Читать книгу Los colores de tu alma - Emma Hurtado - Страница 9

Samantha.

Оглавление

—¿Jugarnos arte? —pregunta Leyre, algo confusa mientras observa cómo coloco las piezas—. Creo que no te sigo.

Levanto la mirada durante un segundo para encontrarme cara a cara con la duda de sus ojos. Sonrío. Es como el brillo inocente de los ojos de un niño, solo que mucho más serio y… casi apagado. Pero a pesar de eso, todavía puede verse dibujado en sus pupilas azules como el cielo. Nunca me había detenido a observar sus ojos. Son muy bonitos.

Me levanto, todavía sonriendo.

—Es fácil: yo me muero de ganas por verte interpretar algo con la guitarra y además lo único que se me da bien es dibujar. —Señalo el tablero, preparado para el juego—. Si tú ganas, te hago un dibujo, el que tú quieras, has dicho que son bonitos, así que te lo dedicaré solo para ti, pero si yo gano... en tu próximo viaje a San Sebastián traes tu guitarra.

Logro hacer que abra mucho los ojos, como si no esperara para nada lo que tengo en mente. Vuelvo a acomodarme en el suelo, con las piernas cruzadas y una evidente invitación en mi forma de mirarla para que tome asiento. Ella lo hace, algo tímida; también se sienta en el suelo, con el tablero delante, pero con una expresión no demasiado convencida.

—Samantha, no sé yo si...

—¿Por qué no? ¿Tan mala eres?

Sin querer, parece que atino en el punto exacto que la hace fruncir el ceño y que la duda abandone su rostro, de hecho, cuando vuelve a hablar, capto un cierto tono resignado en sus palabras:

—Fui campeona de varios torneos en mis años de instituto.

No tiene pinta de ser la típica que jugaba al ajedrez en el instituto, aunque en realidad, no me la imagino cumpliendo ningún rol en el instituto. Quizá la chica guapa de la que todos estaban enamorados en secreto. Podría cumplir ese rol si quisiera: es guapa y diría que también inteligente. La imagino con ropa de hace diez años y con el pelo a la altura de la cintura y confirmo que, en efecto, sería la chica de la que yo me habría enamorado en el instituto.

Aunque, a decir verdad, yo era una enamoradiza de manual, creo que en esa época me habría enamorado de cualquiera que me mirara de la forma que Leyre me mira y que tuviera una figura femenina.

—¡Genial! Así estamos igualadas. —Me acomodo sobre el cojín en el que me he sentado—. También se me da bien el ajedrez.

Cuando mira las piezas, esta vez encuentro interés. Se muerde el labio inferior, todavía pensativa y finalmente se encoge de hombros con una seguridad que no había visto todavía en ella.

—Lo cierto es que hace mucho que no juego y no puedo decir que no a una partida.

A modo de respuesta, giro el tablero hasta que las fichas blancas quedan frente a ella.

—Venga, te dejo las blancas, empieza.

Movemos ficha un par de veces cada una y no puedo evitar darme cuenta de que las manos de Leyre, siempre ocultas bajo sus anchas mangas largas, se mueven con decisión sobre el tablero. Una decisión que nunca habría jurado propia de ella. Mi vista se mantiene fija sobre su rostro cuando piensa en el siguiente movimiento o cuando trata de ocultar una sonrisilla, supongo que al imaginar que próximamente logrará su objetivo de acabar con alguna de mis piezas.

—Entonces... ¿campeona en el instituto? —pregunto, cuando se deshace de mi primer peón.

Asiente, casi diría que orgullosa antes de volver a mover a su alfil.

—Mi hermana iba a clases y practicaba conmigo en casa. —Se encoge de hombros y sonríe—. Al final resultó que se me daba mejor a mí que a ella.

Leyre nunca habla de su familia, de hecho, si no fuera porque su madre la llama al fijo de casa un par de veces a la semana, intentando hablar con ella (a veces sin éxito), diría que la joven no tiene familia. Es una opción algo cruel pensar que alguien está solo en el mundo, pero por mucho que he intentado sonsacar a Leyre temas de conversación triviales como la familia o su procedencia, ella siempre me evitaba. De hecho, casi me parece un milagro lo mucho que he conseguido esta noche.

Ha sido una buena idea, por mucho que Álex me dijo que Leyre nunca querría compartir esto conmigo. De hecho, ahora me siento orgullosa de mi decisión y de no haber hecho caso a mi amiga. Leyre ha resultado ser una chica de lo más interesante: nunca diría que toca la guitarra ni que hubiera ido a la universidad. No somos tan diferentes, al fin y al cabo, hay un tema que nos une y que a mí me parece que es lo suficientemente fuerte como para no dejar escapar la oportunidad de conocer más a fondo a mi compañera de piso: las dos somos aficionadas del arte, las dos lo hemos estudiado en profundidad… y lo normal sería que las dos quisiéramos ganarnos la vida con él.

Supongo que hay algunos puntos de ella que todavía se me escapan.

—Yo no tengo hermanos —continúo con la conversación anterior—. Bueno, ahora sí, uno pequeño... Mi padre volvió a casarse hace poco y acaba de darme un hermanito.

—Oh, eso es genial —responde ella, con tono alegre.

Hace unos meses mi padre tuvo un hijo con su actual pareja; un pequeñín de lo más adorable llamado Marcos que por desgracia solo puedo ver cuando voy de visita a Barcelona.

—Volveré a verle en navidad —celebro, sonriente—, cuando vuelva a Barcelona, mientras tanto solo veo cómo crece a través de las fotos que me envía Amanda, la mujer de mi padre.

Cuando Leyre sonríe, no puedo evitar pensar que por primera vez estoy viendo una alegría sincera en su rostro. No pueden fingirse ese tipo de gestos, esa forma en que un rostro brilla ante una idea o pensamiento.

—Siempre quise ser profesora de música, los niños son pura alegría.

Pestañeo, incrédula ante la noticia. Durante la cena me ha revelado que estudió Educación Primaria, pero nunca imaginé que tuviera tan claro que quería ser profesora de música. Eso hace que un montón de preguntas aborden mi mente de repente: si lo tiene tan claro… ¿por qué está aquí?, ¿por qué tiene tantos trabajos y ninguno relacionado con eso? Debería estar en San Sebastián, dando clase de música, como afirma que siempre quiso.

A pesar de que deseo hacerle todas esas preguntas, prefiero callar, finalmente. Por su gesto me queda claro que no quiere hablar del tema y no soy quién para hacerle ningún interrogatorio.

—A mí no me terminan de convencer —respondo, aprovechando el tema que hemos dejado abierto—, aunque supongo que es porque siempre he vivido alejada de ellos... de pequeña siempre quise tener un hermano. —Se muerde el labio inferior de nuevo, mientras medita su siguiente movimiento—. ¿Profesora de música entonces?

—Sí, aunque lo cierto es que dejé a medias la oposición. Debería retomarlo algún día, aunque ahora mismo no me veo como profesora.

Esta vez es ella la que logra confundirme.

—¿Por qué no? —No puedo evitar preguntar.

Parece una pregunta algo complicada de responder para ella, porque suelta un suspiro y clava la vista en la pared, como si en las motas de gotelé pudiera encontrar la respuesta. Tras unos segundos en los que me da tiempo a mover ficha, se encoge de hombros, restándole importancia.

—Antes me hacía feliz pensar que podría llegar a dar clase, ahora... —Hace una pausa antes de negar con la cabeza—. No sé, es complicado.

Se olvida de la pregunta centrándose en su siguiente movimiento, uno que no me da tiempo a analizar, antes de preguntar:

—¿Para qué retomar la oposición entonces?

Esta vez, no se deja tiempo para meditar la respuesta, de hecho, es como si ya la tuviera bien clara. Como quien se tatúa en su piel su filosofía de vida, Leyre me revela la suya:

—No me gusta dejar las cosas a medias.

Comprendo entonces lo diferentes que somos: ella debe de ser una de esas personas tan serias y entregadas que, aunque odien lo que hacen, no abandonan. Su cuerpo no deja de trabajar y su mente no se permite plantearse ni un segundo el poder apartarse y dejar todo a un lado. Yo, por el contrario, no soy capaz de hacer nada si no tengo claro un objetivo. Si no creo en él. He abandonado mil ideas, mil proyectos, por el simple hecho de que no me motivaba continuarlos. Siempre lo he hecho orgullosa, sabiendo que es lo mejor para mí.

Pero Leyre no parece ser de esas personas. No parece ser como yo.

—Eso es de ser muy cuadriculada, ¿no crees? —Sé que no comprende por dónde voy en el momento que me lanza una mirada confusa, así que me humedezco los labios antes de explicar—: Obligarte a terminar algo en lo que no te ves trabajando...

—No podría dejarlo abandonado —se niega, interrumpiéndome—. Espero algún día poder cumplirlo.

Todo hace clic de pronto en mi cabeza: no puede abandonarlo porque todavía es lo que más desea, por mucho que trata de olvidarlo cobijándose en una vida ajetreada en la que no se deja tiempo ni para respirar. Prefiero no hacer más preguntas al respecto porque sé que ella no está dispuesta a responder nada más y porque comprendo lo duro que puede llegar a ser un tema como estos para alguien. Yo misma lo vivo cada día, siempre que me pregunto qué será de mi futuro, si trabajaré en la oficina toda la vida o si tendré el valor algún día para dejarlo.

Aparto al instante esos pensamientos de mi mente: tampoco yo quiero hacerme daño esta noche.

—Si eso te hace feliz espero verte terminarlo. Todos deberíamos cumplir los sueños que siempre hemos deseado. —Sonrío, cerrando el tema—. Nos lo merecemos.

—¿Cuál es el tuyo?

Su pregunta es como una bofetada, no porque me cause dolor, sino porque no me espero que de pronto los roles cambien y ella sea la que pregunte y yo la que responda. Me concedo unos segundos extras para pensar fingiendo que no la he oído, a pesar de que ha sido bastante clara:

—¿Qué?

—Tu sueño —aclara, también con una sonrisa que apenas es una curvatura en sus labios cerrados—, ¿cuál es?

Lo tengo claro y, a pesar de eso, me encuentro sonrojándome al contestar.

—Siempre quise poder acceder a una de esas becas para artistas en las que viajas por todo el mundo para ver, conocer e inspirarte —revelo, tragando saliva—. Después, quizá, exponer mis obras para que todos puedan verlas...

Las palabras se quedan atascadas en mi garganta. Bajo la vista, lo que ella malinterpreta y se apresura a disculparse:

—Oh, lo siento mucho.

—No —niego, volviendo a sonreír para demostrar que no pasa nada—. Es solo que… mucho me temo que estoy lejos de conseguir algo así: el arte no está demasiado valorado y… tampoco tengo conocidos que puedan ayudarme. Algunos de mis compañeros de universidad han conseguido más en este año que yo desde que salí de la carrera.

Es un tema con el que llevo castigándome mucho tiempo: han pasado más de dos años desde que terminé la carrera y no he logrado nada de lo que me había planteado mientras que ya he visto algunas obras en exposición de antiguos compañeros míos. Algunas están colocadas en pequeñas exposiciones y más que por su talento están ahí por conocer a «x» persona importante. Sé que no debería avergonzarme por ello, pues cada uno alcanza las oportunidades que se le ofrecen y que quizá en un futuro yo tenga las mías, pero no por ello puedo evitar sentir ese pinchazo de culpabilidad cuando un antiguo compañero nos invita a ver su obra en yo qué sé qué exposición o cuando otra conocida me dice que han seleccionado su diseño para un cartel publicitario. Su diseño. El que ella ha diseñado y creado, no sintiéndose obligada a seguir los parámetros de una empresa.

—Bueno… tú tienes un trabajo, ¿no? —Sonríe, tratando de animar la mueca decepcionada que se me habrá quedado.

—Uno que no me entusiasma —respondo—. Donde no se valora una obra y donde todas son anónimas. Tan solo hechas por la empresa de ilustración.

Leyre oculta sus ojos como cielo en un gesto que vuelve a pretender ser una disculpa, pero yo sonrío, aunque en una sonrisa menos sincera, tratando de restarle hierro al asunto.

—Paciencia supongo, seguro que todo va cambiando poco a poco.

—Supongo.

La partida continúa en silencio y puedo comprobar que, tal y como afirmaba Leyre, es buena. Es como si ya pudiera ver mis movimientos antes de que los haga, pero, a pesar de eso, mi padre me enseñó los mejores trucos y puedo hacerle frente, incluso con ventaja.

Aunque, finalmente y disimulando, dejo que haga ese movimiento que le da la victoria, a pesar de que hace unos cuantos que podía haberlo evitado e incluso tenderla una emboscada.

Pero esta no es mi noche.

Sonríe, victoriosa, y tras ayudarme a recoger las piezas, todavía liberando orgullo por cada poro de su piel, se despide alegando que es muy tarde y que mañana tiene que trabajar.

Y yo no puedo evitar soltar una carcajada silenciosa al pensar qué haría si supiera que la he dejado ganar. Supongo que es hora de que prepare mis pinturas, aunque tengo más que claro qué voy a dibujar.

Los colores de tu alma

Подняться наверх