Читать книгу El misterio de un hombre pequeñito: novela - Eduardo Zamacois - Страница 6

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—Son datos en que debes fijarte—decía el narrador á su hermana.

Mientras Toribio Paredes hablaba, ella mirábale fijamente, y sus ojos, rodeados de pestañas bermejas, se abrían y cerraban, revelando con aquel seguido guiñar un agudo esfuerzo de comprensión. En sus labios, finos y oscuros, la codicia acababa de dibujar un gesto de sed.

Toribio concluyó:

—Los días que estemos aquí, Frasquito puede pasarlos con nosotros; ó, al menos, almorzar y cenar en nuestra compañía. ¿No te parece? Tú, procura esmerarte en la comida. El es buena persona y solterón... y con el tiempo... ¡quién sabe!... llevándonos todos bien...

Sus cábalas fueron cumpliéndose una á una. Frasquito, receloso al principio, acabó enamorándose de Rita. De estas relaciones nació un niño, á quién bautizaron con el nombre de José y los apellidos de su madre, pues el señor Frasquito, cauto siempre y amigo de andar con los ojos bien puestos en el porvenir, no quiso precipitarse á reconocerle. Aquel muchacho añadió nuevos vínculos á los lazos de interés y amistad que unían á los dos hombres, y así decidieron establecerse juntos. Frasquito hubiera preferido vivir aparte con su mujer; pero tan irreductible oposición halló en ésta y en su hermano, que desistió. Ya reunidos todos, acordaron recogerle un poco las riendas á la vida y aquietarse, y hacer de Puertopomares una especie de centro de residencia ó de «cuartel general», de donde saldrían á recorrer, periódicamente, los otros pueblos de la provincia.

La casuca que cobijó los amores de Rita con el Charro y que ella transformó luego en taberna y disimulada mancebía, el señor Frasquito Miguel y su cuñado, dando muestras de su mucha industria, la aderezaron, ensancharon y dispusieron de manera que sirviese de vivienda y de almacén. Para hallarse más separados y con mayor honestidad, levantaron un tabique que hizo de la cocina primitiva dos habitaciones; la despensa, que era espaciosa, después de bien enjalbegada y solada, sirvió de dormitorio, y cuando quedaron celosamente revistas y tapadas las goteras del pajar, éste ofreció á su vez condiciones excelentes de seguridad.

Pero las principales reformas se verificaron en el corral, que hasta entonces sólo aprovechó para gallinero y pudridero de basuras. Allí un viejo chopo levantaba, muy por encima de los bardales, la gracia verde de su copa recogida, sensible al viento. Este árbol fué en tiempos atrás como un gesto de orgía, como una cimera ó penacho de escándalo, alzado sobre la vulgaridad de la humilde vivienda. La casa de Rita, la barragana de tantos, se distinguía y señalaba entre todas por aquel chopo esbelto. Era su reclamo, su anuncio, su clarín. Desde muy lejos se divisaba. La gente rústica que se acercaba á Puertopomares por el lado opuesto del río, lo conocía bien; los mozos se lo mostraban unos á otros, extendiendo un brazo:

—Es allí...—decían.

Y hasta hubo quien aseguraba que Rita, muy avisadamente, llegó á adornarlo en las noches sabatinas con farolillos de colores, y cómo tales luces, balanceándose en la oscuridad á impulsos del aire, ejercían sobre los hombres, á una distancia de varios kilómetros, irresistible atracción. Apropósito de aquel árbol popular y de las trazas hombrunas de su dueña, alguien había dicho: «Eres, Rita, como el chopo: alta y grande, pero de mala sombra». La frase gustó y vivió muchos años.

Toribio y Frasquito talaron aquel chopo lupanario, igualaron y limpiaron el suelo, y luego, utilizando como paredes maestras los dos acirates más largos del corralón, improvisaron á la izquierda un amplio departamento de mampostería, seco, claro y sólido, bueno para depósito de mercaderías; y á la derecha, un soportal ó cobertizo de tejas, sostenido por pilares de ladrillo, destinado á caballeriza.

Asombraban por igual, la previsora astucia, la alegre voluntad y la rapidez con que los dos hombres realizaron tan ardua tarea, y el feliz remate que dieron á todo. En su mañera traza y ágil disposición claramente echábase de ver la complejidad pícara de sus vidas. Ningún oficio les era extraño: lo mismo aplomaban una pared, que techaban una habitación, ó disponían los batientes de una puerta, modelaban á yunque y martillo una reja, componían una cerradura, herraban un caballo ó compraban animales que sabían vender luego á mejor precio. Este abigarramiento de aptitudes resplandecía también en la diversidad plateresca de su industria. Con todo traficaban. Los objetos de quincalla, los racimos de zapatos y las pirámides de sombreros y otros artículos de poco peso, eran subidos al desván; lo mejor, lo más caro, los paños, mantas, tapetes y piezas de ropa blanca, ocupaban el nuevo almacén, con su suelo de ladrillo aislado de la humedad por una capa de carbón. Una yegua y una mula, servíanles para transportar sus mercancías. A veces salían de Puertopomares al despuntar la aurora, otras á prima noche, según la estación y la longitud del itinerario que hubiesen de recorrer; generalmente estas expediciones eran fructuosas, y al término de ellas el señor Frasquito y Toribio reaparecían con las caballerías muy aligeradas y en el rostro reflejado el codicioso contento de los buenos negocios.

Tan activo tráfico duró varios años, en los cuales Frasquito Miguel y su coima hubieron dos hijos más: María Luisa y Francisco. No obstante estas novedades, la disposición sentimental de aquellas tres personas nada había variado. La sonriente bonanza de sus negocios les enriquecía sin acercarles. Rita y Toribio Paredes continuaban estrechamente unidos por sus instintos de crueldad y de rapiña: la homogeneidad de los ambientes donde desenvolvieron sus vidas les impidió diversificarse: una y otro eran egoístas, violentos y sórdidos, cual si sobre ellos gravitase una herencia de rapacidad y bandolerismo. Entre ambos hermanos, Frasquito Miguel, á pesar de sus tres hijos, de su labor inteligente y del dinero con que porfiadas veces coadyuvó al bienestar común, siempre sería un advenedizo, un extraño, casi un enemigo. El, receloso y astuto, debía de comprenderlo así y sentir la traición que le acechaba, por cuanto constantemente de todos se retraía y guardaba un poco.

Los vecinos del barrio, que recordaban el licencioso comercio á que Rita se había dedicado, demostraban á los Paredes cierta hostilidad. Ateniéndose á la indudable semejanza habida entre cada individuo y las personas de su afecto y predilección, razonaban que Toribio sería, en punto á rigidez de costumbres, como su hermana, y que Frasquito Miguel tampoco debía de tener muy severa moral cuando tan bien hallado parecía en aquel ambiente. La figura hombruna de Rita, el semblante frío y torvo del bujero, y la cara cetrina, cazurra, llena de vulpejerías y disimulos, de Frasquito, afirmaban esta creencia y ensombrecían el lar. El famoso chopo del corralón, cuyo perfil fálico recordaba á los mozos del campo el misterio de Eléusis, había desaparecido, pero su leyenda golosa perduraba. La casa de los Paredes, llamada por muchos «la casa del chopo», donde, según los viejos, quince ó veinte años antes, fué asesinado un hombre, parecía irradiar una pavura carcelaria, un enigma de antro. La honesta labor á que sus actuales moradores se aplicaban, no lograba purificarla; las aguas lustrales del trabajo corrían sin conseguir llevarse de aquellos muros el olor del burdel. La fachada, á pesar de su blancura reverberante y de sus dos balcones cargados de bien florecidas macetas, era triste; las mujeres que deseaban hablar con Rita ó comprar algo, raras veces se decidían á trasponer el quicio de la puerta, colocada medio metro bajo el nivel de la calle, y si alguna pareja de la Guardia civil pasaba por allí, nunca lo hacía sin inmergir una mirada fiscal en el zaguán húmedo, lóbrego y sumido, como una vieja boca. El vecindario siempre esperaba una emoción: que á los Paredes, verbigracia, les llevasen presos. Realmente, el aspecto y la historia de la casa y los tricornios de la Guardia civil, rimaban muy bien.

Al término de algunos años, los graves achaques del señor Frasquito contribuyeron á ensanchar la distancia que le separaba de Rita y de su hermano. Agravóse el frío de aquellas relaciones preparadas por la codicia y el cálculo. El antiguo trapero, que ya contaba más de cincuenta años, enfermó de reuma: comenzó á padecer en las articulaciones dolores agudísimos; se le inflamaron las rodillas, retorciéronsele y trastornáronsele como sarmientos los dedos de las manos, y vióse obligado á renunciar, casi completamente, al trabajo. Aquel invierno Toribio Paredes salió solo á vender; su cuñado, medio paralítico, quedábase en casa y á intervalos los gritos que así la cólera de su inutilidad como el mucho sufrir de sus huesos, por igual le arrancaban, rompían lúgubremente la paz de la calle.

El desvalimiento del señor Frasquito, que, con la enfermedad, en pocos meses parecía haber envejecido varios años, empeoró su situación moral. Rita, que no había olvidado á Vicente López, ni podía hablar de él sin verter lágrimas, y acaso por obra de los poéticos mirajes del tiempo le amaba más que nunca, empezó á aborrecer á Frasquito. Al principio de sus relaciones, le aceptó con gusto, por codicia; luego le fué indiferente; después esta indiferencia amistosa perdió cuanto pudiese haber de simpatía, se enfrió y fué desdén; últimamente, el desdén se mudó en desprecio y el desprecio en odio. La antigua ramera comenzó á sentir hacia su último amante, feo, viejo y tullido, inutilizado para el amor y el trabajo, un aborrecimiento de fiera. Aquel ex hombre, á quien muchas mañanas era necesario vestir y dar de comer, porque sus brazos anquilosados y trémulos no le obedecían, era una carga. ¿Qué necesidad tenía ella de ir por el mundo con tan terrible cruz acuestas? A veces una voz noble, voz generosa de caridad, dictaba á su conciencia palabras de Evangelio; pero inmediatamente el egoísmo y la sordidez tronaban con espantoso griterío. ¿Qué hubiese hecho el señor Frasquito á ser ella la inútil? Probablemente echarla á la calle, ó marcharse, y si la suerte permitió que el enfermo fuese él, ¿por qué no imitarle dejándole?...

De sus cuatro hijos á la mujerona sólo la interesaba realmente Deogracias, el primero, en quien revivía la figura del Charro. Los hijos de Frasquito, Pepe, María Luisa y Francisco, la servían únicamente de estorbo y para exacerbar su odio hacia el padre. De esto hablaban frecuentemente ambos hermanos, y por igual reconocían la utilidad de deshacerse de aquel perdulario y de los chiquillos que trajo al mundo; pero al llegar á cierto extremo difícil de su conversación, los dos callaban apenados porque en la realidad los hechos no se sucedan y devanen con la facilidad que en el pensamiento, y el recuerdo de la justicia, unido á las torvas memorias de sus años carcelarios, dejaba en sus almas oscuras un frío.

El motivo principal del acerbo rencor que los Paredes alimentaban contra Frasquito, era la rapacidad, el cuidado avaro, la esmeradísima avidez, la habilidad omnisciente, con que el enfermo sabía esconder su dinero. ¿Dónde lo guardaba? ¿A qué prodigios de escamoteo, á qué recursos de nigromante apelaba para ocultarlo de manera tan maravillosa que su desaparición no dejase rastro?...

Antes de afincarse en Puertopomares Toribio creyó siempre que su socio depositaba sus ahorros en algún Banco de Salamanca, de Badajoz ó de Madrid, y únicamente llevaba consigo las seis ó siete mil pesetas indispensables á las modestas transacciones de su negocio. Cuando ya todos vivieron juntos, Rita, para comprobar aquella suposición, dedicóse á leer cuantas cartas el señor Frasquito recibía: á tal fin las colocaba unos instantes sobre la boca de una olla donde hubiese agua hirviendo, y el vapor desprendía la nema del sobre tan limpiamente, que luego de repegada era imposible conocer la traición. Este acecho, minucioso y perseverante, de varios meses, demostró que el pañero no mantenía relaciones con ninguna casa de banca, ni recibía otra correspondencia que las de los fabricantes ó almacenistas al por mayor, de quienes él y Toribio se proveían; de donde los hermanos Paredes concluyeron que, según una rancia costumbre española, heredada quizás de los judíos y de los árabes, Frasquito Miguel debía de recatar sus ganancias en una ó varias orzas escondidas, probablemente, á muchos metros bajo tierra.

Esta segunda parte de la cuestión fué también objeto de investigaciones y atisbos prolijos. Durante sus excursiones por diversos lugares y villas, Toribio, que jamás perdía de vista á su adjunto, y de noche utilizaba múltiples é ingeniosos ardides para saber si salía de su habitación, llegó á convencerse de que Frasquito no tenía fuera de Puertopomares ningún tapujo, ni sitio, encrucijada ó mesón, que le mereciesen preferencia. Luego, si no en el campo, era en su propia casa donde el ladino viejo escondía «su tesoro»; que á tan preeminente y codiciable categoría remontaba la imaginación de los Paredes la fortuna de aquél.

Relacionando diversos datos y pormenores cazados hábilmente en el transcurso de dos ó tres años, la mujerona y su hermano dedujeron que el señor Frasquito tenía soterrado su dinero en el corralón, bajo la raigambre del chopo desaparecido; y confirmaba esta sospecha la frecuencia con que iba al retrete, situado al fondo del patio, y su empeño en ocuparse de la limpieza de las caballerizas y pesebreras, cual si por todos los medios procurara no alejarse de aquel sitio. Esta pista enardeció la codicia de los Paredes, y agravó su avariento sobresalto la consideración de que las orzas ó pucheros donde Frasquito Miguel fué servido de meter sus ahorros, empujados por las raíces, vivas aún, del árbol, iban hundiéndose más y más, de suerte que si transcurría mucho tiempo llegaría á ser muy difícil dar con ellas.

Atormentado por este recelo, Toribio una noche, hallándose los tres de sobremesa, expuso la conveniencia de solar el patio, para lo cual creía necesario remover bien la tierra y arrancar las raíces que endurecían y arrugaban el piso. El efecto que tales palabras, dichas con ahinco y decisión, produjeron en Frasquito Miguel, fué terrible. Quedóse pálido, luego lívido; hasta que su corazón reaccionó y su rostro cetrino se llenó de sangre; después aquel aborrachado color empezó á debilitarse y sus mejillas y su frente tuvieron la blancura de los cadáveres. Su sorpresa mudábase en cólera. Frunció las cejas, bajó la cabeza, tiró nerviosamente contra su plato el cuchillo con que iba á cortar una rebanada de pan, y apenas lo hizo lo recobró afanoso cual si acabase de sentir la necesidad de tener un arma.

—El patio-gritó—no se toca.

Su fiero y destemplado acento, expresaba una resolución irrevocable. Los hermanos Paredes cambiaron una mirada de inteligencia, de alegría feroz, de sordidez ardiente próxima á saciarse, y unos momentos, bajo el apacible claror plata de la lámpara, aquellas dos cabezas fraternales, cabezas de presidio donde otra veces el deleite de matar se había pintado, adquirieron una expresión patética. Toribio quiso argüir algo, pero su cuñado le atajó.

—¡He dicho que el patio se deja según está: lo dispuse así y no consiento que se toque en él ni á un, jaramago!

Toribio repuso cazurro:

—Bueno, hombre; no hay motivos para incomodarse tanto; no haremos nada, descuida. ¡Qué aspavientos!... ¡Cualquiera creería que íbamos á robarte un tesoro!...

El tono zumbón y la reticencia con que estas palabras fueron dichas, desconcertaron al señor Frasquito, quien trató de enmendar su yerro y la aspereza de su actitud con algún donaire ó frase oportuna. Pero la explosión de cólera que acababa de experimentar había sido demasiado violenta, los músculos faciales hallábanse endurecidos aún, y ni supo dar gracia á sus palabras, ni cordialidad y simpatía á su rostro. Desde aquel momento los Paredes adquirieron la convicción, la certidumbre irrevocable, de que el astuto viejo, cumpliendo resabios de raza, tenía enterrado su dinero en el corral.

Con la llegada de la primavera le volvieron las fuerzas al enfermo y hallóse de nuevo en situación de volver al trabajo; esto, al menos, creyeron todos, lo que les produjo buen consuelo y alivio. Pronto, sin embargo, echó de ver Toribio que su socio ya no era el hombre de antes; así porque sus piernas le obedecían mal, como porque con las energías musculares se le fueron también las lucrativas capacidades y oportunos ardides de la voluntad. Frasquito Miguel renqueaba bastante y hablaba mucho menos; desaparecieron sus trujamanerías y gitanas zangamangas de mercader; ya no sabia engañar vendiendo como oro el similor y por nuevo lo usado. No convencía, no alucinaba; perdió la gracia; fué un arruinamiento general que abrió en la suma de los ingresos un déficit considerable.

Poco á poco el señor Frasquito llegó á reconocer también su inutilidad, y como esta humillación le hiriese en lo más altivo y sensible de su alma, para olvidarla se dedicó á la bebida. El momentáneo bienestar que ésta le producía incitóle á seguir bebiendo, y lo que empezó siendo arrimo y recurso, creció rápidamente y fué pasión. Toribio Paredes, maldecía de él: en las ferias no le servía de nada, pues tardaba en emborracharse el tiempo que empleasen en alzar su tienda; luego se echaba á dormir debajo del mostrador, y por los caminos iba cantando, bamboleándose como un polichinela y agarrado á la cola de la última caballería. La gente hacía escarnio de él. Una vez Toribio regresó á Puertopomares y entró en su casa llevando al señor Frasquito atravesado en la yegua. El viejo, que había perdido los sentidos, iba con el vientre sobre la cruz del animal, y las piernas de un lado, y los brazos y la cabeza de otro, colgaban como alforjas. Entre los dos hermanos le cogieron y metieron en el zaguán, á presencia de un grupo de vecinos que, pensando ver á Frasquito Miguel herido ó muerto, acudieron consternados, y cuando tuvieron noticia de la inverosímil cantidad de vino que traía en el cuerpo, empezaron á reir y á burlarle. Aquella madrugada, dominando la unisonancia del Malamula, resonaron en «la casa del chopo» grandes porrazos, á cada uno de los cuales respondía un lamento flébil y expirante, como de persona del otro mundo; después los quejidos cesaron y siguieron los golpes, y al día siguiente revoló de puerta en puerta la noticia de que los Paredes, con objeto de volver al señor Frasquito á la virtud de la sobriedad, le habían administrado una muy gentil paliza.

Frasquito Miguel no volvió á salir con su cuñado; ayudábale á enjaezar y disponer la carga de las caballerías, pero luego Toribio se marchaba solo. La vergüenza de verse preterido, la amarguísima pena de su inutilidad, concluyeron de aburrirle y desganarle de todo. La bebida continuó y exacerbó la obra del artritismo. El desdichado empezó á hincharse, amortiguóse su mirada y bajo los ojos la piel formó hondas bolsas triangulares. Hablaba poco y sus ademanes y palabras tenían la indecisión de la somnolencia. Los únicos sitios que frecuentaba eran el merendero de Luis, situado cerca del río, al pie del cementerio viejo, y el café de La Amistad, vulgarmente llamado «café de la Coja». Todas las mañanas madrugaba, pues continuaba siendo muy rezador y amigo de los santos; de día quedábase en casa, unas veces en el zaguán, otras junto á la caballeriza, cual si su oscurecido pensamiento alimentase la invencible obsesión de no alejarse de allí; y entre tanto empleábase en reponer asientos á las sillas ó arreglar el calzado viejo ó cortarles calzones y baberos á los muchachos, que para estos y otros diversos menesteres y oficios sus manos industriosas supieron siempre darse buena traza. En la mesa apenas dirigía la palabra á sus familiares, ni regañaba á los niños, ni levantaba del plato los ojos, y con el último bocado de la cena en la boca, se iba á la calle. Cuando volvía, lo que nunca sucedía antes de muy pasada la media noche, siempre era borracho.

Esta abominable costumbre y más aún, la particularidad de que el señor Frasquito, que hacía tiempo no ganaba dinero, llevara siempre tres ó cuatro pesetas en el bolsillo, exasperaban los desapoderados odios de Rita y de su hermano. Frasquito Miguel representaba en aquella casa el papel de zángano; vivía y no trabajaba. ¿Por qué no se marchaba de una vez con sus hijos? Y si no quería irse, ¿por qué no le despedían ellos? ¿Qué ley ó documento les obligaba á seguir juntos?... Los Paredes, sin embargo, no se atrevían á desahuciarle; y era la codicia, la ilusión avara de dar con el tesoro del viejo, lo que les detenía.

El misterio de un hombre pequeñito: novela

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