Читать книгу El misterio de un hombre pequeñito: novela - Eduardo Zamacois - Страница 8
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ОглавлениеDon Gil Tomás, el hombre más chiquito de Puertopomares, vivía en un hotelito de su propiedad situado en el Paseo de los Mirlos, á dos pasos de la Glorieta del Parque. Frisaba en los cuarenta y cinco años, y tenía un metro treinta y nueve centímetros de estatura. Amén de ser el vecino más pequeño era también el más original, lo que le infundía á despecho de su hurañoso retraimiento, notoriedad indiscutible. Sin cultivar la amistad de los ricos ni fraternizar demasiado con los pobres, sin militar en ningún partido político, ni exhibirse, ni hacer nada que pudiese atraer la pública atención, aquel individuo minúsculo ejercía sobre sus conterráneos un raro dominio, una especie de fascinación á distancia. Comía de sus rentas, hablaba poco, gustaba de pasear solo y en su casa, donde le acompañaban dos criadas, que eran también sus mancebas, nunca recibía visitas. Una indefinible emoción de silencio le precedía, le acompañaba y quedaba flotando tras él. Cuando iba por la calle los ociosos que tertuliaban delante de la botica de don Artemio y de la Fonda del Toro Blanco, interrumpían sus diálogos al verle acercarse, le cedían la acera y le saludaban con un comedimiento que parecía encubrir un temor; luego que había pasado, todos, á la vez, se quedaban mirándole. Si llegaba al Casino de noche, lo que ocurría pocas veces, instalábase aparte y ojeaba los periódicos. No buscaba relaciones, pero tampoco negaba á nadie su saludo; ni amiguero ni misántropo, mostrábase cuidadoso de no rebasar nunca los límites vulgares; y, sin embargo, todos le atisbaban, le espiaban y añadían á su equilibrada conducta interminables apostillas. Aquel hombrecito que, para subirse á los divanes necesitaba ponerse de puntillas y ayudarse con las manos, y cuyos pies, una vez sentado, quedaban colgando como los de un pelele, tenía una capacidad centrípeta enorme.
Buena parte de este poder provenía evidentemente de la fuerte extravagancia de su figura.
Tenía don Gil los hombros angostos y caídos, lo que entristecía su empaque, y una de esas cabezas voluminosas, estrechas de occipucio y muy bombeadas y crecidas de frontal, sobre las cuales los sombreros nunca ajustan bien. Su rostro afeitado, largo y huesudo, iluminado por la expresión metálica de los ojos, era de color miel, de color de fideo, de esa tonalidad aceitosa que fluctúa entre el ocre caliente del azafrán y la enferma amarillez del pus. Aquel semblante digno, por sus proporciones, de un individuo alto, absorbía toda la vida de don Gil Tomás y causaba, efectivamente, en cuantos le veían, impresión anormal y durable. El resto del raquítico cuerpo, vestido en todo tiempo de negro, con sus calcetines blancos, sus zapatos de becerro y aquellas camisas de cuyos cuellos, siempre un poco anchos, el pescuezo ahilado y pajizo emergía con la tristeza de un lamento, era nimio y despreciable; lo mismo que los pies, diminutos como los de un niño, y las manos blandas, suaves y frías. La cara, en cambio, irradiaba un vigor truculento, alucinador, de pesadilla; la frente cavilosa, la nariz aguileña, las pupilas de color de cobre, las orejas delgadas y erectas, los labios bermejos, finos y crueles, como los bordes de una cuchillada por donde toda la sangre de las mejillas se hubiese vertido. ¡Contraste terrible! Sobre aquel cuerpecillo negro, aquella cabeza grande y gualda, tenía la expresión lívida, la expresión de eternidad, de una cabeza trunca.
Por esto, á pesar de su parvedad, la silueta de don Gil antes era grave que ridícula. Si, á primera vista solía mover á burla, luego de examinada unos instantes, imponía seriedad. El observador adivinaba tras ella un misterio. Descolorida, impasible, con una inalterabilidad de ausencia, poseía el vigor sigiloso del enigma. Atraía, obsesionaba, y la emoción de su silencio se clavaba en las almas como un rehilete.
Contribuía á robustecer esta expresión la tristeza absoluta, jamás interrumpida por ningún accidente ó donaire, de don Gil. Nadie, ni siquiera don Juan Manuel Rubio, el diputado, que gozaba fama de gracioso, podía jactarse de haberle visto los dientes. Los labios, poco platicadores de don Gil, ignoraban la simpatía de la risa; movíanse para conversar, para bostezar, para besar tal vez; pero desconocían la hilaridad. Si estaba muy contento, sus ojos metálicos brillaban un poco más que de ordinario; eso era todo; su mejor humor no pasaba de ahí. Aquel enano amarillo y pequeño, no había reído nunca.
Cuando don Gil Tomás llegó á Puertopomares, seis ó siete años antes, la expresión estática y punzadora de su rostro astral, atrajo la curiosidad de cuantos ociosos había en el andén. Todos miraban sorprendidos aquella cabeza robusta sembrada sobre un tórax raquítico que apenas alcanzaba á la ventanilla del vagón, y creyeron pertenecía á un individuo excesivamente alto y flaco, que iba sentado; la general expectación trocóse en estupor y sonrisa, al abrirse la portezuela y resultar que la persona á quien tan descomunal cabeza correspondía, estaba de pie. Sin embargo, ni aun entonces la figura del hombrecillo fué objeto de mofa. Algo magnético le nimbaba y defendía como una armadura, y todos los vecinos, tácitamente, experimentaron su imperio. Con don Gil caminaba un enigma, y su mirar helado, turbio, sin parpadeos, como el de los ojos de cristal, descendía á lo más hondo. ¿Hubo nunca nada más sospechoso, más inquietante, que un hombre serio y pequeñito?...
Meses después, el forastero compró un hotelito en el Paseo de los Mirlos, esquina á la Glorieta del Parque, y ello esclareció su nombre y sirvióle de recomendación. Quien más, quien menos, todos procuraban abordarle, y á excitar este deseo contribuía el mismo perezoso interés que él demostraba en rodearse de amigos. Al cabo, don Gil fué una de las personalidades más notorias de la población: su aire reservado, sus rentas, que le permitían vivir holgadamente mano sobre mano, la circunstancia de no tener deudos y aquella facilidad con que, cual por arte de embeleco ó sugestión, supo convertir en coimas á las dos lindas mozas que tomó á su servicio, sirvieron á su alfeñicada figurilla de plataforma. Al contrario de lo que sucede á muchas personas, que se desprestigian según de más cerca se las trata y conoce, aquel hombre pequeñito y hermético, enaltecía sus méritos cuanto mejor se mostraba. Sus sombreros hongos, muy encajados sobre el occipital y siempre estrechos para cubrir el hinchado desarrollo de la frente, el secreto de los labios sutiles, la delgadez dantesca de la nariz, la distracción perpetua de los ojos que parecían constantemente abiertos sobre el panorama de otra vida, la frialdad de sus actitudes, lo apaciguado de su caminar, rasgos y perfiles excelentísimos eran capaces de resistir el más descontentadizo análisis. Las gentes, sin razón ninguna, le admiraban, y por instinto le temían. Gracias á esta alabanciosa unidad de criterios, llegó á ser «una de las cosas» más notables de Puertopomares; se hablaba de él como de algo peregrino y selecto; se le celebraba, se aseguraba que su carácter y condiciones eran dignos de estudio, y todas sus palabras revestían importancia. Su fama igualó y hasta nubló un poco la del viejo castillo. Cuando algún forastero llegaba al pueblo, sus acompañantes le decían:
—Antes de que se marche usted queremos presentarle á don Gil Tomás. Seguramente no ha visto usted otro tipo tan raro. Es un hombre pequeñito, de color de boj, que no ha reído nunca...
A propósito de él é inspirándose en la brevedad de su nombre, don Juan Manuel tuvo una frase feliz:
—Me da la impresión—había dicho el diputado—de un monosílabo.
Esa inevitable concatenación entre los rasgos anatómicos y morales de cada individuo, resplandecía acentuadamente en don Gil, quien, dócil á la ley común, sumaba á su extravagante complexión y amarillez, otra anomalía de orden metafísico. Aquel hombre pequeñito escondía un misterio brujo y pavoroso; un enigma cuya virtud teúrgica el vulgo sagaz, aunque sin comprenderla, había adivinado.
Don Gil Tomás era natural de Puertopomares, de donde salió muy niño, y su madre, muriendo al darle á luz, pareció imprimir á su vida un sesgo trágico. Dos años más tarde su padre sucumbió á mano airada, sin que nadie pudiese averiguar quiénes fueron sus matadores, pues del número y clase de heridas que recibió la víctima dedujeron los peritos que debían los asesinos de ser dos, cuando menos. Al lado de su abuelo materno primero, y de un hermano de su padre después, pasó don Gil su adolescencia. Para ofrecer á la vanidad de sus deudos un título académico, cursó en Salamanca la carrera de Derecho, pero considerando la insignificancia cómica de su figura, no quiso abrir bufete ni casarse, y dedicóse con resignación y humildad ejemplares al cuido de su hacienda.
Esta vida de concentración y retraimiento, sirvió para dotar á su espíritu de estupendos y hechiceros vigores. Ya en los términos de la segunda juventud y sin motivo ostensible ninguno, experimentó su actividad cerebral una desviación peregrina. Apenas dormido, á su idiosincrasia cotidiana, apacible é isócrona, sucedía otra voluntad aventurera, peleadora y errante. Separada del cuerpo, su alma sabática corría libremente, multiplicando á capricho sus amoríos y sus viajes. Todos los furores sexuales represados por la insignificancia bufa de su figura en las horas de vigilia, reproducíanse con exasperadas vehemencias bajo la generosa égida del sueño. Entonces su espíritu ardía, tostábase y devorábase á sí mismo, como en una llama. Una clarividencia superhumana inundaba de luz sus potencias más nobles. Todo lo veía con mayor nitidez, y su facilidad para inmergirse en lo pasado, permitíale luego aventurarse y predecir con rara exactitud lo futuro. Dormido don Gil era inteligentísimo, elocuente, impulsivo, insaciable en sus determinaciones y apetitos, y no había diques, ni cerrados lugares, ni voluntad capaces de resistir á las apremiantes sugestiones de su deseo: en sueños el discutía con los hombres, les arrancaba sus secretos más ocultos, les dirigía, les imponía sus propósitos, y si le eran agradables les inspiraba ideas que más adelante, en el transcurso de los días vulgares, parecían surgir naturalmente del limo de sus cerebraciones inconscientes para convertirse en acción y provecho; él, finalmente, hallábase presente á todas las conversaciones, y horro de escrúpulos deslizábase lascivo y sultán en el lecho de cuantas mujeres hermosas, casadas ó doncellas, vió y apeteció en la calle.
Resucitaba don Gil la leyenda de los terribles vampiros, siempre prepotentes, sombras de muertos que, según la cosmogonía egipcia, acudían á disfrutar carnalmente de los vivos. Era el sabat, la epilepsia sexual que alimentaba el frenesí de la misa negra, la encarnación del deseo inmortal, del dios Deseo, insatisfecho perpetuamente. Era el brujo, que reía en el espanto de la Edad Media, y en su cuerpo mezquino vibraba, semejante á un imperativo específico inexorable, los millones de amores fracasados, de apetitos incumplidos, de sus progenitores. A tanto abarcaba el nocturno ambular de don Gil: y, á la mañana siguiente, nada: la inacción otra vez, la somnolencia de un vivir ocioso, la fealdad de su cuerpecillo enano, sobre cuyo semblante absorto, el cansancio de lo soñado iba añadiendo, día por día, una amarillez nueva...
Esta doble vida de la que, al despertar, no tenía conciencia, este agudizado instinto de lo arcano que le erigía en gnomo del misterio, permitiéronle descubrir los pormenores que rodearon el sangriento fin de su padre. La revelación, venida inesperadamente del mundo de las sombras, del mar sin orillas del eterno enigma, donde aguarda la muerte, realizóse durante el hórrido filar de una pesadilla.
Las denominadas ideas-imágenes ofrecíanse en el curso de aquel ensueño con espantosa limpidez: paisajes, figuras, conversaciones, hasta los pensamientos que no llegaron á traducirse en ademanes, ni siquiera en palabras, todo adquiría en la imaginación del dormido perfiles terminantes.
Soñó, pues, don Gil, que una tarde, su padre regresaba á Salamanca llevando consigo una fuerte suma ganada en el juego, vicio al cual el buen don Alonso rindió siempre pleitesía apasionada. Iba el pobre caballero, que á la sazón frisaba en los cincuenta años, gineteando una mula de muy rebelde y alborotadiza condición. El dormido dábase cuenta precisa de la hora crepuscular en que acaeció el lance: la color del cielo, el aspecto del campo, las ondulaciones del camino solitario, abierto entre boscajes de copudos castañares y de alisos. En un recodo umbrío, al lado de una fuente, Frasquito Miguel y su hermano Antonio esperaban á don Alonso con propósito de robarle y, por consiguiente, de asesinarle, pues no era el castellano hombre que mansamente se dejase desposeer de lo suyo. Al verle llegar, Frasquito Miguel, que le conocía mucho, salióle al encuentro, saludándole con señalada reverencia, y so pretexto de preguntarle el domicilio de cierta persona amiga de entrambos. Amablemente don Alonso detuvo su cabalgadura, y como fuese un poco fatigado, desestribó el pie izquierdo y sentóse á mujeriegas, la pierna de aquel lado puesta sobre el arzón delantero de la silla. En tal instante Antonio, que se había escondido tras unos árboles, disparó su escopeta contra el descuidado caballero, quien gravemente herido en la nuca cayó al suelo, donde Frasquito Miguel le remató á cuchilladas y desfigurándole de manera que costó después gran trabajo identificar el cadáver. Despojada la víctima de su dinero, los matadores huyeron, internándose en Portugal y sin dejar rastro de su fechoría.
Varias noches consecutivas soñó don Gil la misma escena, pero su intensidad era tan penetrante y dolorosa y removía con tal fuerza sus nervios que le despertaba, y así la truculenta película quedaba rota. Hasta que la repetición casi cotidiana de aquella pesadilla, desimpresionándole un poco, permitióle seguir adelante. Acompañó á los foragidos en su éxodo, vióles repartirse lo robado y emprender, unas veces en Portugal, otras en España, diversos negocios. Falleció Antonio Miguel de muerte natural en Coimbra, y su hermano Frasquito quedó sujeto á la vigilancia vengativa de don Gil. El alma del hombre pequeñito le sugirió, para perderle, el proyecto del matadero clandestino; luego iba á visitarle á la cárcel, atormentándole con infernales pesadillas, y más tarde asistió á los lances de contrabando, en los cuales, bien á despecho de su invisible enemigo, el señor Frasquito acrecentó su fortuna. Durante años, á lo largo de los caminos unas veces, otras en los dormitorios de las posadas, el esforzado espíritu del hijo de don Alonso, acompañó al criminal. El bujero llegó á sentir en torno suyo la presencia de algo adverso, y tuvo miedo; comprendíase expiado y adquirió la certidumbre de que el magnetismo de una voluntad enemiga le envolvía; de esto nació aquella costumbre de encerrarse con llave para dormir, de que Toribio y Rita Paredes diversas veces habían hablado.
La acción demoledora del tiempo, con alcanzar á tanto, no gastaba los caudales de odio que don Gil Tomás llevaba consigo; y á este rencor, estéril pues que no rebasaba los límites de lo subconsciente, obedecía la palidez alimonada de sus mejillas, el estupor constante y la expresión de frialdad y lejanía de sus ojos, la sobriedad esquiva de su trato, su aire siempre distraído y toda aquella emoción de pesadumbre y silencio, en fin, semejante á un vaho, que irradiaba su diminuta persona.
Tantas tempestades secretas no fueron, sin embargo, infructuosas: algo trascendió de ellas, algo dejó aquel hondo oleaje de rencores en las playas tranquilas de la conciencia; y fué que don Gil, sin conocer personalmente al señor Frasquito, experimentaba la necesidad de no separarse de él. Todos sus traslados y mudanzas respondían á esta causa ignorada. Así, mientras Frasquito Miguel estuvo en Badajoz, allí vivió don Gil; y cuando el bujero alzó su tienda bohemia para trasladarse á Avila, don Gil, sin saber por qué, comenzó á aburrirse en Badajoz y á pensar que en la ciudad de Avila viviría mejor. Sus amigos, sorprendidos de aquellas aficiones vagabundas, solían preguntarle:
—¿Por qué viaja usted tanto?...
El hombre pequeñito lo ignoraba.
—Es que me canso—decía—de ver siempre los mismos objetos: necesito variar...
Pero esta inquietud, esta avidez espiritual, no existían. En realidad era la atracción del señor Frasquito, lo que tiraba de él.
La aparición de don Gil en Puertopomares, acaecida un año después de instalarse allí Frasquito Miguel con los hermanos Paredes, señaló en la vida moral más íntima del vecindario un grave trastorno. La figura del enanito, vestido de negro, con su cabeza amarilla y sus calcetines blancos asomando entre el zapato y la fimbria del pantalón, impresionaba fuertemente á las mujeres, de día, y luego las acompañaba de noche en su alcoba. En amor, lo horrible y lo hermoso suscitan emociones análogas, y acaso por hallarse el espasmo sexual tan cerca de la alegría de la Vida como del horror de la Muerte, lo muy bello puede inspirar ideas de castidad, y el asco, en cambio, trocarse en tumultuosa lujuria.
La historia de los íncubos demuestra que éstos suelen revestir las trazas ó apariencias más repugnantes: mendigos, epilépticos, leprosos, viejos absurdos cubiertos de llagas, animales extraños, mitad hombres, mitad fieras, estremecidos por todos los instintos y las muecas y las delirantes piruetas del Diablo.
Jamás estudió la teratología monstruos ni prodigios semejantes á los fantaseados por el espíritu masoquista de la mujer, para quien las espumas y quintas esencias mejores del amor residen, antes que en la natural y sana voluptuosidad de la caída, en el sufrimiento ó castigo que frecuentemente acompaña á la posesión. Como las hembras de todas las especies, la mujer espera á ser tomada, y constituyen legión las que, llevadas de una humildad morbosa, prefieren el golpe á la caricia. Las mujeres raras veces descubren el cenit de la locura carnal sin el acicate del dolor físico; diríase que el tormento de la desfloración perdura en ellas como un rito, y que en su alma dócil, reducida de madres á hijas á ineluctable esclavitud, las emociones de martirio y de voluptuosidad se confunden. Sufrió la hembra la primera vez que el deseo del esposo se detuvo en ella; sufrió cuantas veces el egoísmo varonil la tomó y fatigado luego, la dejó sin curarse de su placer; padeció más tarde cuando sus hijos, concebidos acaso en la sed de un deleite vanamente esperado, se agarraron voraces á su seno. Ella nunca se queja; con su sexo recibió el culto al dios dolor, la terrible divinidad ardiente, tan vecina del misticismo como del desenfreno, que tiene para los flancos de sus siervas disciplinas de llamas.
Esta necesidad de tortura explica la inclinación de la fantasía femenina á revestir de apariencias llenas de suciedad ó de horror, los espíritus viciosos que de noche van á visitarla. Un íncubo bello y joven no satisface plenamente las exigencias de su carne, acostumbrada al martirio; el íncubo preferido será aborrecible, viscoso y se adueñará de ella por fuerza: unas noches tendrá la forma de una araña de patas peludas y tenazas palpitantes; otras será un mono cornudo y con hocico de pescado; otras un lobo con cabeza de viejo, ó un hampón erisipeloso, ó un lagarto frío, que apoyará sobre el vientre y entre los senos de la dormida, el espanto de su cabeza verde...
La complexión de la mujer, halla en el dolor y en el suplicio del miedo, las espuelas ó complementos más eminentes de la emoción sexual; y también el sutil trampantojo excusador de la caída. Esta malsana derivación hacia lo odioso, hacia lo feo, explica el dominio que sobre el mujerío de Puertopomares comenzó á ejercer, desde los primeros momentos, el hombre pequeñito. Por eso, nada más: porque era amarillo y su rostro tenía la rigidez enloquecedora de las carátulas; porque sus pies eran minúsculos y sus manos muelles y blanquísimas; por la tortura de aquella frente socrática, la mezquindad de aquellos hombros resbaladizos y el vaivén cómico que, al andar, sus perneras repetían sobre la blancura de los calcetines; por la fuerza extravagante y el presentido enigma, en fin, de su vida, todas las mujeres dieron en la habituación de soñar con él. La misma pesadilla, dulce y horrible por igual, rodaba de alcoba en alcoba, y ni aun las casadas, dormidas al lado de sus esposos, se libraban de ella. Don Gil aparecía en los dormitorios, tan pronto por una ventana como por la puerta, sin hablar adelantábase hacia sus amadas, las tomaba y se iba. Esta alucinación, que robó á muchas caras virginales su color y entristeció precozmente el mirar de algunas niñas, fué como una de aquellas epidemias de ninfomanía que los obispos medioevales combatían con el fuego y el agua bendita.
Favorecido por el misoginismo de los mozos, tiempo brevísimo necesitó el enano para imponer su extraño amor á cuantas mujeres bonitas veía, y era tal la diligencia de sus propósitos, que en una misma noche, según luego se supo, asaltó varias alcobas. Mancebas suyas fueron Anita y Raimunda, hijas del médico don Elías Fernández Parreño; doña Evarista Garrido, la protegida de don Juan Manuel Rubio; Micaela y Enriqueta, hijas de la austera y severísima señora doña Virtudes, viuda de Castro, á quien también, á pesar de sus años y sólo quizás por humorismo y donaire, visitó el íncubo; Rosario, la coja rubia, dueña del café de «La Amistad», y otras muchas. Ricas, como doña Quintina, ó plebeyas y cargadas de hijos, como Aurora, la mujer de Eustasio, el tonelero, á todas se atrevía y su apasionado celo á hermosas y á feas alcanzaba y beneficiaba por igual. Su salacidad siempre encendida y casi ubicua, ni siquiera perdonó á la viuda de Guijosa, doña Amelia Ruiz, la mujer más gorda de Puertopomares. Esta perenne donación de amor era como una galantería, acaso como una caridad, que don Gil derramaba muníficamente. Su gusto, no obstante, tenía distinciones y preferencias; especies de hostales donde, en aquel larguísimo viaje hacia Citeres, su deseo se complacía con satisfacción y reposo mayores: tales, María Jacinta, de veinte años, hija única de don Artemio Morón, el boticario, y su prima Flora. La primera, especialmente, hallóse durante varios meses tan acosada, tan furiosamente sujeta y poseída, que perdió el apetito, cubriéronse sus ojos de sombras violetas y dió en enflaquecer de manera que todos juzgaron comprometida su salud.
Ninguna de estas vergonzosas intimidades cayó en los libérrimos campos de la pública murmuración hasta pasado cierto tiempo, pues las muchachas, aun las más solicitadas por don Gil, absteníanse celosamente de declararlas. Al cabo, las luces de la santa verdad resplandecieron, aunque siguiendo los marañosos caminos á que la hipocresía las obligaba. Fueron Micaela de Castro y María Jacinta Morón, las que antes hablaron: Micaela refirió á su hermana la esclavitud sexual á que el enano del Paseo de los Mirlos la tenía sujeta; lo propio hizo María Jacinta con su prima Florita. Tanto ésta como Enriqueta conocían por personal experiencia el sabor, simultáneamente regalado y acerbo, de tales posesiones, lo que no las impidió admirarse y aun ruborizarse taimadamente de cuanto oían, cual si nada supiesen; pero, por lo mismo que ambas tuvieron la voluntad necesaria para callar sus vergüenzas, faltólas tiempo y virtud para encubrir las ajenas, y así fueron sus labios los primeros en divulgar el goloso secreto de don Gil.
Con el mayor sigilo y bajo juramento de no comunicárselo á nadie, Enriqueta de Castro decía á sus amigas:
—¿Sabéis lo que me ha confesado mi hermana?...
Florita, por su lado, hacía lo mismo:
—¿Queréis saber por qué está quedándose tan anémica María Jacinta?
Estas indiscreciones provocaban otras de análoga índole y atrevimiento. En los pueblos pequeños todo se descubre y conoce, cual si hasta los muros más densos tuvieran la diafanidad del cristal. Doña Quintina sabía por Raimunda, la primogénita de Fernández Parreño, que á su hermana Anita la visitaba don Gil, y á doña Evarista la había informado doña Fabiana, la mujer de Martínez, el veterinario, que á idénticos peligros hallábase expuesta la mirlada castidad de doña Virtudes; esto último se averiguó por una indiscreción del cura don Martín, pues la tribulación y el pánico que la excelente señora tenía á morir en pecado mortal eran tales, que atropellando toda guisa de femeniles miramientos llevó su cuita al confesionario...