Читать книгу Los colores de tu alma - Emma Hurtado - Страница 11

Leyre.

Оглавление

Pasan tres días hasta que logro sacar un momento para mí y es tras el trabajo de tarde, a casi las nueve de la noche. Parece que Samantha no está y es que no he tenido oportunidad de encontrarme con ella desde su improvisada cena y la partida de ajedrez.

Por primera vez en mucho tiempo, esa noche dormí bien, sin pesadillas. Me acosté con una sensación de felicidad que hacía mucho que no sentía y creo que fue eso lo que ahuyentó a los malos pensamientos. Fue agradable. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de algo agradable.

Creo que ha sido eso lo que me ha movido a llamar a Lucía, a pedirle que venga a verme, a pesar de la hora que es. Ella, por supuesto, ha aceptado y me aseguró que se pasará en cuanto eche el cierre a su tienda. Lleva mucho tiempo queriendo verme y sé que recibir mi llamada la invadió de felicidad. Fue agradable volver a hablar con ella y me encuentro ilusionada por una visita por primera vez, también en mucho tiempo. Incluso he cocinado. Antes, adoraba cocinar y lo cierto es que todos me decían que se me daba muy bien. Coloco un bol con ensalada en el centro de la mesa y espero que el horno suelte el pitido que indique que el pollo con limón está preparado.

Cuando suena el timbre, sin embargo, no puedo evitar sobresaltarme, a pesar de que voy rápida al telefonillo. Me asomo al descansillo pasados unos minutos, con el ceño fruncido, algo preocupada por todo el tiempo que está necesitando para subir. Lucía es algo más joven de lo que debería ser mi abuela Marian, probablemente ronde los sesenta y cinco, pero a juzgar por la energía que todavía lleva dentro cualquiera podría asegurar que es mucho más joven.

Al fin, escucho sus jadeos al principio de la escalinata.

—Malditas sean estas dichosas escaleras —protesta, cuando se deja ver—. Niña, si quieres acabar con esta pobre vieja ya podías haber buscado un método menos cruel.

Me arrebata una sonrisa, pero no solo su comentario: es agradable ver que la mujer no ha cambiado ni un ápice desde la última vez que nos vimos. Su melena castaña continúa tan resplandeciente como siempre ocultando sus canas y cortada con cuidado a la altura de los hombros. Apenas un par de arrugas surcan su rostro y es que Lucía siempre ha sido muy cuidadosa con la cosmética de la piel, lo que parece que está dándole resultados ahora. Su estilo, por supuesto, impecable, la ropa moderna se ajusta a su cuerpo como un guante y es que no dudo de que ella misma se la haya hecho a medida.

—Pasa, Lucía, qué placer verte.

Lucía me rodea las mejillas con las manos y me da un beso en la frente. Huele a flores. Es algo que no ha cambiado tampoco.

—Mira qué guapa estás, te sienta bien estar aquí, quién lo diría, con este aire envenenado que respiramos.

Irrumpe en el salón, pasando entre el marco de la puerta y yo, y cuando entro detrás, veo cómo ya está analizando cada rincón de la casa. Supongo que le parecerá horrible, sin estilo alguno, pero la verdad es que no me he parado a hacer este salón algo mío y me sorprende que Samantha no lo haya hecho tampoco, teniendo en cuenta que lleva viviendo aquí mucho más tiempo que yo. Es completamente impersonal, como las fotos de un piso piloto. Lucía trata de ocultar su gesto, pero lo percibo antes de que pueda lograrlo por completo.

—Te ofrecería algo para tomar, pero la cena está casi servida.

Esta vez es su turno de sonreír.

—¡Qué maravilla! Supongo que mantienes ese don tuyo de chef. Yo he tenido que aprender también algo de cocina casera, aunque sabes que siempre he odiado cocinar, pero qué le vamos a hacer… una debe quitarse comida basura a medida que se hace vieja.

Exagero una mirada de arriba abajo, mostrándole que no es para tanto. Quizá ha cogido unos pocos kilos desde la última vez que nos vimos, pero es que hace ya mucho de eso. Creo que todavía vivía mi abuela Marian. Lucía y ella fueron amigas inseparables. Recuerdo los veranos que la abuela invitaba a Lucía a pasar las vacaciones con nosotras. Yo, que siempre he formado parte de esa casa tanto como su propietaria, también disfrutaba de su compañía. Nos contaba cómo su negocio iba creciendo, cómo se había convertido en una conocida modista, aunque nunca me dio esa sensación, supongo que porque no me cuadraba que alguien famoso pudiera estar en un pequeño pueblo de Guipúzcoa. Pero ni un verano faltó para hacer compañía a mi abuela hasta que esta se fue, incluso se mantuvo firme a su lado cuando la abuela empezó a enfermar.

—Pero si estás estupenda —señalo, aceptando un beso que planta en mi mejilla.

—Será por fuera, pero por dentro... ¡ay! —Se sienta en el sillón, dejándose caer con esfuerzo—. ¿Y tú qué, niña? ¿Cómo te va la vida por aquí?

Lo cierto es que a pesar de que Lucía vive aquí, no he hablado demasiado con ella de mis logros en la capital, de hecho, me costó mucho informarle de que me había mudado porque no tenía demasiadas ganas de ver a nadie, aunque ahora que la tengo aquí, no puedo más que arrepentirme de que no haya venido antes. Verla ha sido como regresar a los veranos en el norte, junto a mi abuela.

—No me puedo quejar, la verdad.

Creo que se queda un poco escasa la respuesta, dado que pide más información:

—¿Cumple Madrid tus expectativas?

La pregunta, tan específica, me hace pensar un momento. No creo que viniera con unas expectativas firmes, aunque por el momento este lugar ha logrado ofrecerme empezar una nueva, que era lo que iba buscando. Aunque esto prefiero no revelárselo, al menos, por el momento.

—Dado que no venía más que con la expectativa de alejarme lo máximo posible de casa, supongo que sí. No era complicado hacerlo.

—Ya veo. ¿Y a tu don? —pregunta, de sopetón—. ¿Qué tal le ha sentado el cambio?

Supongo que ella estará acostumbrada a tratarlo como un tema más, como algo que tenemos en común y que no tenemos por qué esconder, pero a mí me cuesta algo más. Me aseguro de que, tal y como creía, Samantha no está en casa y una vez que he confirmado que la puerta de su habitación está abierta, con todo su desorden a la vista, es cuando puedo hablar.

—Me abrumaba al principio ver tantas auras, la verdad —revelo—. Cuando veía una gris tenía que hacer un esfuerzo por no tratar de consolar a esa persona y cuando veía una negra... —Tengo que hacer una pausa—. Aquí es frecuente la oscuridad.

Lucía conoce mi don porque fue el motivo que la unió a mi abuela Marian, hace ya muchos años. No estoy segura de cómo surgió ese encuentro entre ambas, pero creo que el mito de que una mujer podía ver el alma de las personas llegó hasta una joven y asustada Lucía, que no encontraba sentido a ese don que siempre la había hecho especial. Lucía fue en busca de aquella mujer y cuando dio con mi abuela, esta no dudó en ayudarla, de donde nació una amistad que duraría años. Nunca me contaron más detalles y lo cierto es que yo nunca he sido una niña tan curiosa como para preguntarlo todo, por lo que me conformé. Me bastaba con tenerla en casa todos los veranos y que hubiera alguien más que compartiera esa sensación de ser diferente.

Lucía es una médium, puede comunicarse con los fantasmas que se aparecen ante ella, algo que siempre me ha confundido, supongo que porque de pequeña siempre sentí miedo de un don como ese y ahora porque no alcanzo a comprenderlo del todo.

—Hay muchas personas malas por ahí sueltas, Leyre, que no te engañen sus caras amables.

Su tono torna a uno más duro al que no sé bien cómo responder. Ella lo sabe bien; lleva mucho más tiempo aquí que yo, pero es algo que no dejará de horrorizarme nunca. Las almas negras, tan llenas de maldad que esta colapsa cualquier otro sentimiento. Cuando me cruzo con una de ese estilo, instintivamente me echo a temblar. A veces corro, en una dirección aleatoria, me da igual, lo único que me importa es huir de su lado para que no pueda hacerme daño.

—Lo sé, pero... —mis palabras quedan presas en mi garganta.

—Cuando yo vine a Madrid la primera vez, tuve que marcharme a la semana —me revela ella, tras soltar un suspiro—. Era terrible. No podía siquiera dormir. Las voces me perseguían, sus miradas no me daban tregua y los más osados hasta se manifestaban ante mí. En ciudades grandes hay muchas más auras perdidas.

—Ya imagino —respondo, simplemente.

—A la semana tuve que volverme a Oviedo, cansada de todo esto. Fue tu abuela la que descolgó el teléfono para llamarme idiota, para decirme que no perdiera la oportunidad de hacer realidad mi sueño solo por miedo a un don. Nuestro don.

Pensar en la actuación de mi abuela me hace sonreír. Ella siempre vio nuestros dones como precisamente eso; un don que debíamos aprovechar porque habíamos sido afortunadas. Trato de repetírmelo cada día, de tener la misma visión que ella tenía, pero a veces me cuesta.

—Ella siempre tan tajante.

Logro contagiar a Lucía de mi sonrisa.

—Y tenía razón. Volví y aprendí a convivir con todo esto, ¿y sabes qué? Me gustó. He ayudado a más fantasmas y familias aquí de las que puedo contar, además de cumplir mi sueño de poner mi propia tienda de costura que fue creciendo hasta darme todo lo que tengo. Tu abuela me enseñó una lección muy valiosa: no puedes dejar que tus fantasmas te invadan, que el miedo arremeta contra la ilusión, porque si le dejas, es capaz de derribarla y quizá nunca más puedas levantarla. En mi caso, fantasmas fue en sentido literal, pero todos los tenemos de una manera u otra.

No me he dado cuenta en qué momento ha alcanzado mi mano, pero ahora la estrecha con fuerza. Sé que mi abuela no estaría orgullosa de mi miedo, de la forma que escapé de mis problemas, tratando de ocultarlos tras mi espalda, como quien cierra con llave una habitación llena de trastos, pero en ese momento era lo que necesitaba y no me arrepiento de estar aquí. Me arrepiento de, en el momento en el que imagino volver, mis manos me tiemblen y los fantasmas me invadan. Es complicado. Todo es demasiado complicado.

—Me intento obligar a recordar sus enseñanzas, pero a veces es complicado hacerme caso.

Lucía también suspira.

—Hay días oscuros, pero en todos puede entrar la luz, si tú se lo permites.

Aprieto los puños, conteniendo las lágrimas que amenazan con rodar por mis mejillas.

—Otra frase de la abuela Marian. —Intento reír, pero creo que el sonido que emito es más que evidente que es un sollozo—. La echo de menos.

—Yo también, niña, pero... ¿Sabes lo que nos diría si nos viera llorar por ella?

Esta vez, sí que logro soltar una carcajada sincera.

—Si en vez de tanto llorar os dedicarais a trabajar, podríais compraros ya dos mansiones —imito la voz de la abuela, lo que sonsaca una sonrisilla a Lucía.

El pitido del horno nos saca de esta conversación en la que preferiría no haber entrado nunca y por suerte para mí, tras servir la cena, no volvemos a ella. Hablamos de trabajo, de los viejos tiempos, de los veranos en Guipúzcoa y de las ganas que tiene Lucía de volver a esa casa. Incluso planeamos informalmente una escapada a la casa de la abuela, de la que todavía tengo las llaves. Y por segunda vez en mucho tiempo, río con sinceridad y los fantasmas me dan tregua una vez más.

Tanto, que cuando Lucía se marcha, casi siento pena, me entran ganas de organizar otra noche como esta, a pesar de que he llegado tan cansada de trabajar que solo tengo ganas de irme a dormir. Lucía, a modo de despedida, vuelve a tomarme las manos para decir, casi tímida:

—Niña, dentro de poco es tu cumpleaños, me gustaría tomarte las medidas para hacerte un vestido. Que no sea negro, que tienes unos ojos muy bonitos y no resaltan con tanto negro.

No puedo responder de inmediato a esa oferta porque me pilla completamente desprevenida. ¿Cómo ha podido acordarse ella y no yo de que dentro de poco es mi cumpleaños?

—Ummm, sí, supongo que no tendré problema en pasar cualquier día por la tienda.

—Eso sería maravilloso, mi niña. Buenas noches.

Como si tan solo necesitara sus mejores deseos para que esta noche duerma bien, en efecto, de nuevo, vuelvo a dormir de un tirón.

Los colores de tu alma

Подняться наверх