Читать книгу Los colores de tu alma - Emma Hurtado - Страница 8

Leyre.

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Paso el resto del día estudiando y cuando me planteo salir a dar un paseo, la lluvia torrencial que lleva chocando con los cristales de mi habitación toda la tarde me recuerda que no es el mejor día para salir. Es tarde, fuera hará frío, así que con un suspiro hastiado tengo que convencerme de que no podré dar mi paseo hoy. Me gusta pasear, perderme por las calles mientras escucho una música de fondo con mis auriculares, pero nunca tengo tiempo para hacerlo. Hoy, el primer día libre que tengo en semanas, llueve y hace un frío propio de San Sebastián. Allí llovía mucho más que aquí, por eso, cuando me fui, seleccioné un sitio algo más cálido, aunque es evidente que no ha sido suficiente.

Samantha parece que ha pasado el día con alguien, pues he podido sentir el aura de alguien más en el salón, aunque no he prestado demasiado atención: no parecía un alma distinta a cualquier otra, tenía colores y cicatrices, sí, pero nada fuera de lo común.

Cuando por fin salgo de mi fortaleza, supongo que Samantha habrá terminado de cenar y se habrá ido a su habitación, por eso casi me sobresalto cuando la encuentro en el salón, poniendo una mesa para dos. Olfateo el ambiente, comprobando que algo se está cocinando en el horno.

—Hola… —saludo, algo confusa—, ¿tienes invitados?

—Lo cierto es que no, esto es para nosotras.

No me considero una persona fácil de impresionar, al fin y al cabo, poseo un don digno de la ciencia ficción, pero debo admitir que las palabras de mi compañera logran impresionarme. ¿Para nosotras? ¿Insinúa que está preparando la mesa para que cenemos juntas? En este par de meses nunca lo hemos hecho, aunque a decir verdad en estos meses apenas hemos mantenido una conversación digna de ese nombre.

Las excusas que puedo poner para volver a mi refugio pasan por mi cabeza casi de inmediato, pero algo en esa sonrisa con la que me mira hace que cuando intente soltar cualquiera de ellas, boquee como un pez fuera del agua, sin llegar a decir nada con sentido. Creo que ella imaginó cuáles son mis intenciones y me hace un gesto para que calle.

—Escucha… sé que no hemos compartido demasiadas palabras y no hemos pasado nada de tiempo juntas, a pesar de que compartimos piso y… no me gusta, la verdad, estoy acostumbrada a llevarme bien con mis compañeros de piso y quiero que contigo sea igual… si tú quieres, claro. Por eso he pensado que deberíamos empezar por conocernos un poco mejor.

El pitido del horno interrumpe lo que estoy a punto de contestar y por un momento creo que no ha sido casualidad, que de verdad el universo quiere que me guarde las excusas y las palabras y no destroce esa sonrisa sincera que Samantha me dedica. Ella acude corriendo a recoger lo que quiera que ha terminado de hacer en el horno y me fijo en su jersey ajustado y en su falda de cuadros mucho más corta de lo que yo la llevaría. Siempre va descalza. Es algo que me saca de mis casillas. Extiende los pelos de Pascal de un lado a otro, por no hablar de lo frío que está el suelo y…

Por Dios, estoy hablando como mi madre.

Me presenta la comida en una bandeja navideña, a pesar de que todavía estamos en noviembre y cuando la coloca en el centro de la mesa, hace un gesto para que me siente frente a ella.

—¿Pizza? —pregunto, al ver lo que ha sacado del horno.

Ella me dedica una carcajada antes de responder, orgullosa:

—Mini pizzas —corrige—. Son mucho mejor que la pizza: están igual de ricas, pero son pequeñas y lo pequeño siempre es mucho más cuqui. Ven, siéntate, no dejes que se enfríen.

No sé qué es lo que hace que finalmente me siente, pero estoy segura de que no son las mini pizzas, a pesar de que Samantha coge la primera con avidez y le da pequeños mordisquitos mientras sopla para que se enfríe. Supongo que es el detalle, esa sonrisa sincera y… la verdad es que también me gustaría conocer un poco más a fondo a mi compañera de piso. Vine a Madrid con intención de empezar una nueva vida, conocer gente nueva, amigos nuevos… quién me dice a mí que Samantha no podría formar parte de esa nueva vida, quizá como amiga o simplemente alguien con quien poder cenar al llegar cansada del trabajo.

Parece contenta cuando me sirvo un par de esas cosas pequeñas y precocinadas en el plato y sonrío tras el primero mordisco.

—¿Sabes? Llevamos casi dos meses viviendo juntas y ni siquiera sé con certeza de dónde eres.

—De San Sebastián.

Abre muchos los ojos en una mueca impresionada, como si le acabara de decir que nací en la mismísima Atlántida.

—¡Vaya! Tiene que ser un sitio muy bonito, ¿por qué viniste aquí?

Vuelve el silencio entre nosotras; Samantha roe una de sus pizzas, mientras mis manos se echan a temblar. Las oculto debajo de mi sudadera, demasiado grande para mi esmirriado cuerpo; ella no parece percatarse de mi incomodidad ante esa pregunta, por eso, prefiero no pensar demasiado una respuesta estándar, la misma que doy cuando me hacen esa misma pregunta en el trabajo o en alguna entrevista.

—Necesitaba cambiar de aires. San Sebastián es bonito, muy bonito... Pero cuando llevas veintitrés años allí se empieza a quedar un poco pequeño. —En parte, no es mentira. Ella queda satisfecha con la respuesta y veo el momento de cambiar de tema—. ¿Y tú?

Se limpia la boca con una servilleta y sus ojos se iluminan de pronto. En su aura se dibujan unas espirales alegres, que remueven todos sus colores, dejando una mezcla preciosa, similar a la paleta de un artista que se dispone a pintar un paisaje. Le gusta hablar de ello, sea lo que sea.

—Nací en Nueva York, pero me he criado en Barcelona. —Pestañeo, confusa, sin esperar esa respuesta y eso la hace reír—. Mi madre era estadounidense y mi padre viajaba allí a menudo por trabajo, vivieron juntos un par de años, pero mi padre echaba de menos España y no tardó en volver. Mi madre insistió en que lo mejor para todos era que me llevara con él.

De pronto, poco a poco, las espirales desaparecen y el movimiento torna a un tono mucho menos alegre, los colores vuelven a su lugar, alrededor de la muchacha y una marcada cicatriz a medio remendar se abre paso entre ellos, mostrándose mucho más evidente. Supongo que tiene que ver con su madre, pero no me atrevo a preguntar más al respecto. Ella tampoco parece dispuesta a seguir hablando.

—Oh, y... —busco entre mis opciones una que trate de rebajar la tensión y disolver el silencio—, ¿llevas mucho tiempo viviendo aquí?

Logro mi objetivo y la sonrisa vuelve a su rostro; coge otra pequeña pizza y la mordisquea mientras se cruza de piernas sobre la silla. Imagino a mi madre en la sala, mirándola con horror y preguntando qué clase de posición es esa para estar en la mesa, pero yo lo único que hago es soltar una pequeña carcajada.

—Me mudé para estudiar Bellas Artes en la universidad y desde entonces aquí sigo. —Se encoge de hombros—. No me disgusta esto, la verdad, hay muchas más oportunidades de trabajo.

En eso tiene razón, de hecho, creo que me ha comentado alguna vez que trabaja en una empresa de ilustraciones. Yo también he tenido suerte en ese aspecto y he conseguido tantos puestos como me he planteado. Desde el primer momento que puse un pie aquí, supe que no quería desaprovechar el tiempo y que quería abordar todo lo que estuviera a mi alcance, por eso tengo tres trabajos: uno por las mañanas, como recepcionista en una academia de inglés, otro por las tardes, como teleoperadora, y uno los fines de semana, como dependienta en un supermercado. Llego a casa tan agotada que hay días que solo vivo para dormir y trabajar, pero eso me impide estar en casa. Sola. Entre el silencio. No me gusta esa sensación, no me gusta tener tiempo para pensar, por eso, para los escasos días libres que tengo, me apunté a la universidad a distancia, donde curso un par de asignaturas de economía. No me interesa demasiado la economía, pero era de lo único que quedaban plazas, así que no tuve muchas oportunidades donde elegir.

Sé que todo el mundo piensa que estoy loca, que vivo para trabajar, que si no necesito el dinero no tiene sentido tener tantos trabajos, pero a mí tener la cabeza ocupada es lo que me ayuda a sobrevivir.

Pero prefiero tampoco pensar en eso, por eso, interrumpo el silencio continuando con la conversación:

—Bellas Artes tiene que ser una carrera muy bonita.

Samantha parece sorprendida con mi comentario y es que imagino que no recibirá demasiados comentarios como ese. Conozco muy de cerca los prejuicios, al fin y al cabo, yo también fui a la universidad en San Sebastián y esos están a la orden del día aquí, en Donosti y en la Conchinchina.

—¿Qué estudiaste tú?

Pensar en eso también me transporta a un tiempo que no quiero recordar, pero al menos guardo algunos buenos recuerdos de esa época. La universidad, la ilusión por graduarme, salir ahí fuera y trabajar en lo que siempre quise.

—Estudié Educación Primaria en San Sebastián y… también fui al conservatorio de música.

—¿De verdad? ¡Entonces sí que debes tocar bien!

No tenía que haber dicho eso. Me he ido de la lengua y ahora preguntará. No quiero responder, por eso, hago un gesto con la mano, tratando de restarle importancia.

—No creas, hace mucho que no. —Y, sin embargo, pensar en la música, hace que una bonita calidez inunde mi pecho—. Tocaba el piano y después aprendí a tocar la guitarra, pero lo dejé hace unos años.

—¿Por qué?

Dos palabras, dos simples palabras que se clavan en lo más profundo de mí y me arrebatan el habla. Boqueo de nuevo, sin tener muy claro cómo contestar. ¿Por qué lo dejé? Ni yo misma lo sé. La música siempre me hizo feliz, me dio ganas para continuar, para enfrentarme a las situaciones complicadas. En el fondo, la echo de menos, pero para llegar a ese sentimiento hay que recorrer una espesura de miedo. Y el miedo es más fuerte.

En mi caso, siempre es más fuerte.

Samantha parece comprender que ha metido la pata y se apresura a disculparse, pero no hace que me sienta mejor.

—Oh, perdona, he sido una cotilla.

—Da igual.

El pesaroso silencio vuelve sobre nosotras como un pesado manto del que no me puedo deshacer. Siento ganas de encender la tele y tenerla de fondo, pero supongo que ese gesto sería algo maleducado para Samantha, que ha organizado todo esto con intención de conocernos mejor, por eso, intento volver a una conversación sencilla:

—He visto tus dibujos, son muy bonitos.

Los suele dejar tirados por toda la casa, así que es complicado no verlos. A mí, por el contrario, me gusta el orden. Me gusta que cada cosa esté en su lugar, ocupando el espacio que se le ha asignado, por eso, las cosas de Samantha parecen siempre estar rompiendo ese orden, pero a veces no me importa porque eso me hace ver sus pequeñas obras de arte. Es cierto que son bonitos, admiro mucho esas manos, capaces de crear verdaderas maravillas.

—¿De verdad lo crees? —Es la segunda vez que logro sorprenderla con un cumplido.

—Sí, a mí nunca se me ha dado bien dibujar.

—Es cuestión de práctica, supongo que como la música.

Quiero decir que nunca es suficiente con practicar, que también tienes que sentir esa necesidad por lo que haces. Ese cosquilleo cuando tus dedos acarician las teclas del piano o el evadirte con las primeras notas musicales. Hay que sentir pasión para practicar sin descanso hasta que comienzan las mejorías. Supongo que ella siente lo mismo al dibujar, como un escritor al escribir o un escultor al agarrar el dintel. No basta con practicar sin descanso, también hay que vivirlo.

Y creo que eso es lo que me falló a mí, el motivo por el que lo dejé. Había desaparecido ese sentimiento; cuando tocaba, no sentía nada, tan solo el incesante vacío al que ya me había acostumbrado.

¿De qué servía seguir con eso si era yo la primera que no disfrutaba con mis obras?

Terminamos de cenar entre conversaciones banales y yo casi que agradezco ese cambio en el que dejamos de hablar de nuestros pasados y nos remontamos a nuestro presente, a nuestros empleos, compañeros de trabajo, anécdotas del día a día…

Estoy a punto de decir que me voy a la cama, que mañana tengo que madrugar, cuando Samantha me pide que no vaya sin hacer una última cosa. Espero, mientras saca de uno de los cajones del salón un tablero de ajedrez y una caja con las figuras.

—¿Sabes jugar? —me pregunta, a lo que respondo con un asentimiento—. ¿Una partida antes de ir a dormir? ¿Por qué no lo ponemos interesante? ¿Qué te parece si nos jugamos arte?

Los colores de tu alma

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