugiero que tú las tengas. Lo que digo es que salgas una o dos semanas con una mujer, otras dos semanas con otra, y así; que estés ponga–saque, ponga–saque, ponga saque. De esa manera no sufrirás abstinencia sexual y la comunidad gun te dejará en paz, pues sabrá que son otros tus gustos.
—No lo sé. Es otro buen motivo para ir a Guatrache : al menos por un rato dejaré de pensar tanto en Zahira. Y como habrá hermosas mujeres, quizás pueda reordenar mis pensamientos y decidir qué hacer. Bueno, Tutmosis, amigo mío, creo que mejor regreso a mi puesto: veo que ahí viene Ifis, y mejor que él no me vea a mí. Ese muchacho siempre me hace sentir muy incómodo. Te veo en otro momento.
Y se hizo humo.
El tal Ifis que había provocado tan rauda fuga era toda una celebridad en Tipûmbue, pareciendo no existir en la ciudad nadie a quien él no conociera y a quien no se detuviera a saludar; por lo que ir con él por la calle podía ser inconveniente si se estaba apurado. Tenía una apariencia andrógina extrañamente perturbadora. Por un lado, su cuerpo tenía formas bastante masculinas y bien formadas, aunque delgadas. Por otro lado, se depilaba y maquillaba como una mujer. Había que reconocer que al menos lo hacía con sobriedad y buen gusto, colocándose apenas un poco de kohl egipcio en los párpados. Quizás eso era precisamente lo más chocante: de alguien que se pintarrajea exageradamente es inevitable reírse, pero Ifis no lo hacía, el kohl le sentaba bien; así que no había tanto motivo para burlarse. Aun así, muchos hombres lo hacían. Lo había hecho el propio Tutmosis, hasta que se dio cuenta de que estaba portándose como un tonto: en su Kemit11 natal, los hombres consideraban muy natural colocarse kohl para verse más atractivos, y él mismo lo hubiera usado allí. Pero en Largen los hombres no gun sentían mucha incomodidad para reconocer la belleza masculina.
—¡Hola, dulce!–saludó Ifis, al estar al fin frente a Tutmosis luego de lo que pareció una eternidad saludando a distintos conocidos–. ¿Llegó el kohl?
—Sí, pero creí que tenías todavía–contestó Tutmosis.
—Tengo. Es para avisarles a mis clientas. Ellas tenían interés–dijo Ifis, quien era peluquero de damas de la alta sociedad–. También publicité el kohl de Udjahorresne en el puesto de Bambang–añadió, guiñando un ojo–, pero no dije una palabra sobre el hermoso chico egipcio que lo ayuda en el puesto, porque Kuwat estaba presente.
Kuwat, hermano de la hermosa Cinta y el mayor de los hijos de Bambang, era un tipo tan callado y serio que espeluznaba, sobre todo teniendo en cuenta sus conocimientos de harimau silat: un sistema de combate esrivijayano extremadamente mortal.
—Gracias–dijo Tutmosis–. Me pregunto si ese energúmeno no me haría pedazos si supiera que miro mucho a su hermana.
—¡Claro que no!–respondió Ifis, indignado–. Es hijo de Bambang–agregó, como si esa filiación fuera una garantía–, y en el fondo es un dulce. Soy yo el insoportable.
—Así dicen–coincidió Tutmosis. Pese a ser muy querido, Ifis tenía unos cuantos enemigos, y de los múltiples apodos burlescos que le habían puesto, uno muy extendido era La Gata Salvaje. Además, Ifis cultivaba como deplorable deporte, precisamente, poner a prueba la paciencia de Kuwat de modo alarmante y por completo desaconsejable.
— Kuwat me recuerda un poco a Azrabul. ¿Dónde estarán Azrabul, Gurlok y Amsil?
—Detrás de ti–contestó Tutmosis con mucha naturalidad.
Ifis quedó estupefacto. No me jodas, decía su mirada, pero Tutmosis no era muy afecto a bromas de esa clase, y lo observaba muy serio y señalando hacia atrás. Ifis giró al fin y comprobó que el egipcio decía la verdad: tras él, a cierta distancia, se hallaban Azrabul y Gurlok, conversando entre sí con caras largas, y Amsil, quien acababa de verlo y lo saludaba con la mano.
El sentido del ridículo de Ifis nunca había sido muy grande y el de la discreción, menos todavía; así que Tutmosis no se asombró de verlo correr entre gritos exultantes, brincar sobre Azrabul y prenderse a éste como una gran garrapata. Se decía que estaba enamorado de él. Parecía tener tantas esperanzas de ser correspondido como las tenía Jihad de su Zahira; pero al menos ésta era muy bonita, lo que hacía un poco más entendible que el yemení no pretendiera más de ella que verla por la mañana. Pero a casi cualquier otro que no fuera Ifis, despertar y encontrarse con la cara de Azrabul hubiera hecho pensar que estaba soñando una pesadilla de monstruos. Ni siquiera era el tipo de hombre que solía gustarle al propio Ifis; y sin embargo, debía ser cierto que estaba enamorado de él, porque si bien era cariñoso con casi todo el mundo, locuras efusivas como la que acababa de hacer tampoco eran tan habituales.
Gurlok y Amsil intercambiaron misteriosas y algo melancólicas sonrisas. Desde luego, Gurlok no estaba celoso. Azrabul y él se acostaban con otros hombres, cada uno por su lado, pero sabían que ninguno reemplazaría el lugar que cada uno de ellos ocupaba en el corazón del otro; e Ifis ni siquiera podría aspirar a una noche de sexo con Azrabul, porque ni él ni Gurlok gustaban de las mujeres, y de los hombres afeminados menos todavía. Es más: les tenían asco antes de conocer a Ifis, a quien le habían tomado cariño.
Y justo él se abrazaba ahora con fuerza a Azrabul, que tanto necesitaba en este momento un abrazo de alguien que no fuera Gurlok ni Amsil. Era un simple abrazo de enamorado, que Azrabul tal vez no llegara a identificar como tal, aunque igual significara mucho para él. Significaba que entre tanta gente que rumoreaba que estaban locos tanto él como Gurlok, y a veces también Amsil, o sólo el chico, había al menos una persona a la que esa posibilidad lo tenía sin cuidado. Eran realmente muchos los viejos conocidos y presuntos amigos que de repente se deleitaban en estos rumores.
Pero en realidad jamás fueron viejos conocidos ni presuntos amigos, porque no eran parte de nuestro verdadero pasado, reflexionó Gurlok. Y no quiso seguir pensando, porque ideas como aquella formaban parte de la supuesta locura de él y de Azrabul y, por lo tanto, la mayor parte del tiempo intentaba ignorarlas. Sólo las traía adrede a su mente cuando le era útil, pero incluso entonces evitaba analizarlas demasiado. Muy a su pesar, sin embargo, se le ocurría ahora que, si Azrabul y él no estaban locos, el primer contacto que habían tenido con personas reales había sido en El Pueblo Condenado, y de ellas sólo sobrevivía Amsil. Éste no contaba: de él también decían algunos que estaba loco. El segundo contacto había sido con Xallax y Auria: dos Sacerdotisas de la Madre Tierra. Imposible saber qué opinaban ellas de la supuesta locura de Azrabul, Gurlok y Amsil, porque llevaban meses sin verlas, alrededor de siete desde el horror de El Pueblo Condenado. Pero ya en Tipûmbue habían interactuado con muchas personas; y allí todo estaba como antes. Quienes nunca habían simpatizado con ellos o directamente los detestaban, tal vez se regodearan en la idea de que estaban locos; pero a los demás no parecía importarles. Había que excluir a Ude, para quien no era ninguna novedad la locura real o imaginaria del trío; pero en la Biblioteca se habían cruzado con algunos conocidos superficiales que no parecían distintos en su trato hacia ellos.
Por ejemplo, según Ude, un cierto Urkôme, Guardia de la Biblioteca, posiblemente no era de fiar, aunque Azrabul y él habían cogido en El Prostíbulo. Ahora lo habían reencontrado en la Biblioteca y era obvio que ambos sentían el uno por el otro la misma calentura de aquella vez... y, como entonces, nada más. Y allí estaba Ifis, espontáneo y feliz de verlos.
Amsil reflexionaba también por su lado. Algo muy extraño había pasado alrededor de siete meses atrás, cuando una inexplicable fiebre le había borrado la mayor parte de los recuerdos recientes, en tanto que los más lejanos en el tiempo de algún modo habían pasado a parecerle vagamente ajenos. A veces tocaba el tema con Azrabul y Gurlok, pero ellos se mostraban vagos y esquivos en sus respuestas.
—Le responderíamos si supiéramos qué pasó realmente, chango–dijo una vez Gurlok–, y prometemos contarle todo si alguna vez nosotros llegáramos de veras a saberlo. No sabemos si nosotros dos estamos locos, sólo usted o los tres. Lo amamos; temo que tendrá que conformarse con eso hasta que podamos contestar sus preguntas.
Y porque él también los amaba a ellos, Amsil había decidido no interrogar más a sus Tatas, pero eso no significaba que fuera a quedarse con los brazos cruzados. Pensaba indagar por su cuenta ahora que estaba en Tipûmbue, el lugar adonde, para él, todo había empezado a hacerse misterioso. Pero tendría que ser a espaldas de los Tatas; tenía el presentimiento de que éstos buscaban protegerlo de algo e intentarían detenerlo o disuadirlo de alguna manera.
Eso no importaba en este momento. Lo importante era que Azrabul ahora sonreía con ganas después de unos cuantos días de desánimo, que no sólo a él abrazaba Ifis efusiva y sentidamente, que habían encontrado un aliado.
—Recuerdan a Tutmosis, supongo–dijo Ifis.
Nunca los habían presentado formalmente ni habían tenido trato directo con aquel muchachito, pero Azrabul y Gurlok recordaban muy bien al ayudante de Udjy. Amsil ya no lo recordaba tan claramente. Era extraño, porque a muchachos apuestos como Tutmosis, Amsil los consideraba un festín visual; pero eso era todo. No había en él ni la sombra de los poderosos deseos sexuales que asaltaban a sus Tatas, ni mucho menos todavía enamoramientos apasionados como el de Ifis. Muy de vez en cuando se sentía raro y, quizás, solo; y a la vez no. No era fácil explicarlo. ¿Estaré tan loco como se dice?, se preguntaba.
—Supongo que ahora sí se alojarán los tres unos días en casa–dijo Ifis.
Azrabul sonrió un tanto incómodo.
—Ifis, nada nos gustaría más; pero tenemos que cumplir con una promesa pendiente, como bien sabes–contestó.
—Sí, ya sé, pero ¿y?...
—Se nos ocurrió una idea, Ifis–intervino Gurlok–. Podría funcionar; pero para eso necesitamos alojarnos en casa de Bambang.
—¡Pero si ni los conoce!
—En eso nos puedes ayudar. Creo recordar que tiene un puesto en la feria; llévanos allí y preséntanos, por favor.
—Sí, el puesto en la feria es de él; pero lo atienden sus hijos. Él normalmente está ocupado con otros asuntos.
—¡Qué mala suerte!...se lamentó Gurlok–. Bueno, llévanos con Guntur y Darma entonces. Les explicaremos nuestra idea.
—Guntur a veces atiende el puesto con sus hermanos, pero hoy está ayudando a su padre. En el puesto están Darma, Cinta y Kuwat, los otros tres hijos de Bambang.
—Bueno, ¡qué remedio!...–dijo Gurlok–. Llévanos con ellos, ¿puedes, Ifis?
—Como tú mismo dijiste: ¡qué remedio!...–contestó Ifis, sonriendo resignadamente–. Hubiera querido tenerlos en casa, pero en fin... Vamos. De todos modos, tengo que ir a romperle las pelotas a Kuwat; así que no me cuesta nada llevarlos conmigo. Síganme.
Azrabul y Gurlok intercambiaron miradas interrogantes, y en la de Amsil se reflejó cierta extrañeza.
Empezaron a andar; pero por el camino, Ifis no paraba de encontrarse con gente conocida y a detenerse para hablar con ella. La tercera vez, empezaron a aburrirse, pero Amsil aprovechó para tratar de sacarse una duda: acercándose a sus Tatas, les preguntó en voz baja:
—¿Qué fue lo que dijo Ifis, que tenía que hacer qué al tal Kuwat?...
Gurlok se encogió de hombros.
—Yo entendí algo de romperle las pelotas–respondió, también en susurros, persuadido de haber oído mal.
—Yo también–coincidió Azrabul, intrigado–. Pero no puede ser... ¿o sí?
—Bueno, ¿y, dulces?... ¿Vienen o no?–preguntó de repente Ifis desde cierta distancia, como si todo el tiempo él hubiera continuado caminando y estuviera desconcertado de que se rezagaran.
Y siguieron avanzando un tramo más, pero no tardó Ifis en encontrarse con otro conocido y daba la impresión que estaría charlando un buen rato con él, así que Amsil se apartó un poco del grupo para investigar un poco entre los puestos. Había un par de ellos, contiguos ambos, en los que no había mercadería a la vista. El de la izquierda estaba atendido por un hombre de mediana edad, que al ver a Amsil pareció estupefacto y exclamó:
—¡El Aventurero!
—¿Eh?... ¿Cómo dice?–preguntó Amsil.
—Debe saber, joven–explicó el puestero, con acento dramático–, que el alma humana no es sino una proyección a escala menor de alguna de muchas entidades situadas en otro plano cósmico. Llamémoslas dioses–explicó el hombre, mientras la mujer que atendía el puesto ubicado a su izquierda, una anciana que parecía tener en su rastro tantas arrugas como estrellas había en el cielo, le lanzaba miradas suspicaces y burlonas–. Vale decir que nos repetimos infinitamente a nosotros mismos, tanto en este mundo como en otros pasados y futuros y otros coexistentes con este. Usted, muchacho, es una proyección de El Aventurero. A cambio de una pieza de cobre, puedo ayudarle a explorar todo su potencial para cumplir su misión en este mundo.
—¡Ja!–exclamó sarcástica la anciana, mientras el hombre la miraba con rabia–. ¡Ayudarlo a explorar todo su potencial! ¡Tan luego él, que nunca ha explorado más allá de su propia nariz! Lo que necesitas, guapo, es que yo te diga la buenaventura...
Y todavía no había terminado de hablar, que el hombre estalló de ira:
—¡¡¡CÁLLATE, VIEJA BRUJA!!!... ¡¡¡CÁLLATE!!! ¿SERÁ POSIBLE QUE SIEMPRE ME ESTÉS ESPANTANDO LA CLIENTELA?
Amsil los miró desconcertado mientras se atacaban mutuamente, con insultos iracundos en el caso del hombre y con ácidas indirectas, ironías y sarcasmos por parte de la vieja. En eso, se acercó Ifis:
—Vamos, Amsil, ¡vamos!... Ya tendrás tiempo para mirar el show otro día–dijo con algo de impaciencia–: Furcio y Jovanka se la pasan peleando entre ellos todo el tiempo. No sé si es nada más una treta comercial, como dicen algunos, pero si lo es, les resulta efectiva...
En efecto, la gente empezaba a juntarse frente a los dos puesteros en conflicto mientras ellos se alejaban.
—No sé las del tal Kuwait–murmuró Gurlok, para que sólo Azrabul le oyera–, pero por lo que se refiere a mis pelotas, sí que Ifis me las está rompiendo bastante.
Siguió a eso un largo trecho sin nuevas interrupciones, hasta que tuvieron la mala suerte de que alguien reconociera a Azrabul y Gurlok: Crictio, un joven teniente de policía que les había dado una mano en su momento.
—Hola, muchachos. No sabía que ya hubieran llegado–los saludó.
—¡Crictio, dulce!–exclamó Ifis–. No me mates de curiosidad: ¿qué cosa hay acechando en los bosques? Oí que...
—No tengo idea, Ifis–cortó Crictio.
—Mentiroso–reprochó Ifis, ofendido.
—Cree lo que quieras pero, por tu bien, manténte alejado de los bosques. Debe ser algo muy peligroso si sólo los oficiales de más alto rango saben de qué se trata. A los demás nos ordenaron prevenir a la población, y eso hicimos. Y ahora, con tu permiso, debo decir algo a estos caballeros. En privado.
Ifis se retiró, todavía más ofendido que antes, y Crictio miró con mala cara a Azrabul y Gurlok, quienes se preguntaron qué habrían hecho de malo ahora. Durante su anterior estancia en Tipûmbue, involuntariamente, habían dado algunos dolores de cabeza a Crictio.
—Me gustaría hablar informalmente con ambos–continuó Crictio en tono confidencial, endureciendo todavía más los gestos faciales–. No se preocupen. Tengo que disimular, porque ahora hasta a los de la Policía nos espían–aclaró para tranquilidad de Azrabul y Gurlok, bajando la voz, pero con una cara tal que se hubiera dicho que estaba jurándoles odio eterno–. ¿Qué les parece esta noche en Guatrache?
—¿Y qué es Guatrache?–preguntó Azrabul.
—Un boliche muy conocido; pregunten a quien sea. Los veo allí–continuó Crictio, siempre en susurros y fingiendo enfado; y añadió, alzando la voz:–. Así que están advertidos: ¡mucho cuidado con lo que hacen!
—Sí, sí... Descuide, teniente–gruñó Gurlok, como con mal humor; pero sonriendo burlonamente, añadió después de que el otro se hubo ido:–. ¡Qué Crictio este! ¿Qué bicho le habrá pic...?–y se interrumpió en seco.
Ifis se había encontrado, no ya con un conocido, sino con muchos, y conversaba animadamente con todos ellos. Daba la impresión de ser capaz de estarse allí el resto del día.
—Con permiso–dijo Amsil, notando que la cosa iba para rato.
Y se fue a ver qué había en otros puestos.
—No sé si asesinar a Ifis, si asesinar a Crictio, o si suicidarme yo–dijo Gurlok, sarcástico–. A lo mejor no sería mala idea hacer triplete: primero Ifis, que es quien más nos demora; luego Crictio porque, obviamente, último no podemos dejarlo; y por fin, como broche de oro...
—GURLOK, ¡¡¡MIRA!!!–gritó Azrabul, horrorizado.
Aun sin conocer la causa, Gurlok se contagió automáticamente de aquel espanto. Era rarísimo que Azrabul tuviera miedo, y hasta donde él podía recordar, jamás lo había notado tan aterrado como ahora. Lo vio señalar hacia un punto indefinible entre la multitud. Alrededor de ambos gigantes, varios colosos miraban también en esa dirección, intrigados por el motivo de tamaño susto y algo amedrentados ellos mismos.
—ESA MUJER QUE VA AHÍ, DE ESPALDAS, GURLOK, ¡¡¡ES OGAVE!!!
—No puede ser–musitó Gurlok.
Azrabul y Gurlok eran hombres con dos pasados posibles. Uno de ellos debía ser verdadero, pero no sabían cuál; quizás ambos fueran reales o ambos falsos, pero no deseaban saberlo, y también preferían ignorar si amagaban volverse locos por esa incertidumbre, o si ésta era producto de la locura. Y en uno de esos pasados posibles, el único en este mundo, habían sufrido, siendo niños, la crueldad de la hierofante de una secta fanática, Ogave, quien hasta los había hecho torturar. Más tarde se la había dado por muerta en un incendio pero sin que se encontrara jamás su cadáver, y de algún modo ellos siempre habían quedado a la espera de su fatal regreso. Y en efecto, la mujer hacia la que señalaba Azrabul vestía ropas muy similares a las vestiduras ceremoniales que solía usar Ogave.
Azrabul siempre solía ser, de los dos, el primero en lanzarse al peligro, por no medirlo; pero en cambio Gurlok, que odiaba sentir el miedo estrangulándolo igual que una garra, por lo general lo superaba antes que su compañero, Además, ahora los rodeaba mucha gente, así que, reponiéndose de golpe, Gurlok fue tras la mujer, con Azrabul a la zaga. Pero justamente ese gentío los hacía demorarse, aunque no dudaran en avanzar a empellones cuando era necesario; y así, por increíble que pareciera, acabaron perdiendo el rastro de la enigmática mujer. Y era increíble de veras, siendo ellos tan altos y abarcando un notable campo visual por encima de la muchedumbre.
—Debe haber sido alguien que simplemente vestía parecido–sugirió Gurlok.
—¿Que nada más se vestía parecido?... Gurlok, le vi la cara, la cara fría y sobradora de Ogave, ¡era ella!... ¿Y cómo explicas si no que haya desaparecido de golpe como por embrujo?
Se sentían peor que si hubieran comprobado que de verdad se trataba de Ogave. De noche, hubiera sido fácil descartar el asunto como una temible fantasía inevitable en medio de la oscuridad; pero esta vez la pesadilla había salido a pasear a pleno día y había sonreído con siniestro triunfo a Azrabul.
—O somos de otro mundo, el de los Gorzuks, y entonces nunca conocimos realmente a ninguna Ogave, o nacimos aquí y la Hierofante murió durante un incendio provocado por ella misma–decidió Gurlok.
Pero el gesto de Azrabul descartando aquel comentario que intentaba ser simple y terminaba siendo simplista lo hizo sentirse un tonto. Vio a su compañero dar media vuelta y regresar por donde habían venido. Se dispuso a imitarlo, ya que en relación a aquel asunto no quedaba mucho por hacer, e intentó atenerse a sus propias conclusiones; o sea, que Ogave era parte de un pasado falso o al menos estaba muerta. Si hubiera sobrevivido, se vería más vieja y ni siquiera podríamos reconocerla, pensó. Pero en ese momento, helado de miedo, la vio como era antes, por el rabillo del ojo, mirándolo con malevolencia en el anonimato de la multitud. Imposible. Está muerta, se dijo, obstinándose en no ladear la cabeza hacia lo que fuera que estuviera observándolo: fantasma, alucinación o mujer de carne y hueso. Yo hice desaparecer a tus padres– le gritó la cosa, desafiante, directamente a lo más profundo de su psiquis–, y a ellos jamás los volverás a ver; pero aquí me tienes a mí, querido. Y al no poder contenerse más y girar la cabeza, por supuesto no vio nada.
Azrabul tenía razón: no había dicho más que tonterías. Las cosas no eran tan simples. Jamás podrían serlo en tanto continuaran viendo a Ogave en todas partes o girando la cabeza para cerciorarse de que de veras no estuviera allí.
10 Lenkimakkara: en Suomi, cierta variedad de salchicha.
11 Egipto.