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PRÓLOGO

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«La última entrega de mi trilogía monjil dominicana…». Tales eran las palabras utilizadas por Emilio Callado Estela para referirse a este libro cuando me proponía prologarlo. Seguramente aquellos que siguen con interés sus investigaciones y conocen bien la perseverante búsqueda de documentación histórica y la extraordinaria capacidad de trabajo de la que hace gala nuestro autor coincidirán conmigo en pensar que esta es, efectivamente, «la última entrega». Pero que lo sea de «una trilogía» entra en el terreno de la duda razonable, porque es muy posible que la obra que el lector tiene en sus manos sea el postrero episodio de lo que quizá pueda llegar a ser «una serie» de estudios sobre los conventos de monjas dominicas establecidos en territorio valenciano. Aún quedan otras comunidades religiosas blanquinegras fundadas en esta geografía durante la Edad Moderna y muy probablemente el profesor Callado recupere, antes o después, fuentes inéditas y desconocidas sobre ellas que le permitan ofrecer nuevos trabajos y seguir ampliando los conocimientos sobre la historia de la Iglesia valentina, campo de investigación del que es indiscutible especialista y en el que acumula una obra extraordinariamente copiosa, abierta también al análisis del mundo religioso femenino, como su trayectoria muestra y esta nueva publicación reafirma.

En 2014 aparecía el libro que titulaba Mujeres en clausura. El convento de Santa María Magdalena de Valencia. Al año siguiente nos ofrecía el segundo trabajo de esta índole, con el título de El Paraíso que no fue. El convento de Nuestra Señora de Belén. La aportación que ahora presentamos sigue la estela formal de las dos anteriores. En los tres casos Emilio Callado nos brinda los tesoros documentales que ha logrado descubrir, acompañados de un estudio preliminar que siempre es detallista, preciso y riguroso y en el que despliega el producto de ese seguimiento incansable de datos e información útil para su investigación que le caracteriza.

Este convento de Corpus Christi de Carcaixent tiene un interés especial. Nuestro autor destaca su «carácter modesto», perfil que podemos pensar que tuvo un número importante de claustros femeninos que se fueron estableciendo por el territorio español durante los siglos modernos y que –seguramente debido a esta misma caracterización, como comunidades «modestas»– han dejado menos rastro documental que el relativo a otros monasterios y cenobios de identidad más aristocrática y oligárquica y filiación de mayor relevancia; comunidades que han recibido una atención historiográfica más amplia. Y es que las dominicas carcagentinas se encuadraron en sectores sociales menos pudientes, más humildes, con sus cuentas acompasadas con esta realidad. Aquellas religiosas no estuvieron en condiciones de dedicar su jornada en exclusiva a la contemplación y a la oración. La habitual economía rentista de los conventos femeninos no era suficiente y debieron trabajar para su propio sustento, ocupándose, por ejemplo, de la manufactura sedera, para lo que contaban con un telar del que salían tejidos de seda; confeccionaban también medias de hilo; y fabricaban perfumes para las celebraciones solemnes en las iglesias. Nos situamos en un escenario de actividad laboral desarrollada por las monjas todavía poco conocido y que reclama mayor atención por parte de los historiadores.

El libro que prologamos y la documentación que el profesor Callado saca ahora a la luz ofrece –como en las obras anteriores– un rico caleidoscopio de proyectos, acciones, vivencias, empeños, preocupaciones… de las mujeres que formaron parte de la comunidad religiosa que centra su estudio, empezando por sor Inés del Espíritu Santo, en el siglo Sisternes de Oblites, una monja clave ya en la historia del convento de Santa María Magdalena de Valencia y protagonista en la empresa fundadora de Carcaixent. Nuestro autor sigue sus pasos en un capítulo que refleja los problemas de observancia en el mundo religioso femenino, una problemática que fue percibida, vivida y respondida también desde dentro de ese mismo universo femenino. Porque, efectivamente, muchas monjas pusieron su empeño en buscar y encontrar soluciones. Algunas, como sor María Fe Capdevila, intentando apoyarse en las autoridades, pero tomando ella la iniciativa. Otras, como la propia sor Inés, optando por partir de cero y levantar nuevas fundaciones conventuales en las que edificar y asentar el desarrollo de una vida religiosa comprometida con la observancia. De ninguna manera puede sostenerse ya en el actual panorama historiográfico la idea de que las iniciativas de reforma únicamente vinieron de arriba, de los superiores masculinos, y que aquellas mujeres permanecieron pasivas e inertes ante los problemas que afectaban a la observancia religiosa de sus comunidades y de las órdenes en las que habían profesado. Por supuesto, tampoco cabe seguir pensando que la respuesta de las monjas a las exigencias de reforma fue únicamente la de la reacción airada y la resistencia obstinada. La hubo, sin duda, hubo réplicas y oposiciones que plantearon argumentos, justificaciones y formas que la investigación histórica está sacando a la luz. Pero también se dieron respuestas en términos de movilización e iniciativa reformista desde dentro de ese mismo mundo conventual femenino. Y seguramente este nervio reformista, esta búsqueda de soluciones desarrollada e impulsada por las propias religiosas fue más amplio y tuvo mayor presencia de la que hasta aquí historiadores e historiadoras hemos considerado. Ciertamente, se trata de intervenciones que tuvieron un radio de acción limitado al marco interno de sus claustros y/o una proyección restringida en el ámbito de lo local. Las madres Capdevila o del Espíritu Santo no fueron Teresa de Jesús o Mariana de San José, ni tuvieron la trascendencia histórica que ellas tuvieron, reformadoras de sus órdenes religiosas. Pero sus acciones, su celo reformista y renovador seguramente ejemplifiquen las preocupaciones y las acciones de muchas otras religiosas, comunes, que también se movilizaron o lo intentaron con los mismos objetivos e idénticas aspiraciones. Acciones que, en todo caso, es necesario recuperar e incorporar a la historia del rico e inquieto mundo espiritual y religioso de aquellos siglos. No tengo ninguna duda de que el enfoque interpretativo renovado de la Contrarreforma exige hoy incorporar e integrar a las mujeres y sus acciones en su historia y en su construcción, también más allá de las célebres fundadoras y reformadoras.

El estudio de Emilio Callado y la documentación que ofrece nos permite ver, igualmente, cómo se tejieron y convergieron voluntades y aspiraciones de mujeres en torno a la nueva fundación conventual. La figura de doña Sabina Sisternes de Oblites –tía de sor Inés– apunta un perfil característico, como ejemplo de tantas viudas que decidieron profesar en un convento, pero que también decidieron no renunciar a todo ni abandonar los negocios del siglo por completo. Doña Sabina, efectivamente, optó por encarar los años de su viudedad como religiosa, aunque no resistió la tentación de reservar para sí misma el patronato de aquel claustro ni se privó de dejar establecido –y bien establecido– el orden sucesorio que había de observarse en dicho patronato; lo hizo con gran detalle. Tiene mucho interés, además, contrastar la realidad que ofrece esta información que tenemos sobre ella y su comportamiento con la imagen ejemplar de la sor Sabina que el manuscrito de fray José Agramunt editado por nuestro autor nos presenta. Las fronteras entre lo sacro y lo mundano eran realmente muy porosas.

El trazo hagiográfico es, sin duda, el que domina el contenido del citado manuscrito, dedicado a presentar la semblanza biográfica de religiosas destacadas de la comunidad carcagentina; cada una identificada con las propiedades de una flor. Y casi todas, como ya hemos avanzado, de extracción social humilde. Destaca el profesor Callado a dos de ellas, sor Agustina de San Nicolás y sor Hermenegilda de San Bernardo. Despliega el texto los rasgos y atributos estereotipados y repetidos que caracterizan e identifican este tipo de literatura hagiográfica tan común en la época. Pero también el escrito contiene notas que individualizan a las biografiadas o que particularizan la realidad de la comunidad cuya historia se refleja; contienen trazos de realidad y de mundo cotidiano que es preciso saber ver y leer. Solo pondré un ejemplo de los muchos que me han llamado la atención. Conmueve un poco el relato de la muerte de estas dos monjas que reciben la atención preferente del padre Agramunt por su fama de santidad, porque lo que se plasma son unas muertes que concitaron la afluencia de la población local, como muchas otras en aquellos tiempos. Claro que lo que se refleja en estas líneas es también una «muerte pobre». Así, cuando falleció sor Agustina: «Pedían unos con instancia algunas florecitas de las que adornaban el cadáver. Anelavan muchos alguna cosilla de su uso. Pero avía muerto tan pobre que huvo nada o muy poco que repartir».

El relato de lo acontecido en el óbito de sor Hermenegilda de San Bernardo resulta del mismo tenor:

Toda la villa se honrrava de tener tan santa religiosa depositada en este convento. Pero todos los particulares, y quanto mayores, más deseavan tener alguna reliquia para su consuelo. Nos molestavan pidiendo algunos recuerdos para su mayor veneración. Y como de la pobreza de tan pobre religiosa era poco lo que se podía sacar, era común el desconsuelo de verse privados de su devoto deseo. A algunos de los principales no se les pudo negar alguna memoria. Otros pedían una florecita de manos de las que adornaban su virgíneo cadáver y se yvan más contentos que si llevasen un gran tesoro. Y todos pedían les tocasen los Rosarios al venerable cuerpo. Y assí todos quedaron contentos.

En efecto, tocan algo la sensibilidad estos relatos que lo que retratan es, como digo, una «muerte pobre», de una monja pobre, en una comunidad pobre, en el seno de una sociedad también pobre.

He insistido en alguna ocasión –y quisiera volver a hacerlo– en que no puede descalificarse sin más la utilidad de estos textos como materiales para el conocimiento histórico. Se trata de productos culturales, construcciones culturales, y como tales dicen igualmente mucho de la época; son «testigos» de un tiempo, espejos de sus ideas y convicciones, de sus intereses, de sus representaciones y concepciones y de sus formas de ver…

Libros como el de Emilio Callado, en fin, nos brindan mucho. Recuperan y ponen al alcance de todos un patrimonio histórico escrito, inédito y de difícil acceso, que siempre es valioso, que nos facilita ir directamente al documento y que abre la posibilidad de abordar lecturas singulares. Su importancia se redobla si pensamos además que ello permite seguir enriqueciendo el mundo de los registros y fuentes que alumbran la historia de las mujeres.

Logroño, junio de 2019

ÁNGELA ATIENZA LÓPEZ

Catedrática de Historia Moderna

Universidad de La Rioja

Vergel de perfectísimas flores

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