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CARTAS A LA MUJER TINERFEÑA.
LAS PLAYAS HUMILDES

El concepto del verano ha cambiado para la humanidad en estos últimos años, y lo que antes era un lujo o una distracción es ahora la vuelta a la vida natural durante unos meses de cuerpos y espíritus fatigados por la vibración angustiosa y calenturienta de las grandes poblaciones.

Es posible que en Royan, Trouville y Biarritz, donde veranea la alta sociedad francesa, el veraneo sea un constante cambiar de vestidos para contemplarse unos a otros en la playa, en las carreras y en el casino; pero en estos pueblos de la Costa de Plata, donde veranea la burguesía y adonde vienen, en busca de sol, los ingleses y los belgas, la vida es de tan extraordinaria sencillez que no puedo resistir al deseo de hablarte de ella.

En estas playas no hay cabinas ni casetas; sólo unas pequeñas tiendas de lona, que la mayor parte de los veraneantes no utilizan, pues salen de sus casas en traje de baño y envueltos en el peignoir. No es fácil distinguir a los hombres de las mujeres, todos van vestidos lo mismo y el gorro de goma les da a todos la misma fisonomía.

A las once, estas inmensas playas de arena rubia, sin una roca y bordeadas de dunas, tienen un extraño aspecto. Todo el mundo se comporta exactamente como si estuviera solo; nadie se preocupa de nadie. Durante horas y horas se dejan tostar al sol, apenas cubiertos con el maillot, con una inmovilidad de faquires. Después del baño, la playa entera se pone en movimiento. Un grupo de mujeres esculturales hace gimnasia rítmica dirigido por una profesora que parece la diosa Juno con cabellera de oro.

Un corro de muchachos hace gimnasia respiratoria, bajando y subiendo los brazos acompasadamente. Una veintena de hombres corre por la orilla del agua con movimientos iguales y concienzudos. Unos señores gordos se doblan por la cintura, tratando de llegar a los pies con las puntas de los dedos; y una madre de familia rodeada de sus pequeños va explicándoles prácticamente todo un tratado de gimnasia.

Puede decirse que todos los bañistas están desnudos; hombres y mujeres se cubren simplemente con un sencillo maillot, y, sin embargo, no hay nada que dé una sensación más serena, más casta y más limpia que estas playas de Francia. Ni unos gemelos, ni una mirada, ni una expresión de pensamiento pecaminoso entre estos hombres y mujeres que juegan al tenis en maillot, que se bañan juntos y que pasan la mayor parte del día desnudos y tendidos sobre la arena. Parece envolverlos, como manto de Virgen, la santidad purísima de su único anhelo de salud.

Después de la merienda, los bañistas pasean, ya vestidos, por los pinares; y, aunque siguen llevando muy poca tela, su traje está tan lejos de toda vanidad que no puede atribuirse a desaprensión lo que sólo es higiene. Ellas lucen sus vestiditos de cretona de mil colores y las alpargatas sobre los pies desnudos; ellos, el pantalón de hilo blanco y la camisa de sport. Con estos trajes primitivos asisten después al teatro y al baile del casino. Los niños aún son más felices, su traje de calle sigue siendo el maillot de baño con sólo cambiar el mojado por otro seco.

Cuando llegan a estas playas los franceses del norte, rubios como ingleses y de piel blanca y sonrosada, su belleza clara se destaca del color, fuertemente tostado, de los veraneantes; a los ocho días de vida veraniega, todo su cuerpo se ha convertido en una brasa roja, de la que se desprende la piel, descubriendo verdaderas heridas que soportan con sereno estoicismo; después, poco a poco, sus fisonomías empiezan a borrarse, y apenas han pasado otros ocho días ya es difícil distinguir entre un inglés y el argelino que vende los tapices, o a una dama de Normandía de una zíngara de las que hacen música en el casino.

Esta gente se preocupa verdaderamente de su salud y piensa que, ya que no puede hacerse en un mes un sistema nervioso o unos pulmones nuevos, puede sustituir su piel anémica por otra capaz de asimilar la luz que ha de nutrir sus nervios, y fortificar unos músculos que han de dar a su cuerpo salud y belleza.

La medicina extraviada, por no se sabe qué absurdos caminos, vuelve arrepentida a la madre naturaleza en busca de la salud que perdió en muchos siglos de brebajes y de olvido de todas las leyes naturales.

Todo el mundo ha comprendido la lección y se prepara para fortalecerse, y fortalecer a esta generación que empieza a vivir sin el miedo al frío o a la debilidad que fueron los fantasmas de nuestra época.

Y, sin embargo, esta alegría que siento ante esta sana virtud que me parece sorprendida por mí, viene a entristecerla la noticia de que unas lindas e inocentes señoritas, hijas de un pintor ilustre, que en una playa del norte de España tomaban tranquilamente su baño de sol, creyendo sin duda que ya está Dios en todas partes, han sido multadas.

La Prensa, 29 de agosto de 1926

El camino es nuestro

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