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II La configuración del sistema de enjuiciamiento contencioso de la Administración: idea de la legalidad, libertad como garantía jurídica, derecho de resistencia, separación entre Administración y Justicia, el autocontrol del aparato administrativo y la aparación del recurso contencioso

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Luis Díez-Picazo

La idea de someter el Poder sistemáticamente1) a un juicio en el que cualquier ciudadano pueda exigirle cumplidamente justificaciones de su comportamiento ante el Derecho es una idea que surge del Estado montado por la Revolución francesa, pero que aparece de un modo ocasional. No se encuentra en las grandes fuentes doctrinales de la Revolución una anticipación de este mecanismo que lejanamente pudiese parecerse a lo que hoy estamos habituados a ver. Sin embargo, es un hecho que es de aquí, de los grandes dogmas revolucionarios, de donde en virtud de un conjunto de circunstancias, muchas de ellas casuales, va a surgir esto que hoy ya se considera como un atributo definitivo del sistema cultural de Occidente. Esquemáticamente, estas razones, que determinan el surgimiento de la justicia administrativa, podríamos esbozarlas así:

En primer lugar, el principio de legalidad Es, con toda claridad, una consecuencia del dogma rousseauniano de la voluntad general, en virtud del cual no se aceptan ya poderes personales; todo el poder es de la Ley, toda la autoridad que puede ejercitarse es la propia de la Ley; sólo «en nombre de la Ley» —expresión ya habitual, pero cuya significación precisa resulta de su origen en los textos revolucionarios2)— se puede exigir la obediencia. La Ley otorga, y a la vez limita, la autoridad de los agentes, que, como tales, son sólo servidores de la Ley, lex loquens, aunque en el sentido precisamente opuesto al que se dio a esta expresión en la Edad Media cuando se refería al Rey. Parafraseando a Duguit podríamos decir, con conceptos caros a la mentalidad administrativista, que se trata de la conversión del hecho bruto del poder político en la idea técnica de la competencia legal3).

En segundo lugar, el principio de la libertad como una garantía jurídica. De nuevo es también en nuestro terreno donde ha de efectuarse la conversión técnica de este soberbio mito de la libertad en una técnica jurídica operante y concreta. La libertad como ideario, como idea metafísica, podríamos decir, se convierte para nosotros, en nuestro terreno, en el derecho público subjetivo. Este derecho público subjetivo comienza configurándose como un derecho a la legalidad, en el sentido de un derecho a oponerse a la opresión que no venga en nombre de la Ley, a oponerse a toda posibilidad de ser afectados en la esfera de los intereses personales si no es por disposición expresa de la Ley. Ahora bien, esta idea, que es patente en todos los textos revolucionarios, comienza técnicamente montando a su servicio dos garantías perfectamente toscas, como tomadas del Antiguo Régimen4). Por una parte, la técnica medieval del derecho de resistencia —los textos revolucionarios que proclaman el derecho de resistencia son constantes, como ustedes saben5)—; por otra parte, la técnica del proceso penal al agente arbitrario, al agente que no legitima su actuación con un mandato de la Ley.

Evidentemente, estas dos técnicas no son válidas por su misma violencia, por su misma excepcionalidad, para poder exigir el respeto a la Ley a una acción administrativa que se manifiesta concreta, constante, detallista, y, además, en mantenido crecimiento. Ocurre, sin embargo, que la idea de exigir judicialmente a la Administración por modo directo ese respeto a la Ley, que sería toda su regla de vida, parece encontrarse en los propios comienzos revolucionarios con un obstáculo inesperado, que es el dogma de la separación entre la Administración y la Justicia.

La última fase del Antiguo Régimen contempla la curiosa experiencia de un intento de mediatización judicial de los poderes regios. Los Parlamentos judiciales, como saben ustedes, último reducto del estamento nobiliario (el propio Montesquieu fue Consejero y Presidente más tarde del Parlamento de Burdeos, y, además, en su gran libro sobre L’esprit des lois formula una directa y nada velada apología del sistema), se oponen a las grandes reformas de estructura que el monarca absoluto emprende en la última fase de su monarquía, sobre todo cuando estas reformas están orientadas en el sentido de una reforma de estructura social, por obra de los grandes ministros fisiócratas Turgot, Calonge, Necker. Justamente la negativa de los Parlamentos al «enregistrement» de las Ordenanzas regias, las llamadas «remontrances», que es una especie de veto devolutivo al rey que actúan respecto a las Ordenanzas que reciben, origina la gran crisis constitucional del Antiguo Régimen, de la que va a salir directamente la convocatoria de los Estados generales.

Los revolucionarios son conscientes de esta gran experiencia, y una vez que el poder político es suyo no aceptan llanamente la posibilidad de que los jueces, que para ellos se identificaban todavía con las clases conservadoras, pudiesen mediatizar sus propias decisiones. Es así como se formula la Ley de separación entre la Administración y la Justicia, la famosa Ley de 16-24 de agosto de 1790, donde se proclama la separación radical entre la Administración y la Justicia, entendida en el sentido de que los tribunales no podrían (literalmente, porque es muy expresiva la frase) molestar de la manera que fuese a las operaciones de los cuerpos administrativos («troubler de quelque manière que ce soit les opérations des corps administratifs») ni citar ante ellos a los administradores por razón de sus funciones6).

He aquí, pues, que en el mismo momento que todo este ideario de la legalidad, de la libertad, de la garantía jurídica, va a ponerse en práctica, parece encontrarse con un obstáculo impensado: este principio de la separación entre la Administración y la Justicia, separación concebida como una exención judicial, una exención rotunda, radical, absoluta, de los poderes administrativos. Pero he aquí también lo casual, he aquí lo paradójico. Es justamente esta idea de la exención judicial de la Administración la que va a determinar la suerte entera de lo que hoy llamamos lo contencioso-administrativo.

Este régimen de lo contencioso-administrativo comienza originándose como un control interno de la Administración sobre su propio aparato. No ya los Tribunales, sino la propia Administración, mediante órganos especiales, será quien enjuicie el comportamiento de los administradores. Tiene para ello la Administración un interés directo: la reducción a la legalidad formal de todo el actuar del magno aparato de la Administración, una experiencia inédita en la historia política del hombre, fue posible porque la Ley es de suyo una técnica de racionalizar una organización colectiva7). Al interés de los particulares de que los funcionarios no excediesen la Ley, se unió así el de la propia Administración en sus órganos centrales o directores, a quienes interesaba lo mismo para poder mantener en orden su propio aparato, excluyendo iniciativas personales, en un momento, además, en que estas iniciativas amenazaban con un vasto desorden el sistema social. Es por ello un hecho rigurosamente comprobable que la historia del recurso contencioso-administrativo corre pareja, paradójicamente, con la historia de la centralización: son los jacobinos, primero, los autores del famoso centralismo revolucionario, que tanto influyó todavía en las ideas de Lenin sobre las estructuras políticas, y es Napoleón, más tarde y definitivamente, el gran constructor del Estado centralizador francés moderno, modelo para toda la Europa del siglo XIX, y que dista aún de haber perdido actualidad, los que instauran y desenvuelven, configurándolo casi en sus líneas actuales, el sistema de lo que hoy llamamos contencioso-administrativo.

Este sistema es un sistema de autocontrol; no podían ya ejercerlo los jueces en virtud del dogma de la separación. Lo ejerce la propia Administración, y respecto de este control montado por la Administración en su propio interés, los particulares coadyuvan, podemos decir, al modo de un Ministerio público, de un Ministerio fiscal, que denuncia la infracción de la Ley y en interés de ésta8).

Es un hecho que Napoleón atribuyó el conocimiento de estos recursos a los dos órganos por excelencia centralizadores de todo su sistema: el Consejo de Estado, en lo central, los Consejos de Prefectura, en los Departamentos.

Es cabalmente esta radicación del sistema de control en el propio aparato administrativo y en su interés lo que permite su consagración definitiva y lo que impulsa su desarrollo y extensión, que va a marcar desde sus fases iniciales el sistema de lo contencioso.

1

Al margen, pues, las posibilidades casuísticas de un enjuiciamiento del Príncipe, qué ya la Edad Media conoce (justicias estamentales, técnica de los rescriptos contra ius, especialmente).

2

El artículo 5.° de la Declaración de derechos de 1789 dice: «Todo lo que no es prohibido por la Ley no puede ser impedido, y nadie puede ser forzado a hacer lo que ella no ordena»; el artículo 7.°: «Los que soliciten, dicten, ejecuten o hagan ejecutar órdenes arbitrarias deben ser castigados; pero todo ciudadano apelado o detenido en vertu de la loi debe obedecer al instante: se hace culpable de la resistencia.» A su vez, el famoso artículo 3.° de la Sección 1. del Capítulo II de la Constitución de 1791 dice: «No hay en Francia autoridad superior a la de la Ley. El Rey no reina más que por ella, y sólo en nombre de la Ley puede exigir obediencia.»

3

Es sabido que Duguit edifica sobre esa diferencia su entera construcción del Derecho público: «La puissance publique... c’est une notion sans valeur et qu’il faut bannir de toute construction positive du droit public», Manuel de Droit Constitutionnel, 4.ª ed., París, 1923, pág. 65.

4

En realidad, el influjo se recibe directamente a través de las formulaciones anglosajonas (inglesas y americanas), que, a su vez, proceden de la propia experiencia revolucionaria de estos países. Véase nota siguiente.

5

(8) Véase el libro clásico de Wolzendorff, Staatsrecht und Naturrecht in der Lebre vom Widerstandsrecht des Volkes ge gen rechtswidrige Ausübung der Staatsgewalt, Breslau, 1916 (reimpresión fotomecánica, Aalen, 1961), págs. 390 y siguientes. El artículo 2.° de la Declaración de derechos de 1789, dice: «Le but de toute association politique est la conservación des droits naturels et imprescriptibles de l’homme. Ces droits sont la liberté, la propriété, la süreté et la résistance à l'oppression.» Los antecedentes ingleses y americanos, en Wolzendorff, págs. 262 y sigs. y 375 y sigs. En el artículo 32 de la declaración de derechos girondina se especificaba: «Il y a oppression lorsqu’une loi viole les droits naturels, civils et politiques qu’elle doit garantir. Il y a oppression lorsque la loi est violée par les fonctionnaires publics dans son application à des faits individuéis. Il y a oppression lorsque les actes arbitraires violent les droits des citoyens contre l’expression de la loi. Dans tout gouvernement libre, le mode de resistance à cés differents actes d’oppression doit étre reglé par la Constitution.» Fueron los jacobinos, no obstante, quienes formalizaron más matizadamente este derecho de resistencia en sus varias formas: pasiva, defensiva y agresiva o insurrección (arts. 10, 11, 27 y 35 de la declaración de 1793). Cfr. Duguit, Manuel , cit., págs. 320 y sigs., y su Traité de Droit Constitutionnel, 2.ª ed., III, París, 1923, págs. 735 y siguientes.

6

Véase sobre todo esto mi estudio La Revolución francesa y la emergencia histórica de la Administración contemporánea, en Homenaje a Pérez Serrano, II, Madrid, 1959, páginas 202 y sigs. [2.ª ed. ampliada en Taurus Ediciones, 1972].

7

Es éste el concepto de legalidad en la sociología de la organización de Max Weber. Véase infra.

8

Todavía encontramos esta idea en Hauriou, Précis de Droit Administratif, 12 ed., París, 1933, pág. 405: los recurrentes «jouent le role d’un ministére public»; su papel en la historia del recurso, págs. 406-7.

La lucha contra las inmunidades del poder en el derecho administrativo

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