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III

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Los dos hermanos comieron en silencio, irritados por la ausencia de Frasquito Miguel, quien, según costumbre, volvería borracho. Terminada la cena, Rita Paredes levantó el mantel, y, á falta de café, Toribio dióle un largo tiento al porrón del vino, la rapada cabeza echada hacia atrás y los ojos puestos en las vigas del techo. Luego, mientras con una mano dejaba suavemente el porrón en el suelo, con el dorso de la otra se restregó y secó los labios. Cuarentón ya, mostraba el pelo canoso, el rostro rasurado, flaco y de líneas salientes, los ojos carniceros, redondos y de color almagre, la boca fina y oscura, circundada por manojos de pliegues sutiles. Era sobrado de estatura y cenceño, con esa flexibilidad y aridez de carnes que da á sus habitantes el solar castellano. Hablaba poco y mirando al suelo. Tenía algo de mastín. Una vieja cicatriz endurecíale el rostro. Levantóse, y acercándose á una ventana examinó el cielo, estrellado, límpido, transparente, después del furibundo aguacero de aquella tarde. Bostezó malhumorado.

—Buenas noches.

—¿Ya vas á dormir?

—Necesito madrugar. Mañana hay mucha faena. A las cinco me llamas.

Fatigadamente, los brazos caídos, el paso largo, grave el rostro, desapareció en la oscuridad de un aposento inmediato.

Rita, con notables disposición y rapidez, sacudió el mantel bajo la campana del hogar, fregó los platos, enlució los cubiertos, y lo sobrante del guisote familiar lo colocó en un pucherito junto al rescoldo, para que Frasquito Miguel lo encontrase caliente. Sentóse después á coser, y sobre la blancura de las ropas sus manos morenas, flacas y de articulaciones nudosas, tenían una impaciencia agresiva. La herencia había dejado en ambos hermanos una notoria comunidad de rasgos. Como los ojos de Toribio, los de Rita abríanse pequeños y bermejos, y sus labios delgados, circuídos de pequeñas arrugas, adquirían al cerrarse, expresión cruel. Era alta, enjuta, y de apariencias varoniles. Sus treinta y cinco años, los trabajos, la miseria y la epiléptica violencia de sus instintos, habían destruído en ella las blandas curvas de la femineidad; y coronando aquel corpachón anguloso de hombre, una cabeza pequeña, de perfil corvo, de mejillas pecosas, de cabellos rútilos y lisos, recogidos atrás. En el pueblo á los Paredes les llamaban los Rojos, y sus costumbres y combativas apariencias les hacían temibles.

La mujerona suspendió su labor para escuchar al sereno, que cantaba una hora: las diez: pero inmediatamente reanudó el trabajo, y había en su diligencia una especie de cólera. Todo á su alrededor era silencio; únicamente fuera, en la paz nocturnal, el Malamula, hinchado por el copiosísimo llanto de las montañas y de las nubes, gemía clamoroso.

Varios años hacía que Rita habitaba aquella casuca de planta baja, construída entre los cimientos de un baluarte, sobre la pendiente del río y en la línea de ruinas que deslindan y separan el barrio pobre del resto de la población. Fuese á vivir allí poco antes de que su amante Vicente López, apodado el Charro, á quien conoció en un lupanar de Cáceres, la abandonase para irse á Salamanca con otra mujer. De aquel amor, que fué muy grande, le quedó á Rita un hijo. Viéndose sola abrió un tabernucho al amparo del cual recobró sus hábitos de manceba. Este tráfico, durante las semanas que tardó su cuerpo en ser conocido, produjo dinero; luego, no.

Por entonces llegó casualmente á Puertopomares Toribio, que ejercía de pueblo en pueblo el oficio de bujero. Años hacía que los dos hermanos no se abrazaban, y su asombro rivalizó con el contento de volver á verse. Ni una carta se habían escrito en todo aquel tiempo. Se separaron casi niños y el azar tornaba á reunirles cuando ambos llevaban sobre la frente el dolor de las primeras canas. En la historia de Toribio había inconexiones, paréntesis misteriosos, que Rita, necesitadísima también de indulgencia, no intentó esclarecer. A los diecisiete años Toribio Paredes se alistó voluntario para la guerra de Cuba y asistió á la acción de Peralejo, donde fué herido. Le licenciaron. En la Habana, primero, y luego en otras ciudades de la Isla, ejerció diversos empleos. Estuvo en Puerto Rico y en Méjico. Después regresó á España y en Cádiz, á los pocos días de desembarcar, hirió mortalmente al dueño de un garito. En la pelea no hubo traición, pero la justicia sentenció al homicida á ocho años de presidio. En el de Ceuta expió su condena. Al salir dedicóse sucesivamente, como en Cuba, á distintos oficios. Cuando llegaba ocasión, ejercía el suyo primitivo, de carpintero; después, vendió baratijas por las ferias, fué leñador, aplicóse al chalaneo y á la recova y montó un Tío-Vivo. Finalmente deshízose de él y recobró su profesión de gorgotero ó bujero, cuyo ejercicio reclamaba pocos desembolsos y hallábase muy en armonía con sus inclinaciones vagabundas.

A las confesiones de Toribio correspondió Rita con las suyas. Habló de su primer amante, el amo de una fábrica de corsés, donde ella trabajaba. Al conocer su embarazo el burlador la despidió. ¡Miserable! Poco después, cayó enferma. Hubiera muerto de hambre en mitad de la calle, si no la llevan al hospital. Allí dió á luz y el niño fué á la Cuna. No había vuelto á saber de él. Después entró á servir en una casa de donde la echaron cuando supieron su aventura con el dueño de la fábrica de corsés. Una vecina les fué á sus amos con el soplo. Al verse de nuevo sin albergue, rostro á rostro con la miseria, la mujerona pensó: «Esta noche yo como y duermo bajo techado». Y esperó á que su delatora, cuyo domicilio conocía, saliese á la calle. La sangre que encerró á Toribio en Ceuta, hervía en ella. No tenía armas, pero tampoco las necesitaba; sus dientes y sus uñas bastaban á su cólera. Fué una escena horrible. Rita cayó sobre su presa, la tiró al suelo y teniéndola sujeta bajo las rodillas comenzó á despedazarla; matarla hubiera sido poco. A puñados la mesaba el pelo, y á mordiscos la arrancó una oreja y la desfiguró bárbaramente la nariz y las cejas; el labio inferior de la víctima desapareció, y como nadie pudo hallarlo, los testigos de la pelea supusieron que la agresora, en un rapto de antropofagia, se lo había tragado. Rita Paredes fué condenada á tres años de reclusión en el penal de Alcalá. Allí riñó con otra reclusa, á quien maltrató ferozmente, y por ello sufrió dos años más de encierro. Desde Alcalá se trasladó á Madrid, donde una alcahueta que andaba en peligrosas cuentas con la justicia, por corrupción de menores, la propuso ir á Cáceres...

Al llegar á este capítulo, el más sucio, quizás, de su negra historia, la mujerona vacilaba: también en su vida, como en la de su hermano, del monstruoso ayuntamiento de la ignorancia con el infortunio, nacieron páginas tiznadas, abyecciones inconfesables. Ninguno de los dos tenían qué recriminarse; del mismo vientre nacieron, y á su tiempo ambos rodaron hacia el dolor; si ella se había prostituído, él había robado; los dos malditos, los dos iguales.

Finalmente, Rita explicó sus relaciones con el Charro, y cómo éste la abandonó y no se preocupaba de su hijo, que ya tenía cinco años.

—Podías quedarte aquí, conmigo—añadió—; estando juntos viviríamos mejor.

Toribio aprobó; rato hacía que en aquello mismo estaba él pensando. A pesar de haber permanecido alejados tanto tiempo el uno del otro, volvían á sentirse muy cerca, muy identificados por el misterio augusto de la raza, y tan unidos en sus pensamientos, codicias y deseos, como si nunca se hubiesen separado. La miseria eneanchó y afirmó la obra de la herencia: ella fué mala por las razones mismas que él no pudo ser bueno; causas análogas les pusieron lejos de la ley; de una parte el hambre, de otra, el instinto; y así, al término de varios años, perdonáronse mutuamente sus yerros, maravillados de comprenderse tan bien y de seguir tan juntos.

Toribio relató á su hermana la constitución íntima de sus negocios: él, que continuaba en la pobreza, había llegado á Puertopomares con su socio capitalista; un tal Frasquito Miguel, andaluz, de quien no le convenía separarse. Como Paredes, Frasquito Miguel tenía una historia nebulosa. En Madrid, siendo mozo, ejerció la profesión de trapero. Más adelante, de acuerdo con otros individuos, abrió una carnicería destinada á sucursal ó principal despacho de un matadero clandestino. Las ganancias comenzaron siendo excelentes, pero el asunto no tardó en echarlo á perder la policía; fué un mal negocio que dió con sus iniciadores en la cárcel. Al recobrar la libertad Frasquito Miguel trasladóse á Málaga, y en arriscados lances de contrabando vió medrar su hacienda. Otras oscuridades y lagunas había en su vida. Él y Toribio se conocieron en la feria de Badajoz, y aparejados desde hacía dos años por el interés, más que por la simpatía, operaban juntos: unas veces vendían paños, otras, juguetes y baratijas de similor. Dónde guardaba el señor Frasquito los fondos de la sociedad, arcano fué que Toribio Paredes no consiguió esclarecer nunca; pero era lo cierto que el antiguo trapero siempre llevaba consigo los billetes de Banco necesarios para no dejar perder ningún buen negocio. Tras una lucrativa excursión por diferentes pueblos de la serranía salmantina, llegaron ambos á Puertopomares y en la Fonda del Toro Blanco pidieron dos habitaciones, pues Frasquito quería absolutamente dormir solo.

El misterio de un hombre pequeñito: novela

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