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II

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A la misma hora, Teodoro, el camarero del Casino, encendió las luces y frotó cuidadosamente, con la blancura de su delantal, el mármol de los veladores. Era un joven de razonable estatura, rubio, servicial y agradable, que mantenía relaciones con Dominga, la sobrina de don Valentín Olmedilla, propietario de la Fonda del Toro Blanco. El día de la boda estaba cercano, y esta proximidad, origen de impaciencias y acaso de zozobras, daba al rostro humilde y bueno de Teodoro una ansiedad y una melancolía.

Las mesas de tresillo y las de billar, hallábanse ocupadas, y las voces de los jugadores y el ruido de los tacos, al golpear la madera del suelo, producían regocijo.

El Casino, por su amplitud, ornato y afortunada disposición, merecía serlo de una capital provinciana. Ocupaba en el accidentado perímetro de la población un sitio muy alto, y un lienzo de muralla prestábale cimiento. Constaba de dos cámaras espaciosas y de mucho puntal; las ventanas de una de ellas abocaban á una plazuela lamentable, de fachadas torcidas, de piso herboso y desigual, como dislocado por algún terremoto, y entristecida bajo la umbría de unos soportales. El otro salón se destinaba exclusivamente á bailes, y lo rodeaban largas banquetas de pañete azul. Espejos de dorado marco, envueltos en gasas para mayor pulcritud y conservación, adornaban los muros pintados al temple. Contiguo á este salón había una galería abierta al Sur, sobre un panorama magnífico. Su fenestraje, que visto desde el valle, parecía arder con el sol, dominaba la estación del ferrocarril oprimida bajo su techumbre de pizarra fregada por los aguaceros, la serenidad esmeralda de algunos huertos, la reciedumbre y frondosidad saludable de los viciosos castañares que sombreaban toda aquella parte, y la altivez de los lejanos montes, ceñidos de nubes, semejantes á volcanes humosos. Entre aquel inmenso verdor gambeteaba, apareciendo y ocultándose alternativamente con una inquietud de parpadeo, el camino que conducía á la ermita de San Fernando, semejante á una piedra, por lo pequeña, y desde cuyo atrio todos los años, y con notable concurrencia y zambra de romeros, un sacerdote, en el mes más propicio á la vida, bendecía los campos. Las otras habitaciones ó dependencias del Casino eran la alcoba de Teodoro, la cocina que se encendía rara vez, pues casi ningún socio almorzaba ni comía allí, la sala de juego y la habitación destinada á biblioteca; un cuarto desabrigado y minúsculo, ocupado por un largo pupitre y varios estantes con libros. No llegarían éstos á trescientos. En lugar bien visible y preferente, había dos retratos al óleo: el del señor don Filiberto Pérez y el del alcalde señor Martínez Rodríguez. Ambos fueron puertopomarenses ilustres, y la amplitud de sus cuellos y la estrechez de sus levitas con trencilla señalaban una época distante. Don Filiberto tenía los cabellos cortados al rape, la frente oscura y el bigote rubio y caído; el señor Martínez Rodríguez estaba afeitado y en su rostro plebeyo y trivial fulgían unos ojos chiquitos, negros y redondos, como gotas de tinta. Nadie recordaba la historia abnegada, llena, sin duda, de iniciativas, filantropía, sacrificios y nobles desvelos, de aquellos dos varones preclaros. Su obra se había perdido. Toda la buena sociedad puertopomarense les conocía de verles allí, en la biblioteca del Casino, y nada más. A sus nombres vulgares no iba unido el recuerdo de ninguna hazaña capaz de imponerse á la ingratitud del tiempo. Don Filiberto Pérez había sido notario y murió soltero; Martínez Rodríguez fué alcalde, restauró á sus espensas la torre de la iglesia y tuvo varios telares. A esto reducíase la vida de ambos próceres. Sin embargo, cuando algún forastero visitaba el Casino, las personas que le acompañasen nunca dejaban de mostrarle la biblioteca. Aquellos trescientos volúmenes polvorientos, que nadie leía, eran el orgullo del vecindario, su más limpio timbre de progreso.

—Hasta ahora—decían—no hemos conseguido hacer más. Esto debemos reformarlo. Nuestro pueblo necesita cultura... ¡mucha cultura!... En fin, más adelante... poco á poco... ¡ya veremos! Luchamos contra dos enemigos terribles: la ignorancia y la falta de dinero. ¿Quiere usted creer que se pasan los años sin que á ninguno de los doscientos y pico de socios que nos reunimos aquí, se le ocurra pedir un libro?

Tampoco dejaban de tributar á los retratos un elogio breve y ferviente:

—El señor Martínez Rodríguez; el señor don Filiberto Pérez; dos conterráneos insignes...

En estas palabras vibraba siempre cierto énfasis; un orgullo de campanario, una vanidad lugareña que utilizaba aquel momento para ponerse de puntillas. El forastero se inclinaba cortés ante aquellas figuras que lo recogido del sitio y la tizne de los años mejoraban, y su rostro expresaba devoción y melancolía, cual si realmente lamentase no haber conocido á dos personas de tanto mérito.

A pesar de sus comodidades y holgura, el Casino arrastraba una existencia pobre. Años atrás, se celebraban allí todos los domingos bailes, á los que concurría lo más granadito de la población. De estas reuniones resultaron algunas bodas, como la de don Elías Fernández Parreño, que acababa de licenciarse médico en Salamanca, con Presentacioncita Tejas, la heredera más rica de la localidad. Luego, sin causa ostensible, el celo de tales divertimientos fué apagándose; el pianillo de manubrio, al que en las noches de holgorio desembarazaban de su funda gris, sonaba inútilmente; huyendo de las mujeres los hombres se refugiaban en la sala de juego ó asaltaban las mesas de tresillo, y las muchachas no tenían con quien bailar. Las más alegres valsaban unas con otras, como para afear á los galanes su huraña descortesía. Poco á poco los bailes, semejantes á una fruta que fuera secándose, redujéronse á dos mensuales; más tarde, á uno; finalmente se suprimieron, y las mujeres, haciendo de su orgullo resignación, no demostraron sentirlo. Teodoro achacaba esta decadencia á los hombres. La juventud masculina veía en el baile un riesgo, una peligrosa ocasión de galantería y coqueteo que acaso pudiera trocarse después en grave amor; no son buenos juegos los que terminan ciñéndose coronas de responsabilidades y obligaciones, ni cómodos los labios femeninos que, para besar, exigen la previa sanción del cura y del juez, y así, el miedo al matrimonio echó del Casino al genio celestinesco del baile.

En Puertopomares, el número de solteros era enorme; había muchos individuos ricos, independientes y de juveniles costumbres, que llegaron á los cuarenta años sin noviar con nadie. Estos refinados egoístas satisfacían sus apetitos en las infelices habitantes de una mancebía miserable, situada fuera del pueblo, sobre el tajo del río, en un repliegue del terreno denominado Barranco del Zorro, y no pedían más; los que necesitaban dar á sus licenciosos gustos mayores libertad y lujo, se iban á Salamanca. «Amor sin amor—pensaban—amor pagado inmediatamente, fué siempre el más barato y el más cómodo». Las mozas casables estaban desesperadas; padres y maestros las recomendaron el recogimiento, el pudor, la mesura más escrupulosa en sus acciones y palabras. ¡Oh!... ¿Para qué?... ¿Quién agradecería su sacrificio vestal?... Millares de entre ellas llegaron á la vejez solteras, afeadas, marchitadas, por las brasas del deseo insatisfecho y perdurable. Y había en la lenta consunción de aquellos azahares inútiles, en la sempiterna agonía interior de tantas vírgenes estériles, el dolor infinito, el espanto de tragedia, de una abominable injusticia social.

Generalmente al Casino los socios sólo concurrían de nueve á doce de la noche; pero aquella tarde, muchos de ellos, sorprendidos en el campo ó en la calle por la tempestad, acudieron á guarecerse allí.

En la galería, sentadas alrededor de una mesa, varias personas miraban hacia el paisaje sobre el cual la lluvia y la agonía crepuscular desgranaban fugaces temblores amarillos y violetas. Era la contemplación profunda, el éxtasis religioso, de los labriegos para quienes encierra algo místico el fenómeno fecundante de la lluvia. Los relámpagos pintaban en el espacio fuliginoso grietas terribles, ágiles como víboras. El aire olía á tierra húmeda. Del valle subía el rumor, hondo, interminable—lamento de mar—del viento, entre los árboles. Muy lejos, la corriente del Malamula gruñía rencorosa.

Formaban la tertulia don Juan Manuel Rubio, al que sus muchas haciendas y relaciones habían consagrado diputado á través de todas las legislaturas; don Elías, el médico; don Ignacio Martínez, el veterinario; el juez municipal, don Niceto Olmedilla, hermano de don Valentín, el amo de la fonda; don Isidro Peinado, alcalde y dueño de una ferretería de la calle Larga, y otros dos individuos. Don Juan Manuel y don Ignacio, bebían coñac; los demás, cerveza. Durante mucho rato todos hablaron del tiempo, y cada cual, cachazudamente, aportó á la conversación un dato interesante.

—Dicen—exclamó don Elías—que en Nava de Pomares llueve desde anoche torrencialmente. Los viejos no recuerdan aguacero igual.

—¿Cómo lo sabe usted?—preguntó don Niceto.

—Porque esta mañana fué Luisito Cruz á decirme que su madre había amanecido peor, y él vive en la Nava...

—Tiene usted razón; hoy le vi en la fonda, hablando con mi hermano.

Callaron. Unos momentos todos miraron hacia el campo; diríase que la afirmación, «en Nava de Pomares está lloviendo mucho», era tan grande, tan trascendente, que congestionaba los cerebros. Al cabo, la voz ruda—voz de mando—de don Ignacio Martínez, deshizo el encanto.

—En Candelario, esta madrugada diluviaba; me consta por un mozo de allí, que me ha traído á herrar dos caballerías.

—Pues si diluvia en Candelario—observó don Isidro—habrá llovido también en Cantagallos y en La Olla y en Palomares... pues siempre fué así, y conocida la disposición de la sierra no puede ser de otro modo.

—Yo creo que esta vez hubo agua de sobra—replicó el médico—; lo malo es que nunca llueve á gusto de todos. El chubasco, por ejemplo, que favorece al centeno, acaso perjudica al trigo; lo que en este bancal es beneficio, es muerte en aquel predio.

Agotada la conversación, reducido el tema de los cambios admosféricos á reseco y desjugado bagazo, apuntadas y discutidas todas las posibilidades con esa machaconería minuciosa de que sólo la gente rústica es capaz, el diálogo orientóse hacia otros rumbos. Alguien habló del vidriero Jesús Ochoa, fallecido aquella tarde. De la sórdida avaricia y misérrimo fin de aquel hombre referíanse escenas inverosímiles. Ochoa moría septuagenario; nunca quiso casarse y no tenía herederos; los días de su mezquina vida los pasó en una tienducha lóbrega, especie de fétido chiscón situado detrás de la iglesia y en un plano inferior al nivel de la calle. Hasta sus últimos instantes el anciano vidriero demostró un valor y una clarividencia que, á no emplearse en la más torpe codicia, hubiesen sido admirables.

En Puertopomares, al igual que en otros pueblos salmantinos, los parientes del difunto alquilan, para lujo y vistosidad del entierro, un determinado número de cirios, que deben lucir durante todo el transcurso de la ceremonia. Estos cirios se pesan antes de ser encendidos; luego, á la salida del camposanto, vuelven á pesarse, y la diferencia entre ambas pesadas, que señala la cantidad de cera consumida, es lo que se paga. Ochoa, que carecía de familia y que, á tenerla, probablemente no se hubiese fiado de ella, discutió por sí mismo el precio de la cera que había de arder en sus funerales. Hasta el postrer momento sintió la audacia y el sibaritismo de regatear, de defender su dinero, único goce de su vida.

—En la botica de don Artemio lo referían esta mañana unos amigachos del difunto—dijo don Isidro—; creo que Teobaldo, el amo de la Funeraria, estaba asombrado de tanta fortaleza de ánimo. ¡Es increíble ese valor en un viejo de más de setenta años!...

Los entierros eran de dos categorías. En los mejores, denominados «con salida», el clero acompañaba al cadáver desde la iglesia hasta la Glorieta del Parque; en los de segunda clase, ó «sin salida», los curas rezaban el último responso bajo el pórtico del templo; que tan lejos alcanza la virtud del oro que hasta la oración, lo inefable, se rindió mercenariamente á su poder. Don Niceto preguntó si el entierro de Ochoa sería de segunda clase.

—¡Naturalmente!—interrumpió el médico—; pues, ¿cómo pensaba usted que fuese?... Y, gracias á que llegó á una avenencia con Teobaldo; pues de no ponerle éste la cera al precio que él exigía, capaz es de seguir viviendo. Conozco á los avaros; hasta para morirse buscan el momento más económico.

El acre humorismo de Fernández Parreño fué saludado con una carcajada general. Este pequeño éxito empurpuró las mejillas de don Elías y obligóle á bajar los párpados. Era un hombre corpulento, de miembros bien trabados, de aspecto ecuánime y simpático, á quien, como á todo miope, la necesidad de acercarse mucho á los objetos para distinguirlos, había encorvado cortesmente hacia adelante. Tenía los ojos zarcos y el bigote blanco y pulcro. El temblor de unos lentes de oro daban á las expresiones de su rostro cierta noble quietud. Hablaba despacio y nunca sin anteponer á sus palabras la importancia de un breve silencio. Sus cincuenta años y la decorativa hinchazón de sus diagnósticos habíanle granjeado mucho crédito. En todos aquellos lugarejos comarcanos tenía clientes, y hasta de Salamanca, según testigos, le llamaron una vez. Este fué el mayor orgullo de su vida.

Don Juan Manuel le burlaba frecuentemente, asegurando que la ciencia de Fernández Parreño reducíase á repetir, como papagayo, los anuncios que con gran acopio de nombres técnicos publican los vendedores de específicos en la cuarta plana de los periódicos. Algo de esto había, efectivamente: don Elías, poco accesible á las fiebres de la curiosidad científica, apenas terminó su carrera cerró los libros, pero con tal fe y sincera decisión, que no volvió á tocarlos. Era pobre y ni su misma penuria decidíale al trabajo. Su tarda voluntad encomendábase á la rutina. «Más sabe un practicón que cien doctores»—pensaba—. Por el momento bastábale con ser buen mozo. Afortunadamente, Presentación, la unigénita del opulento cacique don Ladislao Tejas, enamoróse de él, y los dos millones de reales que aportó al matrimonio añadieron á su gallarda figura y á su título de médico los debidos prestigios. Otro, en su lugar hubiérase echado á la vida bartola. Don Elías, más quisquilloso, más caballero, quiso trabajar para no avergonzarse de su riqueza, y la misma holgura de su posición le captó en seguida clientela abundante y selecta. Siete, ocho y hasta diez mil pesetas, afanaba anualmente, que unidas á su amable trato y á la pacificadora labor del tiempo, ayudaron á desvanecer, ó cuando menos á suavizar, el recuerdo de que Fernández Parreño, según cierta frase cruel, muchas veces repetida, á imitación de las cortesanas había ganado su fortuna de noche...

Comentada suficientemente la muerte de Jesús Ochoa, se habló de mujeres, tópico alegre en que las opiniones, aun de los hombres más desemejantes y rivales, aconsonantan en seguida; y apenas comenzó el diálogo, tomó, con gran gusto, sus riendas don Juan Manuel Rubio. Don Niceto había dicho que el domingo anterior, al salir de la iglesia, sorprendió á Romualdo Pérez, gerente del tejar La Honradez, hablando con doña Quintina. Hallábanse cerca de un confesionario y vueltos de espaldas al público, como si no quisieran ser vistos.

—Yo, por lo mismo, me fuí á ellos derechito—continuó don Niceto—, saludé á Quintina y á Romualdo le pregunté por Micaela, la hija mayor de doña Virtudes.

—¿Y qué respondió?

—Psch... nada... hizo lo posible por mostrarse afable y quedar bien; pero la cara se le puso como una cereza.

Don Juan Manuel interrumpió á Olmedilla.

—Amigo mío, preguntar al hombre que hallamos acompañado de una mujer por otra mujer, aunque ésta sea la suya legítima, es una indiscreción; porque usted no sabe si él, con la señora que tiene delante, presume de soltero. Además, acordarnos de una mujer teniendo á nuestro lado otra, implica siempre hacia la segunda cierta descortesía.

—¡Muy finamente sentido y muy bien expresado!—exclamó Martínez, sirviéndose un coñac—; esa carambola se la apunta don Juan.

El juez municipal se desconcertó.

—Hombre... yo creí...

—¡Nada, nada—repitió el albeitar—; esa carambola se la apunta don Juan Manuel!...

El diputado, que padecía ciertas inclinaciones oratorias, prosiguió:

—Otro tanto podría razonarse de la feísima costumbre, bien generalizada, ciertamente, de decir á la persona á quien saludamos: «Ayer le vi á usted en tal sitio»; ó... «anoche le vieron á usted por cual parte»... La indiscreción de estas palabras es evidente. ¿Qué nos proponemos con ellas? ¿Molestar á nuestro interlocutor significándole que conocemos ó vamos en camino de conocer sus secretos...? Habremos incurrido en una grosería y vulnerado el santo derecho que todo ciudadano tiene de ir adonde le parezca. ¿Lo hicimos sin malicia y sólo por el gusto de hablar?... Pues seremos responsables de un notorio delito de tontería. Voy, á propósito de esto, á referir á ustedes una anécdota...

Disertaba don Juan Manuel Rubio con aquella lentitud y autoridad que le conferían su urbana distinción de hombre que vivía en Madrid la mayor parte del año, y la indulgencia chancera de sus costumbres. Frisaba en los cincuenta años, aun cuando él, siempre que á su presencia se suscitaba tan impertinente cuestión, declarase muchos menos. Nunca quiso casarse. Era de mediana estatura y grueso; y de su lucia cogullada abacial, de la curva feliz de su vientre, del invariable optimismo de sus palabras y de sus ojos, que le bailaban de relucientes y traviesos, desprendíase una regocijadora emoción de salud. Su mucha hacienda, puesta al servicio de su evangélico y munífico corazón, había remediado bastantes dolores. Estas virtudes hacíanle simpático y servían de alivio á sus defectos, que eran de los comprendidos entre los siete pecados mayores. A don Juan Manuel la opinión pública toleraba lo que no hubiera consentido á ningún otro vecino de Puertopomares: una querida. El diputado no vivía con ella, pero iba á visitarla diariamente y sin guardarse de nadie, y esta pequeña irregularidad de costumbres, que rompía el ambiente pacato del lugar, antes le mejoraba que le perdía en el concepto de las mujeres.

Las ideas que el diputado acababa de exponer, contestando á don Niceto, merecieron la alborozada adhesión y caluroso entusiasmo de don Ignacio Martínez. El veterinario no olvidaba que la única vez que engañó á su Fabiana, ésta lo supo justamente por una de aquellas indiscreciones que con tanto donaire glosaba don Juan. El hecho ocurrió á los cinco meses y un día cabales de su matrimonio, y ni un detalle había palidecido en el espejo, cruelmente fiel, de su memoria.

Don Ignacio y su mujer salían del Café de la Amistad, situado en la calle Amor de Dios, cuando un individuo que se acercó á saludarles, le dijo: «Anoche, ya tarde, le vieron á usted en Candelario». Y como Martínez, para disimular su emoción, tratara de mostrarse sorprendido, el indiscreto agregó bromeando: «Sí, señor; á eso de las once; no lo niegue usted...» Con lo que doña Fabiana, que andaba picada por el tábano de los celos, no necesitó más. Esta escena sirvió de prólogo á vanos días terribles. Diez años transcurrieron desde entonces y, sin embargo, don Ignacio, que seguía enamoradísimo de su mujer, todavía apretaba los puños.

—Afortunadamente—prosiguió—tuve la suerte de tropezarme con el correveidile que así, en mis propias narices, le fué á Fabiana con el soplo. Necio ó malintencionado, se llevó buen castigo. Ya le conocéis: Pedro Sáez, cuñado de José, el de la zapatería. A puñetazos le puse la cara como un tambor; quince días estuvo sin salir á la calle.

En los pueblos donde la vida colectiva carece de misterios, le es muy difícil á nadie contar nada nuevo; lo que el narrador empieza á referir para distraer el fastidio de la tertulia, podría decirlo también cualquiera de sus oyentes, y así el diálogo se reduce á una rumiación ó comentario de hechos notorios, caídos en el dominio público y recalentados mil veces. Apenas alguien habla, los circunstantes, enterados de cuanto van á oir, afirman. Lo propio sucedía con la historia que don Ignacio trajo á colación. Hasta el tonto Ramitas, el tipo más infeliz de Puertopomares, hubiera sabido repetirla de memoria. Por esta razón tal vez, para que las gallardías del albeitar no cayesen en la descortesía y frialdad del silencio, Fernández Parreño creyóse obligado á esbozar una observación.

—Creo, amigo Martínez, que á Pedro Sáez le tiró usted al suelo.

—Sí, señor.

—Y cuando el pobre hombre estaba así, tripa arriba y sin poder valerse...

El veterinario sintió el placer vengativo de concluir la frase, y se la arrebató á don Elías de los labios.

—Precisamente, sí, señor; cuando cayó á mis pies le puse los tacones de mis botas en la cara hasta cansarme, que fué mucho después de perder él los sentidos. El adagio lo dice: á borrica arrodillada doblarla la carga.

Don Juan Manuel, que acababa de encender un buen cigarro puro, miró á Martínez con repulsión.

—¡Hombre!... Lo que acaba usted de contarnos es una barbaridad.

Don Ignacio, muy rojo y adelantando el cuerpo, como para reñir, repuso:

—Eso es llamarme bárbaro, pero no me ofendo. Soy así... ¡y que nadie toque á los míos, ni les dé el menor disgusto, porque me lo como!

Miró á don Niceto y á don Isidro, y añadió:

—Ya ven ustedes que no me guardo de nadie; estoy hablando precisamente delante del juez y del señor alcalde; por más que ya sabemos: can que madre tiene en villa, nunca buena ladrida...

Olmedilla, que se llevaba su bock á los labios, aparentó no haber oído. Don Isidro sonrió. Las últimas palabras, un poco desafiadoras y petulantes, del albeitar, no fueron comentadas. El diputado y los otros contertulios miraban al paisaje; don Elías había sacado de su cartera una tijerita de bolsillo. En realidad á don Ignacio, peleador, sanguíneo y cerrado de entendimiento, todos le temían. Era ancho de mandíbulas y de espaldas, y muy cejudo: tenía los ojos vivos, la nariz corta, el canoso bigote bien poblado, los cabellos rucios y cortados á máquina, y sembrada de blancas cicatrices la cabeza terca y redonda. Además de su afición á los refranes, especialmente á los que citaban nombres de animales—«refranes de veterinario» los llamaba él—sus amigos le conocían un gesto, un «tic» inconsciente, que revelaba la disposición exacta de sus nervios. En los momentos de inquietud, de impaciencia ó de cólera, Martínez se mordía las uñas; pero la uña elegida variaba según el grado de sobresalto de su espíritu. Esta concomitancia psiquico-física nunca fallaba. Si su agitación era muy violenta, la uña mordida correspondía á cualquiera de ambos pulgares; si muy grave, á los índices; y sucesivamente, conforme se apagaba, iba recorriendo los dedos mayor y anular hasta detenerse en los meñiques. La vinculación entre estos ademanes y los diversos matices del sentimiento que los producía, era lógica: la ira mordisqueaba preferentemente los pulgares por ser estos los dedos que más pronto se acercan á la boca; para morder los otros precisaba colocar la mano de cierto modo, lo que implica una pausa, un movimiento semivoluntario, una reflexión que, sea cual fuese su brevedad, había de contradecir, de enfriar, la furia del impulso. Roerse la uña de un meñique constituía para don Ignacio un pasatiempo, casi una coquetería. Sus uñas, de consiguiente, formaban una especie de columna barométrica, dividida en cinco grados, de los cuales el primero, el del dedo pulgar, correspondía á la temperatura moral más alta y temible, mientras los dedos pequeños estaban muy cerca de la ecuanimidad y de la sonrisa; los pulgares significaban la tempestad, la espada; los meñiques, el ramo de oliva. Martínez era alborotado, fuerte, bajo y macizo. A propósito del espesor ó densidad de su figura, y de las hostilidades de su carácter, don Juan Manuel Rubio tuvo cierta noche una frase feliz.

—Ese hombre—había dicho—grueso, inquieto y chiquito, me da la sensación de un dedo pulgar.

Don Niceto se puso en pie y comenzó á frotarse las piernas hacia abajo, para estirarse bien el pantalón. Luego acercóse al mirador y unos instantes su cabeza lívida y flaca, de enfermo del pecho, emergiendo de un cuello de camisa mugriento, roído y excesivamente ancho, perfilóse sobre las últimas penumbras taciturnas de la tarde. Aparentaba treinta y cinco años. Era débil, enteco de hombros y bajo el bigote ralo los labios salivosos se abrían con un gesto de ahogo. Sus manos huesudas y exangües, de uñas cuadradas y sucias, tenían, como su pescuezo, la amarillez de las retamas.

—¿Se marcha usted, amigo Olmedilla?—preguntó Rubio.

El juez municipal examinaba el cielo.

—Sí, señor; aprovecharemos esta pequeña tregua que nos da el mal tiempo.

—¿Llueve todavía?

—Muy poco.

Para cerciorarse sacó el brazo derecho fuera de la ventana, la mano bien abierta y con la palma hacia abajo, como si fuese á jurar. Don Ignacio copió aquel gesto.

—Algo chispea todavía—dijo—, pero es la ocasión de irse.

—Creo que nos vamos todos—repuso don Isidro levantándose.

Don Juan Manuel llamó á Teodoro para que le restituyese el impermeable y los chanclos que le entregó al llegar. Los contertulios se habían agrupado cerca de la ventana, y aspiraban con fruición rústica el olor de la tierra y de los bosques húmedos. En la oscuridad los entintados montes componían una especie de oleaje inmóvil. Acullá, lejos, bajo el silencio negro, griseaba el andén de la estación.

—¿Saldrá usted después de cenar, don Juan?—interrogó el médico.

—No es probable; esta noche no debo moverme de casa; necesito escribir varias cartas urgentes.

Martínez interpeló á don Elías y á don Isidro.

—¿Ustedes tienen luego algo que hacer?

—Nada—respondieron.

—¿Y usted, don Niceto?

El juez negó lenta y tristemente con la cabeza. Tampoco Olmedilla tenía nada que hacer.

—Entonces—repuso el veterinario—podemos reunirnos aquí esta noche. Echaremos una partida de tresillo. Tengo ganas de darle un buen julepe al doctor.

Agregó dirigiéndose á los otros dos individuos que, durante el transcurso de la tarde, apenas habían hablado.

—¿Ustedes vendrán?

—Bueno—contestó el más alto.

—¿Y usted?

—También.

—Perfectamente—exclamó Martínez;—me gustan las tertulias grandes; siempre á más gente hay más alegría.

Verdaderamente ninguno de los circunstantes, ni siquiera el mismo don Ignacio, tenía interés en volver al Casino aquella noche. Ir ó no ir... ¿no era igual?... El fastidio y la costumbre se repartían equitativamente la dirección y dominio de aquellos espíritus anodinos. El aburrimiento que les echaba de sus hogares, les restituía á ellos horas después. Bostezaban en sus casas, al lado de sus hijos; bostezaban en el Casino, con los naipes en la mano ó ante las mesas de billar. ¿Qué esperaban? En lo futuro, ni una emoción, ni una sorpresa, como no fuese la de la muerte. ¿Mirar hacia el porvenir, no equivalía exactamente á rememorar y escrutar lo vivido? En aquellas pobres almas que llevaban consigo, desde la niñez, la aridez del desierto, el inenarrable horror de las cosas eternamente inmóviles y semejantes á sí mismas, ¿no se perpetuaba el espanto anacrónico de que lo futuro fuese algo sabido, familiar y trillado, como un recuerdo? En la horrible monotonía de los pueblos, ¿cuántas veces resbala el pensamiento por los mismos surcos? Allí, donde no hay emociones; ¿quién contaría los millares de momentos—tantos como días que cada individuo vivió y tornó á vivir, su propia vida? Cotidianamente marchan los pies por idénticos caminos y el cerebro recibe impresiones iguales, y de esta monotonía se desprende un vaho adormecedor de opio, de indiferencia, de abulia; y así en cada una de esas almas—y sin que ellas, por fortuna suya, lo adviertan—se repite, de padres á hijos, el suplicio interior, el horroroso drama, no escrito aún, del hombre que nunca tuvo «á dónde ir»...

Esta era la situación de ánimo de don Juan Manuel Rubio, de Fernández Parreño, de don Isidro Peinado, de don Niceto y de don Ignacio, cuando, parados ante el ventanal abierto, hablaban de marcharse. El mismo trabajo que momentos antes tuvieron para reunirse, les costaba ahora separarse; en ellos, el hábito de esperar había matado la alegría de la acción. Además, convencidos tácitamente de que todo era igual, adivinaban la inutilidad de moverse. Cuanto á su alrededor pudiese ocurrir, lo tenían previsto. Este cálculo alcanzaba aún á los detalles menores. Verbigracia: Martínez sabía que, á su paso habitual, tardaba exactamente tres minutos y medio en ir desde el Casino á su casa, y cuatro minutos si este camino lo recorría en sentido inverso, porque era cuesta arriba. El médico, con aquella miopía que parecía obligarle á dedicar á cada idea ú objeto una atención mayor, pujaba su minuciosidad bastante más lejos. Fernández Parreño llevaba en la memoria cifras absolutamente exactas de las distancias. Desde su domicilio al Casino, por ejemplo, había mil doscientos ocho metros; desde el Casino á la botica de don Artemio, trescientos veinticuatro, y medio kilómetro justo separaba su casa de la de su antigua cliente doña Amelia Ruiz, viuda de Guijosa, la mujer más gorda de Puertopomares. Estos números los había descubierto con la ayuda del tiempo y á fuerza de repetir cotidianamente el mismo itinerario.

Al cabo, la figura blandengue de don Niceto, girando sobre sus talones, lanzó la señal de marcha.

—¿Vámonos, señores?

—Vámonos, sí.

Reposadamente todos caminaron hacia la puerta. Don Ignacio exclamó, mirando su reloj.

—¿Qué hora será?...

Fernández Parreño consultó el suyo, que levantó á la altura de la nariz.

—Las siete.

—Yo—repuso Martínez—tengo las siete menos diez.

Con esa costumbre irrazonada que obliga á todas las personas á tener más confianza en el reloj del prójimo que en el suyo, añadió:

—Debo de ir atrasado...

Y, sin vacilar, rectificó la hora. Don Juan Manuel dijo un donaire versallesco:

—Hace usted mal en eso; vea usted: mi reloj, con respecto al de don Elías, también atrasa, y no lo toco. Para conservar nuestros relojes, al revés que para conservar á nuestras mujeres, debemos tocarlos lo menos posible. ¡Por algo ellas, en nuestra vida, fueron siempre el desorden!...

Al salir del Casino vieron pasar al otro lado de la plaza, bajo la umbría de los soportales, un hombre silencioso, pequeñito, intensamente amarillo; un hombrecito, de color de miel, vestido de negro.

Martínez exclamó dirigiéndose al médico:

—Ahí va don Gil Tomás. Tenía usted razón. Deben ser, efectivamente, las siete en punto.

El misterio de un hombre pequeñito: novela

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