Читать книгу El camino es nuestro - Elena Fortún - Страница 15

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—DOÑA MANOLITA, ¡por Dios! ¡Que me pierde!… —decía el médico a mi madre agotada.

—¡¡No puedo más!!

Luego de media hora de forcejeo…, y tres días de angustia, salió aquella cabecita mía morada y tumefacta…

—¡Está muerto!

—Lo que importa es la madre —dijo el médico entregándome envuelta en una sábana a las mujeres…

Y ellas, ¡Dios las bendiga!, se pusieron a darme azotes, a sacudirme…

—¡Venga, vengan acá y dejen a la criatura! ¡Café caliente! ¡Coñac! ¡Vamos, vamos…! ¡Ligeras!

Y cuando mi madre, inconsciente, estuvo colocada en la cama, un grito ronco, un vagido nada humano brotó de entre aquel envoltorio.

—¡Está vivo! —dijo mi padre.

—Está vivo y es varón…

El médico rectificó casi enseguida sacándome de entre las sábanas.

—Está viva y es hembra…

—¡Hembra!… ¡Qué se va a hacer!

Entonces mi madre abrió los ojos y dijo humilde:

—¿Lo sientes?… Yo también…

—No, hija, no… ¡Una niña! ¡Aún vamos a quererla más!

Mi madre volvió a entrar en el limbo de los débiles… Se había quedado paralítica.

Dos días después, mi padre envuelto en su capa cruzaba la plaza de Oriente y se le acercó una mujer.

—Señorito…, ¿sabe dónde es esu para ser ama de cría?

—¿Cómo?

—Una agencia u cosa así para colucarse.

—¿Usted es el ama?

—Sí, señoritu…

—Venga conmigo…

—¿Me engaña?

—No, mujer… Mi esposa ha dado a luz y no puede criar… Ahora mismo iba a buscar ama.

—¿Nu me engaña, señuritu? El cura de mi pueblu dice que en este Madrid engañan a los probes comu yo…

—No, mujer, no la engaño… Es aquí cerca.

Y aunque la mujer no quería ir, alguien la empujaba detrás de mi padre y así llegó hasta la cabecera de mi cuna.

—¿Es la señurita? ¿Es esta señurita la que tengo que criar?

—Sí…, esta criatura…

—¡Señurita! —decía la gallega mirándome extasiada.

—No la llame «señorita», mujer…

—Yo la llamaré siempre señurita… El cura de mi pueblo me dijo que…

—¿Usted cómo se llama?

—Antonia…

—¡Antonia! ¡Siempre san Antonio protegió a mi familia! —dijo mi madre—. ¡Bienvenida sea a esta casa, y Dios la ayude a criarme la hija, Antonia!

—¡Así sea!

Tenía casi dos años y no andaba.

—Debilidad —decía el médico.

—¡Pero si está tan gordita!

—No importa… Es falta de calcio…. De una madre como usted…

Sin embargo, mi madre ya andaba, apoyada en un bastón…

Mi tía, el ama, o alguna criada tenía siempre que ir cargada conmigo…

Llegamos a Segovia. Mi madre y yo nos quedamos en la catedral, mientras mi tía iba a preparar el viaje en coche al pueblo.

Yo, agarrada fuertemente a la reja de una capilla, miraba hipnotizada el interior dorado, las luces, los santos… Mi madre arrodillada a mi lado rezaba fervorosa:

—Madre mía, que ande mi nena, que ande…, que no sea una inválida como yo… ¡Madre mía Santísima! Dios te salve…

Y mi madre se dio a pasar cuentas del rosario… De pronto miró en torno y no me vio…

—¡Jesús!

Se levantó agarrándose a la verja y me buscó aterrada…

¡Allí estaba yo! Navegando tambaleante y feliz como un patito por las anchas y limpias naves de la catedral… Al ver a mi madre, lancé una carcajada y fui hacia ella…

—¡Dios mío! ¡Madre mía! ¡Mi hija anda! ¡Anda!

Cuando volvió mi tía nos encontró sentadas en un banco. Mi madre roja de la emoción.

—¡La niña anda! ¡Ha ocurrido un milagro!

Era rabiosilla. Acostumbrada a jugar sola, aguantaba mal que otros niños intervinieran en mis juegos.

Y menos que a todos a aquel chiquillo cabezón con las fontanelas abiertas aún y los sesos latiendo bajo la piel tenue y la pelusilla rala. El chico me quitaba todo mientras las madres hablaban… Me quitó el muñeco de porcelana, y la casita de cartón, y la campanita…

Mi madre y la suya pesaban algo sobre la mesa del comedor… Entonces, el chico, que había agarrado al muñeco por los pies, comenzó a golpearlo en el suelo…

Yo cogí una pesa dorada y fuerte: ¡el kilo! Y levantándolo en alto lo dejé caer sobre la cabeza del cabezón…

Mi madre, que había visto el movimiento sin poder evitarlo, lanzó un chillido horrible…

¡Pero aunque la pesa cayó sobre la cabeza palpitante del chico no le hizo nada!…

Casi desmayada de terror pudo comprobarlo mi madre…

Seis años escasos aquella noche en que me desperté oyendo rezar… En mi casa era corriente el rezo, pero no en aquel tono solemne, imponente, dramático que ahora oía…

Me escurrí de la cama y fui descalza hasta la puerta de la sala… Allí estaba la alcoba de mi abuelo, y mi madre, de pie a su cabecera, rodeada de mujeres de rodillas, decía las tremendas palabras de la recomendación del alma: «Sal, alma cristiana, de este mundo en el nombre de Dios Todopoderoso que te creó, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo que dio su sangre por ti…, en el nombre del Espíritu Santo que te dio su gracia…».

Mi abuelo murió esa noche y al otro día le enterraron. Mi padre, mi madre y yo le acompañamos al pobre cementerio del pueblo. Mi madre lloraba mucho, de rodillas al borde de la sepultura, y como estaba muy gruesa, mi padre tuvo que hacer muchos esfuerzos para levantarla… Yo lloré también para que todas las chicas me miraran…, pero estaba muy contenta con el vestido negro que estrenaba aquel día.

A la madre de mi madre la había conocido dos meses antes en un pueblo vasco… La vi y la sigo viendo, bien envuelta en un mantón negro, sentada en una silla de brazos junto a una ventana. Los pleitos la habían dejado pobre y ahora vivía de una pensión que la pasaban los mismos que ganaron el pleito último.

—¿Eres devota de san Antonio? —me preguntó, y yo no supe qué contestar, porque a los cinco años se saben pocas palabras y las que se saben tienen un significado incomprensible… ¡Devota!

—Sí, madre —contestó la mía.

Después nos volvimos a Madrid, y pasaron los meses, y murió mi abuelo, el padre de mi padre, en un pueblo de Segovia, donde nació y vivió siempre, y como ya era octubre se acabó el veraneo.

Yo iba a mi colegio de la calle del Amor de Dios, en el corazón madrileño. Un día al volver del colegio encontré a mi madre llorando.

—Hija, ¡se ha muerto la abuelita! —me dijo en el tono de las grandes ocasiones.

Luego me leyó la carta en la que lo decía y yo escuché, anonadada de que para mí se usara esa ceremonia.

—Siéntate ahí y escucha.

Y mi madre leyó la carta de mi tío:

«La víspera nos lo había dicho, pero como ya sabes cómo era no la creímos. Dijo que se le había aparecido san Antonio a los pies de su cama y le dijo: “Mañana, a esta misma hora te llevaré conmigo”. Dijo que eran como las dos de la madrugada, pero ya te digo que no le hicimos caso. Sin embargo esta mañana la hemos encontrado muerta en su cama y el médico dice que hacía como cinco horas que había fallecido.

Antes de las dos no debió de ser, porque se había tomado la leche con bizcochos que se tomaba a las doce y que todas las noches le dejábamos».

—¿Has oído, hija? ¡Ya no tienes abuelita!

—Sí.

No me importó nada, pues ni siquiera me podían poner vestido negro ya que le llevaba así desde la muerte de mi abuelo.

Ocho años bobos. Mi padre me llevaba al colegio por la tarde después de comer, pero antes entrábamos en el café de Zaragoza (calle de León esquina a la plaza de Antón Martín) a tomar café. El pocillo de café para los niños no costaba nada y el mozo me lo servía de buena voluntad.

Aquel día tenía que comprar un dedal… Mi padre siguió hasta el café mientras yo le compraba en la calle de León.

No tenía yo costumbre de andar sola por la calle, por eso iba temerosa desde la tienda hasta el café…

Era un mediodía radiante. Había poca gente por la calle y al doblar la esquina de la plaza…, yo muy arrimada a la pared…, sentí una feroz bofetada en un carrillo…

El sol se me nubló…, ¡pero no había nadie!

Corrí llorando hasta el café…

—¿Qué te ha pasado?

—¡Una bofetada! ¡Me han pegado en la cara muy fuerte!

—¿Quién?

—¡Nadie! ¡No había nadie!

Diez, tal vez once o doce años. Santander. El Sardinero. Es un domingo y mi madre, siempre enferma, duerme aún.

Las hijas del dueño del hotel, dos chicas un poco mayores que yo, a las que admiro mucho, me proponen:

—¿Quieres venir a misa con nosotras?

—Bueno.

Vamos a la ermita de San Roque, sobre el peñasco que divide dos playas. Como es temprano, sólo están en misa las criadas de los hoteles y casas particulares y alguna viejecilla….

Entra la luz lechosa de la mañana nublada y la iglesita, a esta hora, es blanca y pura como una perla.

Nos arrodillamos delante de todos, pegadas a la barandilla del altar. Sale el sacerdote y comienza la misa. Yo rezo…, de pronto no puedo rezar; un dulce bienestar me invade y siento que ya no estoy de rodillas en el suelo sino junto a la imagen, al pie de ella, en lo más alto del altar, rodeada de la luz blanca y pura de la Virgen…

Me cuesta trabajo abrir los ojos… Oigo hablar lejos…, luego más cerca…. Estoy en la puerta de la ermita rodeada de muchas personas que me dan aire.

—¡Se ha puesto mala! ¡Se ha puesto mala! —oigo decir.

Trece años. Es en la iglesia de San Pascual en Madrid. Recoletos. De rodillas en un reclinatorio junto a mi madre. La iglesia está oscura y como impregnada del tono sucio, barroso, gris con mucho negro de los árboles, pelados y húmedos, del paseo.

Me parece que el aire tiene el mismo color que el hábito de san Pascual, arrodillado en éxtasis, delante de la custodia…

De pronto un apacible bienestar, una suavidad dulcísima…, un huir de mí hacia el altar en sombras…

La voz de mi madre en mi oído:

—¡Hija! ¡Hija! ¿Te pones mala?

Y la calle lluviosa y gente que me mira.

—¡Un coche! ¡Un coche!

Yo:

—¡Pero si no me pasa nada!

Es hora de acostarnos. Mi madre ha echado la cuenta del día en la agenda y yo he terminado de hacer mis deberes para el otro día.

El pasillo está oscuro. La muchacha acaba de trajinar en la cocina, la otra muchacha recoge en un cesto la ropa de la plancha.

¡De pronto el timbre de las habitaciones! ¡El timbre que suena cuando alguien está en cama!…

—¡Mamá! —grito aterrada—. ¿Quién hay en la alcoba?

—¡Calla, loca! —dice mi madre severa—. Es el timbre de la puerta.

Las muchachas, también alarmadas, aseguran que no es el timbre de la puerta, sino el del dormitorio…

Todas juntas recorremos el largo pasillo. Mi madre va delante encendiendo las luces… Pasamos por la puerta de la escalera y mi madre la abre… No hay nadie. La escalera está completamente oscura. Son las once y los portales se cierran a las diez.

Llegamos al dormitorio de mis padres. No hay nadie tampoco… ¡Sin embargo, el timbre ha sonado!

En mi dormitorio hay un cuadro de san Antonio (copia de Murillo) y delante de él una lamparilla de aceite encendida.

En mi cuarto hay otras cosas. Una cómoda, un ropero, una gran percha con su cortina de satén amarillo, un gran cesto lleno de ropa.

Por la noche, si tardo en dormirme, tengo miedo porque la mariposa de la lamparilla a veces se pone a crecer desmesuradamente y a sacar todas las cosas de su sombra…, otras en cambio se hace chiquita…, es apenas un pábilo negro con un poco de lumbre en la punta…. Pero lo peor es cuando se estira y encoge haciendo correr sombras por las paredes, o chisporrotea como si se fuera a apagar y no se apaga sino que se enciende más… y es como si respirara apagándose y encendiéndose…

—¿Por qué descorres la cortina de la percha todas las noches? —me ha preguntado mi madre, que es el orden y la limpieza hechos persona.

—¿Yo?

—Sí, tú. Yo a correr la cortina para que esté tapada la ropa… y tú a descorrerla…

—¿Yo?

Estoy segura que yo no descorro la cortina, y, efectivamente, todas las mañanas está descorrida…

Esto me preocupa todo el día, y me propongo averiguarlo esta noche.

¡No me dormiré hasta ver quién descorre la cortina!

Para no dormirme, me siento en la cama. Ya todos se han acostado. A mi padre lo oigo roncar, mi madre tal vez reza su rosario… La muchacha pasó hacia su cuarto antes de entrar yo en el mío.

Justamente esta noche es de las que la lamparilla se ha vuelto loca. De pronto se estira y todo se ilumina vacilante, como si la luz y la sombra estuvieran borrachas… De pronto se achica tanto que casi no se perciben en las sombras los muebles… Se va a apagar… Chisporrotea… Tal vez se esté quemando en su llama un mosquito… ¡Huele a pábilo mojado en aceite!…

En ese momento siento el leve ruido característico de los anillos en la barra de hierro… Miro espantada… y veo descorrerse la cortina… ¡Se descorre… se descorre… más… más…!

El corazón se me ha disparado y el pecho me duele de contenerle… Me tapo la cabeza muerta de miedo… ¡La cortina se descorre sola…! ¡Sola!

Septiembre de 1903

Quince años, casi dieciséis. He soñado.

En el jardín que está frente a mi casa, han levantado un monumento. Es de madera roja y brillante y representa un viejo de larga barba con el brazo extendido… Los que pasen por debajo de ese brazo no volverán más…

Lo miro desde el balcón. De súbito oigo voces en la calle. Miro y veo un tropel de gentes que acompañan a dos hombres. Estos dos hombres van a pasar por debajo del brazo del hombre del monumento… ¡Uno de estos hombres es mi padre!

Quiero gritar y no puedo. Muy solemnemente llegan todos al pie del monumento y mi padre se adelanta. ¡Él pasa solo y desaparece a la sombra! Ahora el otro… ¡El otro es el tío de mi madre en cuya casa mi padre se ganaba la vida!…

También va él a desaparecer… Entonces puedo gritar pidiendo auxilio pero alguien me dice:

—No…, este no entra ahora…, ¡hasta mayo!

Y me despierto.

Cuatro días después murió mi padre, el otro señor murió el día primero del mayo siguiente.

Tenía diecinueve años e iba a casarme.

Faltaban sólo ocho días. Y soñé.

Soñé una voz. Nada veía, sólo oscuridad y angustia.

La voz dijo:

—No te cases. No sirves para casada.

Y yo pensé con terror: «¡Ya no tiene remedio! Tengo que casarme. ¡Es irremediable! Además estoy enamorada…».

La voz contestó a mis pensamientos:

—Dentro de diez años no lo estarás y seguirás casada.

Yo:

—¡Sí, lo estaré!

La voz:

—La pasión pasa, queda la amistad, la ternura, la confianza mutua, el cariño…, pero eso no te servirá para estar casada.

Me desperté y me casé a los ocho días.

Tres años más: soñé que veía la caja de un muerto y su cabeza apoyada en una al­mohada. Entre la almohada y su cabeza, un libro abierto por la página de la dedicatoria.

Cuatro meses después murió [su padre] y me dijo E[usebio]:

—He puesto bajo su cabeza mi libro abierto por la página de la dedicatoria…

Once años después. La voz, esa voz que a veces me habla:

—¡Va a morir!

—¿Quién?

La voz no contestó. Seis meses más tarde moría mi hijo.

Habían pasado cinco meses. Era de noche. Por la ventana abierta llegaba el olor de las eras.

Él estaba muy enfermo, tal vez iba a morir. Mi otro hijo dormía en la habitación inmediata ardiendo de fiebre. Yo me eché un momento a descansar, sobre la cama y sin desnudarme. Estaba transida de dolor.

Sentí un leve ruido y entreabrí los ojos. ¡Era mi hijo muerto cinco meses antes que venía hacia mí!

Llevaba su delantal de dril del colegio. Llegó hasta mi cama y puso sus manitas sobre las mías… No oí su voz, pero me hablaba. Me decía que todo iba a pasar, que me tranquilizara, y que él se iba otra vez…

—¡Entonces creeré que es mentira que has estado aquí! ¡No te oigo siquiera!

Me dijo, sin voz, que ahora oiría el ruido que podía hacer…

Desapareció y un golpe terrible en el cerrojo de la puerta de la calle contestó a mis pensamientos…

En el automóvil. Cierran la puerta y se me quedan tres dedos agarrados… Todo el mundo grita… No se atreven a abrir… Cuando abren ven que no me ha ocurrido nada, ¡ni siquiera una señal!

Lo peor siempre son las preguntas sencillas… Porque siempre me creo que tienen un sentido que yo no conozco. Así sucedió cuando la profesora, que sabe y bien cómo me llamo, dijo, cogiendo el catecismo:

—Decid, niña, ¿cómo os llamáis?

—Pedro, Juan, Pablo…

¡Y dijo que soy una tonta! Todos los niños se reían.

PARA CELIA. EL APOYO MORAL DE LA ESPOSA

El apoyo material del matrimonio es el hombre, y tú, mujer, debes ser el apoyo moral. Si no lo eres, recibirás tu castigo irremediablemente. Si él habla en público, ¿lo tomas en broma? ¿Te burlas de su trabajo? ¿Te burlas de su manera de vestir? Es muy posible que tu marido sea ridículo, «pues carga sobre tu espalda la mitad de su ridiculez: esta es tu cruz». No hay otro recurso a tu felicidad. Si no lo puedes sufrir, sepárate, antes que sea tarde. Pero si lo quieres, agarra la mitad de la cruz, que él lleva con trabajo sobre sus espaldas, y como el pobre Cirineo di: ¡Adelante!

El camino es nuestro

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