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V

El dinero del Estado no sirve en cualquier parte

En los capítulos anteriores hemos visto que, para la Teoría Monetaria Moderna, el dinero es un producto del Estado, cuyo uso generalizado se logra a través de mecanismos coercitivos como los impuestos. En este capítulo vamos a analizar los límites a los que se enfrenta un Estado a la hora de lograr dicho objetivo, así como los puntos de fricción que existen con la visión metalista del dinero.

Al ser entendido el dinero como un producto de una autoridad o Estado en particular, sólo sirve en el territorio sobre el que ese Estado ejerce su poder a la hora de exigir impuestos; no hay garantía de que sirva más allá de él. Imaginemos qué le hubiese pasado a un sumerio que fuese con su tablilla de arcilla de silas a Egipto, donde se usaban deben. Pues, evidentemente, nadie le hubiese aceptado esa tablilla como pago, porque en Egipto no servía para nada. Ni siquiera la arcilla de la que estaba hecha el objeto monetario era valiosa.

Esto mismo sigue ocurriendo en la actualidad, tú no puedes ir a una tienda de Reino Unido a comprar con euros. Primero tendrás que conseguir libras, que es la moneda que utilizan allí. Esto, que es algo sabido, viene muy claro en los billetes australianos, donde se puede leer: «Este billete australiano es de curso legal a lo largo de Australia y de sus territorios». A esa región en la que un tipo de dinero en particular es aceptado para pagos y transacciones la llamaremos espacio monetario del Estado que crea ese dinero; un término que nos será también de utilidad en capítulos posteriores.

Este espacio monetario no tiene por qué coincidir con el territorio legal de un Estado. A veces puede llegar más allá y a veces menos, y eso va a depender del poderío e influencia del Estado en cuestión. Si es muy poderoso e influyente, su dinero podrá ser utilizado en otros países; si es muy débil, su dinero puede que ni sea utilizado en su propio territorio. Este poderío del Estado no ha de entenderse sólo como la capacidad de imponer tributos, sino también como capacidad militar, económica, tecnológica y cultural.

Por eso las monedas de las potencias económicas y militares siempre han sido y son las más utilizadas a nivel mundial: los denarios romanos eran aceptados fácilmente por muchos pueblos bárbaros porque confiaban en el poder y la integridad del Imperio, cuyo emperador adornaba la moneda con su nombre e imagen; el oro comenzó a ser utilizado por los pueblos de la India en torno al año 100 d.C., simplemente porque comprobaron que los poderosos pueblos del Mediterráneo lo valoraban; el real de a ocho acuñado por el poderoso Imperio español de los siglos xvi y xvii fue la primera moneda de uso mundial, aceptada incluso en territorios no españoles; la libra esterlina fue la moneda de referencia a nivel internacional durante el dominio del hegemónico Imperio británico a lo largo del siglo xix y principios del xx y se utilizó más allá de sus territorios, y desde la Segunda Guerra Mundial el dólar estadounidense es la divisa de referencia y es utilizado de forma oficial por países distintos a Estados Unidos, como Ecuador, Panamá o Timor Oriental[1].

El dinero es una herramienta de poder que tienen los Estados. Por eso es comprensible que falsificar dinero se considere un acto de guerra contra la soberanía estatal y que sea uno de los delitos más perseguidos y penalizados. De hecho, la falsificación de dinero ha sido una estrategia utilizada recurrentemente a lo largo de la historia para mermar al enemigo: durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos, las fuerzas británicas inundaron las colonias norteamericanas de billetes falsificados; durante la Primera Guerra Mundial, el Gobierno británico promocionó la falsificación de los marcos imperiales alemanes; durante el periodo de entreguerras, la Unión Soviética falsificó dólares estadounidenses; durante la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno nazi falsificó dinero británico utilizando el trabajo forzoso de los prisioneros de los campos de concentración[2]; durante la Guerra de Vietnam, el Gobierno de Estados Unidos falsificó la moneda vietnamita; en la fallida invasión de bahía de Cochinos, el Gobierno estadounidense falsificó la moneda cubana… en fin, los ejemplos son incontables.

La falsificación no es un fenómeno reciente en la historia. Estudios numismáticos revelan que incluso las primeras monedas, acuñadas en Lidia durante el séptimo siglo antes de nuestra era, eran imitadas o manipuladas a través de diferentes formas, y todas ellas estaban castigadas con la pena de muerte. La falsificación, a pesar de no haber recibido ninguna atención por parte de la teoría económica convencional, ha existido siempre, lo cual no hace sino apoyar la tesis chartalista. De todo esto nos habla la defensora de la TMM Pavlina Tcherneva en su brillante artículo «Dinero, poder y regímenes monetarios». En él, la economista resume esta idea de la siguiente forma: «la historia de la falsificación es la historia del dinero como criatura del Estado».

Pero, al igual que los Estados más poderosos logran que su dinero sea aceptado más allá de sus fronteras, los más débiles, los fallidos, los inmersos en guerras o los que están desmoronándose no logran ni siquiera que su dinero sea aceptado en su propio territorio. Esto ocurrió, por ejemplo, con la caída del Imperio romano, con la Segunda República Española durante la Guerra Civil o con la desintegración la Unión Soviética, por poner sólo tres ejemplos conocidos. Pero también pasa con Estados que viven constantemente crisis políticas, como Venezuela o Argentina, o guerras civiles, como muchos países centroafricanos, en los que buena parte de sus transacciones son realizadas en monedas extranjeras porque hay poca confianza en el potencial de la moneda de su Estado.

En la actualidad, cuando los habitantes de algún país no confían mucho en la moneda de su Estado, suelen acabar utilizando otra de uno más poderoso, pero… ¿qué pasaba antiguamente cuando la posibilidad de usar otra moneda era mucho más difícil? Pues acorde a la visión chartalista, que se apoya en los análisis de antropólogos como Caroline Humphrey y David Graeber, esas personas solían recurrir al trueque, pues era algo que no dependía del poderío político de ningún Estado. Si un habitante de Sumeria llegaba a Egipto y quería realizar pagos, no podía usar sus silas, sino que tenía que pagar con algún producto de valor. Por eso las transacciones entre distintos pueblos, especialmente si apenas había lazos culturales entre ellos, no se realizaban con dinero estatal, sino utilizando una mercancía que tuviese valor más allá de las fronteras. Esto es, quizá, lo que explique que los Estados acuñaran monedas con metales preciosos, pues dichos objetos monetarios sí podían ser aceptados por otros pueblos y civilizaciones, puesto que tenían un valor intrínseco por el material del que estaban hechos. De esta forma, aunque esas monedas valiesen en realidad lo que dictara el Estado emisor correspondiente utilizando sus unidades de cuenta, en el peor de los casos, suponiendo que ese Estado desapareciese por cualquier motivo (como una guerra), al menos le quedaría el valor que tuviese su material.

Este es un punto delicado en el debate académico sobre el dinero en la Antigüedad. Por un lado, la visión metalista, que es una versión de la de dinero-mercancía, considera que el valor de las monedas era el que tuviese su peso en metal. De ahí que una forma de depreciar la moneda fuera limando el metal o produciéndola con menos peso, y de ahí también la conocida como Ley de Gresham –llamada así porque la formuló el mercader Thomas Gresham en el siglo xvi–, que nos habla de que, frente a dos monedas que tienen el mismo valor nominal pero diferente peso metálico, la gente tratará de conservar la de mayor peso al considerar que tiene mayor valor (independientemente de que legalmente tengan el mismo).

Por otro lado, la visión chartalista o nominalista que adopta la TMM sostiene que el valor de las monedas era el que dictaban las autoridades que la habían emitido, y que podrían haberlas fabricado de cualquier otro material, pero que lo hicieron con metales preciosos por comodidad, estética, imitación o por cualquier otro motivo poco relevante de cara a la cuestión propia del dinero.

En un término medio encontraríamos las visiones que pretenden armonizar el metalismo con el chartalismo. Por ejemplo, autores como Calligaris, Voigth o Lexis señalaron que las dos visiones son válidas, pero cada una para su ámbito de aplicación: la visión chartalista serviría para el dinero que se utiliza en el territorio estatal, y la metalista para el dinero que se utiliza en las relaciones internacionales[3]. De hecho, Calligaris llegó a proponer que el oro se utilizara sólo para el comercio exterior, reservando el dinero del Estado para las operaciones internas.

La visión metalista es la que sustentó el establecimiento del sistema monetario de patrón-oro desde principios del siglo xix hasta la Primera Guerra Mundial, y el sistema monetario de patrón-oro-dólar desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta agosto de 1971. Como ya adelantamos en el capítulo 1, estos sistemas obligaban a los Estados a crear dinero solamente si tenían oro para respaldarlo. No obstante, lo cierto es que este compromiso se vulneraba en multitud de ocasiones, especialmente durante las guerras. Esto era muy lógico y natural: cuando los Gobiernos veían que su país estaba en peligro, creaban todo el dinero necesario para poner la maquinaria de guerra en funcionamiento; hubiese sido absurdo quedarse con las manos cruzadas y dejarse conquistar simplemente porque no tuviesen suficiente oro. Es más, desde 1959, Estados Unidos directamente violó el compromiso y comenzó a crear muchos más dólares que cantidad de oro tenía. Esta brecha se fue ampliando hasta 1971, cuando ya había seis veces más dólares que oro[4]. Esto fue precisamente lo que llevó al Gobierno de Estados Unidos a abandonar ese compromiso en agosto de 1971, y desde entonces los Estados pueden crear su dinero sin ningún tipo de limitación porque no tienen por qué vincularlo al oro ni a ningún otro activo. A este tipo de dinero se lo llama comúnmente dinero por decreto o dinero fiat («hágase», en latín), porque su valor depende de lo que establezca el Estado que lo cree.

Aunque este concepto sobre el dinero se parezca al manejado por la visión chartalista, no es igual, porque según esta el valor del dinero depende de la capacidad del Estado para lograr la exigencia de sus impuestos, lo que está vinculado a su poderío, mientras que la visión del dinero fiat se centra únicamente en el aspecto legislativo y jurídico.

Muchos economistas, entre los que se encuentran los partidarios de la visión metalista, consideran que este sistema actual es muy problemático y que habría que volver a vincular la cantidad de dinero existente con la cantidad de oro; entre otros motivos para que el Estado no genere desequilibrios debido a su capacidad ilimitada de crear dinero. Más adelante le hincaremos el diente a este último aspecto, pero baste señalar que la TMM no cree que haya ninguna necesidad de vincular la creación de dinero a la cantidad de oro ni a ningún otro activo o mercancía.

En el próximo capítulo veremos que esas diferencias en el poderío de los Estados tienen que ver con el margen fiscal del que disponen. No es lo mismo el margen de maniobra que tiene Estados Unidos que el que tiene Haití, por ejemplo. Pero tampoco tiene el mismo margen España, que usa una moneda que no emite, que el Reino Unido, que utiliza la moneda que crea; por lo que nos tocará hablar de soberanía monetaria.

[1] P. Tcherneva, «Money, Power and Monetary Regimes», Levy Economics Institute, Working Paper n.º 861, 2016. Para una versión traducida al castellano: [http://www.levyinstitute.org/pubs/wp_861_esp.pdf]. K. Rhodes, «The Counterfeiting Weapon», Federal Reserve Bank of Richmond, Econ. Focus, First Quarter 16, 1 (2012), pp. 34-37; R. Finlay y A. Francis, «A Brief History about Currency Counterfeiting», Reserve Bank of Australia Bulletin September, 2019, pp. 10-19.

[2] Por cierto, sobre este suceso hay una película muy interesante titulada Los falsificadores, dirigida por Stefan Ruzowitzky.

[3] H. Dirk, «Knapp’s “State Theory of Money” and its reception in German academic discourse», Working Paper, n.º 115, Hochschule für Wirtschaft und Recht Berlin, Institute for International Political Economy (IPE), Berlín, 2019.

[4] A. Viñas, El oro español en la Guerra Civil, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1976, p. 37.

La otra economía que NO nos quieren contar

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