Читать книгу El misterio de un hombre pequeñito: novela - Eduardo Zamacois - Страница 7

IV

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Índice

Bajo el claror lechoso de la lámpara, Rita seguía cosiendo, y el choque de la luz con la sombra extremaba las angulosidades tercas de su rostro, la curvatura de la nariz, la demacración de los pómulos, la fortaleza carnicera de la mandíbula. Deseos homicidas cruzaban su frente. Aquella tarde Frasquito Miguel, acobardado quizás por la tormenta, no había ido á cenar.

—¡Si no volviese!—pensaba la mujerona.

Un recuerdo la obligó á mirar á su alrededor, como si en la blancura de aquellas paredes estuviese escrita su historia. Suspiró: se acordaba de Vicente y esto guió sus ojos hacia la puerta del aposento donde dormían, Deogracias, el hijo del Charro, y los tres vástagos de Frasquito Miguel. A éstos les aborrecía. Rita tiró su labor y por dos veces sus manos nerviosas, inconscientes, alisaron sus cabellos, ocres, tensos y planchados, sobre la redondez pequeña de la cabeza. En sus pupilas la cólera, durante segundos, encendió una luz.

—Podían morirse—murmuró—y ni ellos ni yo perderíamos nada.

Recobró su costura. La habitación donde se hallaba abocaba á la calle; tenía el suelo de ladrillo y el techo de vigas nudosas, bajo y renegrido densamente por el humo del fogón. Viejos cromos que decían los amores del Cid con Jimena, adornaban los muros. Las sillas, la mesa, el arcón de la ropa, el armario que servía de alacena, eran de pino blanco. Cubrían las puertas de los dormitorios, cortinillas de yute rojo y azul.

Poco á poco, en el doble silencio de la noche lunada y del campo, el rumor del Malamula iba acallándose. El sereno cantó otra hora; las once. Luego, nada dentro de la casa dormida: la lámpara vertiendo monótonamente su claridad de plata, las cortinas de yute quietas sobre el vano de las puertas, los muebles arrojando perfiles largos, absurdos é inmóviles, con inmovilidad cabalística, contra la albura de las paredes.

Rita, de súbito, alzó la cabeza y un frío extraño y rápido, á un temblor á flor de piel, pareció deslizarse por entre la raigambre de sus cabellos: hubiese jurado que una sombra fantasmal, una especie de inquietud amarilla, acababa de cruzar la habitación en línea recta desde la ventana al aposento donde dormía Toribio. La mujerona abrió bien los ojos, reconcentrando en ellos toda su conciencia para mirar mejor, y ya no vió nada. Aquel fenómeno, fuese impresión real ó alucinación vacua de sus sentidos, apenas duró un segundo, y no obstante, había sacudido sus nervios con la violencia de una descarga eléctrica. Ni el más tenue ruidito á su alrededor; nada tampoco sobre la uniformidad de la pared blanca. Levantóse, sin embargo, dócil á un raro terror supersticioso, y fué á cerciorarse de que los dos cerrojos que afirmaban la puerta de la calle estaban echados. Miró hacia la ventana, cuyos cristales, llenos de luna, mostrábanse apacibles; y luego á las cortinas, muertas, sin un temblor. Rita permanecía suspensa, asustándose del roce de sus vestidos y hasta de las sombras que su cuerpo, de armazón descarnada y varonil, aplastaba contra los muros. El crugido de un mueble arrancó á sus labios, descoloridos por el miedo á lo invisible, una interjección soez. Volvió á sentarse, y la idea de que Frasquito Miguel hubiese muerto y su alma estuviera allí, hirióla, de improviso. Tembló y ya iba á levantarse cuando su razón y su valerosa voluntad reaccionaron: indudablemente, ella no pudo ver nada; todo habría sido un guiño ó intermitencia de la luz, ó la levísima sombra de un parpadeo. A pesar de estas reflexiones continuaba teniendo miedo: aquella ficción rapidísima, aquella especie de vapor amarillo, no la hubiesen impresionado tal vez en una noche de huracán y de lluvia; pero en la quietud y el silencio, los accidentes más pequeños se desquitan de su insignificancia y parecen enormes. Al cabo, tranquilizados sus nervios, Rita Paredes siguió cosiendo.

Las doce eran dadas cuando Toribio comenzó á soñar en alta voz. A través de la cortina, las palabras que el dormido balbuceaba filtrábanse inconexas y turbias. Su hermana, al principio, no hizo caso, porque aquel fenómeno repetíase casi diariamente. Luego demostró preocuparse: la pesadilla debía de ser muy fuerte, pues Toribio se rebullía mucho, articulaba dificultosamente y su voz era destemplada y agoniosa, cual si algo muy pesado le oprimiera el pecho. Inútilmente trató Rita de comprender lo que su hermano decía. Otra vez la mujerona tuvo miedo. Aunque nada ó muy poco, de cuanto la brizomancia explica sea cierto, siempre envolverán las pesadillas un intenso pavor, un acre misterio. ¿El verdadero origen de los sueños es exclusivamente fisiológico, ó á esos accidentes circulatorios y digestivos á que la medicina los atribuye, va mezclada alguna sutil levadura metafísica?... Un ensueño se reduce, tal vez, á un dinamismo incompleto y pasajero del aparato cerebral. Sin embargo, el admirable instinto del vulgo adivinó en ellos mucho más. ¡Oh, la terrible, la abracadabra emoción, la sugestión fascinante, que anima las actitudes de quien sueña en voz alta! Aquellos ojos que ven, no obstante hallarse cerrados; aquellas expresiones, de alegría, de sorpresa, de cólera, que correspondiendo á imágenes venidas del más allá estremecen su rostro; aquellas voces que nadie oye y á las que él, empero, responde... ¿No serán los ensueños, hermanos de la Noche y de la Luna, como ventanas abiertas sobre el silencio aterciopelado de otra vida? ¿No constituirán un nexo entre la realidad sensible y el mundo oscuro por donde ambulan los muertos y vibran los magnetismos de cuantas personas—aborrecidas ó deseadas—viven lejos de nosotros?...

Rita llamó, por dos veces:

—¡Toribio... Toribio!...

El dormido exclamó levantando mucho la voz y con perfecta claridad:

—¡No puede ser!... Comprenda usted que eso no puede ser.

Su dicción volvió á emborronarse; no fraseaba; las sílabas se confundían.

—No puede ser... no... pue... de... ser...

Esta negativa la repitió hasta que dentro de su boca las palabras mal pronunciadas formaron un murmullo, un carraspeo de gárgara; parecía que iba á ahogarse. Su hermana le gritó:

—¡Toribio!... ¿No oyes?... ¡Despierta!... ¡Estás soñando!... Dí... ¿no oyes?...

A poco, en la puerta de la alcoba, bajo la cortina que recogía con una mano, presentóse Paredes. Hallábase en ropas menores, y la inmovilidad de sus facciones y el reposo idiota de su mirar, decían claramente que estaba sonámbulo. Unos segundos permaneció boquiabierto, como sorprendido y detenido por la luz; guiñó los párpados, sacudió la cabeza; quería despertar. Después avanzó y la cortina, al caer otra vez, sirvió de fondo á su figura. La mujerona se levantó y empuñó unas tijeras: su imaginación relacionaba la sombra amarillenta, entrevista momentos antes, con la pesadilla de su hermano, y un supersticioso terror la invadió.

—¿Dónde vas?...

Toribio la miraba fijamente, pero alelado; sus ojos dilatados no se apartaban de ella y el conocimiento, sin embargo, no se producía.

—¿Dónde vas?—repitió Rita.

Cautamente habíase colocado detrás de la mesa, en actitud defensiva. Su hermano la oyó y repuso marcando con lentitud las palabras.

—Voy con él.

—¿Con él?... ¿Quién es él?...

—Ese... don Gil Tomás... Me voy con don Gil Tomás.

Palideció Rita.

—¿Qué dices? No entiendo; ¿dónde te espera don Gil?

—¡Ahí, ahí!... Viene á buscarme.

Extendía un brazo hacia la puerta de la calle. De súbito comenzó á restregarse los ojos con ambas manos. La mujerona agregó:

—¿Ha dicho él que te espera?

—Sí... sí...

—¿Cuándo?...

—No; no me lo ha dicho... Es que conversábamos... Don Gil ha salido...

Por momentos hablaba con mayor limpieza, dió algunos pasos hacia adelante y despertó. Su cara entonces cubrióse de sorpresa; tuvo conciencia plena de sí mismo. Estaba medio desnudo, descalzo...

—¿Qué significa esto?—balbuceó.

En el sonámbulo fantasmal resucitaba el hombre de siempre. Ahora sus ojos, sus ademanes, su voz, eran los de costumbre. Tranquilizada súbitamente, Rita volvió á sentarse.

—Estabas soñando—dijo—y á no ser por mí te echas á la calle según te ves.

Muy despacio, porque no concluía de recobrar la posesión de sí mismo, Toribio Paredes repuso:

—Hablaba con don Gil Tomás.

—Eso me dijiste, y querías marcharte con él.

—¡Es cierto!... Quise marcharme con él. Miró á la mujerona.

—¿Tú le viste salir?

—¿Que si yo vi salir á don Gil?... ¿Y de dónde?...

—De ahí, de mi cuarto... y por delante de ti ha debido pasar.

La voz del bujero vibraba tranquila, consciente, clara; indudablemente hallábase bien despierto y su juicio, no obstante, titubeaba ante la sugestión de lo soñado. De nuevo el terror, esa pavura glacial que seca los labios y pone las azucenas de la muerte en las mejillas, cubrió el rostro huesudo y macho de Rita.

—¿Estás dormido aún—exclamó—ó perdiste el seso?... Dí... ¿Quieres explicarte de una vez?...

Toribio, sin responder, la frente preocupada, cogió una silla y se sentó. De su camiseta burda, color tabaco, emergía el cuello cenceño y nervudo, curtido por la intemperie y terminado en una cabeza deprimida, rojiza y pequeña. Los calzoncillos, largos y de dudosa limpieza, se sujetaban con cintas á las piernas peludas; los pies, endurecidos sobre los caminos por donde muchos años anduvieron descalzos, eran grandes, angulosos, oscuros; parecían de bronce ó de tierra. Un rato estúvose callado, los codos en las rodillas, el cuerpo recogido, el semblante taciturno y perplejo; y, según el curso de sus cavilaciones, sus miradas iban unas veces á la ventana, otras al dormitorio, ó hacia la puerta. A ratos parecíale, efectivamente, haber soñado: pero apenas lo creía cuando con renovado sobresalto dudaba de hallarse despierto, que tales eran la exactitud, la impoluta nitidez, el avasallante vigor de realidad, con que las imágenes de su pesadilla resucitaban y apremiaban su memoria. Contornos, colorido, plasticidad, voz... todo lo aunaban aquellas ficciones; hubiesen tenido existencia objetiva, y no le hubieran impresionado con mayor fuerza que cuando nacieron en su propio espíritu.

Toribio, ya completamente despavilado y sobre sí, no sabía aún si lo sucedido era una verdad tan espantosa que parecía sueño, ó una pesadilla de tal bulto y relieve que pudiera equipararse con la realidad. Estérilmente buscaba en su interior; la meditación, lejos de esclarecer su conciencia, la embarullaba. Estaba cierto de haber hablado allí mismo con don Gil Tomás: le vió, oyó su voz, sintió en su mano ruda el frío de la suya, blanda y suave...; y Rita, sin embargo, le aseguraba que todo aquello, al parecer tan irreductible, tan terminante, tan vivaz, había sido sueño. ¿Pero era posible que los cinco sentidos de un hombre, aplicados simultaneamente al conocimiento del mismo objeto, se equivoquen así?...

Intrigada por los enigmáticos ojeos de su hermano, la mujerona exclamó:

—¿Qué haces?... Me das miedo. ¿Quieres hablar?

Toribio Paredes tardó en responder. Meditaba. Repentinamente se levantó y de un salto desapareció en la alcoba. Iba á vestirse. Necesitaba penetrarse de la certidumbre ó mentira de lo sucedido; de lo contrario parecíale que la zozobra le volvería el juicio. En un santiamén se puso el pantalón, se endosó la chaqueta y, sin calzarse, para ganar tiempo, regresó al comedor. En su rostro flotaba una vaguedad de locura, un miedo de superstición. Ella le preguntó:

—¿Dónde vas?

Su hermano arqueó las cejas y se llevó un índice á los labios.

—¡Chist!... Luego te lo diré; aguarda...

Abrió la puerta y salió á la calle, y en el silencio Rita oyó la carrera sorda, vertiginosa, de sus pies desnudos. La mujerona le esperó, acurrucada en un escabel, las manos de gruesos artejos cruzadas delante de las rodillas. En el reloj de la iglesia sonaron las doce: la hora de la bruja. Transcurridos pocos minutos volvió Toribio; jadeaba y el cansancio le descoloría los labios; en cada una de las profundas arrugas de su frente el sudor ponía un hilo de plata. Ella interrogó:

—¿Qué traes? ¿Viste algo?

El se desplomó sobre una silla. Luego, acercando mucho las cabezas, los dos hermanos empezaron á hablar. Toribio procuró explicar su alucinación: era algo muy raro.

—Yo—dijo—acababa de acostarme y sin duda dormía. Sólo recuerdo que me circundaba una oscuridad profunda. De pronto, pienso: «Ahí viene don Gil Tomás». No le veía aún, pero estaba cierto de que se hallaba aquí. Después fué como si el alma se me hubiese salido del cuerpo para acudir á recibirle; porque yo sabía que mi cuerpo se quedaba allá, en la alcoba, y, sin embargo, yo, es decir, mi conciencia, mi pensamiento, se personaron en esta habitación, y todo lo apreciaban y reconocían según ahora lo veo: la lámpara encendida, los muebles, los cuadros, tú cosiendo al lado de la mesa... «Mi hermana—discurrí—no puede verme; me cree dormido...»

Se interrumpió y de nuevo sus manos acariciaron lentamente su frente absorta y estrecha. Su concepción tenía una diafanidad y sus palabras una elocuencia compendiosa y justa, que impresionaron á la mujerona. Diríase que en el oscuro cerebro de Toribio vibraba aún la luz de otro entendimiento más sutil. El bujero continuó subrayando y fijando bien las palabras con el ademán:

—Yo estaba ahí, en semejante sitio y de cara á la ventana, cuando apareció por ella don Gil. En su mirada comprendí que necesitaba anunciarme algo grave y secreto, y sin detenernos subintramos en la alcoba, donde mi alma, no sé cómo, volvió á meterse dentro de mi cuerpo. Todo lo que cuento tardaría en ocurrir segundos nada más. Al llegar este momento hay una sombra; el sueño parece interrumpirse; luego se reanuda del siguiente modo: Yo me hallaba acostado, boca arriba, y don Gil sentado al borde de la cama, la cabeza vuelta hacia mí; y como es tan pequeñito, los pies no le llegaban, ni con mucho, al suelo. Entonces hablamos...

Calló Toribio unos segundos y después su voz fué más débil y tuvo una emoción punzante de confesión y de drama.

—¿Sabes lo que me aconsejaba don Gil?...

Ella le interrumpió, anhelante:

—No, pero sí lo que tú contestabas. Tu decías: «No puede ser; eso no puede ser».

—Así le repliqué, en efecto... porque don Gil pretendía que entre tú y yo matásemos á Frasquito. Porfió mucho. «Yo me encargo—añadía—de que nadie lo sepa; pues si el juez sospechase de vosotros, yo iría por las noches á su cama, y en hallándole dormido, le quitaría esa idea...»

En el supremo interés de un silencio, Rita Paredes dejó caer estas palabras terribles:

—También á mí muchas veces, en sueños, don Gil Tomás me aconsejó lo mismo. Dice que Frasquito Miguel tiene mucho dinero.

La cabeza roja de Toribio palideció, y en su repentina lividez las pecas bermejas de las mejillas se acentuaron y dieron al rostro insana expresión.

—¡Ah!... ¡Tú lo sabías!...

—Dice que el dinero lo esconde en el patio.

—¿Entre las raíces del chopo?

—Eso es; y que lo tiene metido en tres grandes orzas.

—En tres grandes orzas verdes.

—Justo, hermano; ¡hasta el color!...

Cuchicheaban presurosos, arrebatándose mutuamente las palabras de los labios, trémulos de codicia. Rita habló de aquel temblor amarillo y amorfo que momentos antes vió ir desde la ventana al cuarto de Toribio, y éste ratificó sus declaraciones. Sus ojos volvíanse automáticamente hacia la puerta de salida.

—Al marcharse don Gil—exclamó—quise preguntarle algo que ahora no recuerdo, y para alcanzarle me tiré de la cama. Fué entonces cuando tú me detuviste, preguntándome adónde iba y si estaba soñando. Dormido me hallaba, efectivamente: pero despierto y bien despierto y con toda la luz del sol encima, considero imposible ver las cosas mejor de cómo yo las veía; y así, aun después de reconocer que toda mi conversación con ese hombre fué obra de embeleco y pesadilla, para cerciorarme más de ello salí á la calle. Llegué hasta la casa de don Gil, y anduve examinando los balcones por si en alguno de ellos había luz. Mas todos estaban oscuros y la verja del jardín cerrada con llave, como siempre...

De la maravillosa avenencia y exactitud de sus ensueños dedujeron ambos hermanos la existencia incuestionable de un tesoro; y que dicha fortuna, que debía de ser cuantiosa, el señor Frasquito la guardaba allí mismo, metida en tres magníficas orzas verdes, bajo las raíces del chopo legendario. Ni un momento detuviéronse á pensar que el motivo probable de aquella comunidad de alucinaciones fuese la ardiente fe que los dos tenían en la riqueza del señor Frasquito; tampoco les alarmó el interés, al parecer injustificado, de don Gil, en despojar al antiguo contrabandista de sus riquezas y hasta de la vida, para beneficiarles á ellos. Su avaricia desbridada de súbito por la proximidad del oro, todo lo juzgaba llano y fácil. Viejo y medio baldado Frasquito Miguel, ¿para qué iba á vivir más? Y, considerando su innoble afición al alcohol, vicio que, día por día, exaltaba su degradación y embrutecimiento, desembarazarle de la existencia era un crimen tan oportuno, tan de justicia, que casi tenía el perfil de una caridad.

Los dos hermanos seguían agitando en silencio la hórrida tiniebla de sus instintos, y sus torvos magines caminaban tan paralelamente, que cada cual veía reflejarse sus propias ideas en los ojos crueles del otro. Asesinar á Frasquito, pero de modo que nadie lo supiese, robarle y en seguida huir del pueblo. ¿No dibujaban estas tres afirmaciones una línea recta, fácil y de absoluta lógica?... Nuevamente Rita y Toribio Paredes volvían á reunirse en el espanto de los mismos propósitos, concatenados siempre, á despecho del sexo y de los años que anduvieron separados, por el genio sanguinario de su infame raza. Allí estaba el estigma, la herencia, que convierte al pasado en futuro, y lo instituye inmortal. En la realidad, como en el mundo de lo soñado, sus espíritus marchaban sobre los mismos fangales. ¡Oh!... ¿Por qué el Azar no les habría permitido aliarse un poco antes?...

El rumor de unos pasos inseguros y tardos, que acababan de sonar en la calle, delante de la ventana, interrumpió la conversación. Llamaron á la puerta y Rita salió á abrir. Era Frasquito Miguel. Representaba cincuenta y tantos años: era de mediana estatura, el busto delgado y ancho, las piernas débiles; sobre el tinte bronce de la piel, sus viejos cabellos tenían una albura brillante de plata. El rostro afeitado, expresaba cobardía y humildad.

—Buenas noches—murmuró.

Según costumbre, el señor Frasquito iba borracho. Sin mirar á sus familiares, muy rígido, para guardar mejor el equilibrio, el paso corto, el sombrero sobre las cejas, dirigióse hacia su habitación. Como nadie contestase á su saludo, repitió:

—Buenas noches.

—Buenas noches—dijo Toribio entre dientes.

—¿No cenas?—preguntó Rita.

El repuso balbuceando:

—No.... no..., no tengo ganas..., gracias. Buenas noches...

Si Frasquito Miguel hubiese visto la mirada roja, implacable, que los hermanos Paredes cambiaron, no habría podido dormir.

El misterio de un hombre pequeñito: novela

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