Читать книгу Los colores de tu alma - Emma Hurtado - Страница 7

Samantha.

Оглавление

Leyre y yo llevamos cerca de dos meses viviendo juntas y, a pesar de eso, tengo la sensación de que vivo con una extraña. Apenas pasa tiempo en casa; por lo que me ha contado alguna vez tiene tres trabajos: uno de turno de mañana, otro de tarde y otro de fines de semana. Además, creo que estudia una carrera a distancia, algo de economía o ADE. No estoy segura porque siempre que trato de hablar con ella, me rehúye, se marcha a su habitación como acaba de hacer o se limita a dedicarme respuestas cortas con las que es imposible seguir una conversación y eso que me considero una buena conversadora.

Algo me dice que debería dejar de intentarlo, que, si quiere estar sola, no soy nadie para romper ese equilibrio, pero lo cierto es que el orden y el equilibrio siempre me han sacado de quicio. No me puedo creer que una persona pueda llevar la vida que lleva Leyre: siempre trabajando o encerrada en casa. A veces me pregunto si no necesitará a una amiga, alguien que esté a su lado. Si yo tuviera la vida que ella lleva, me volvería loca, loca de remate.

El timbre resuena por todo el salón con insistencia, por eso, no me hace falta siquiera preguntar quién está en el portal para imaginar que se trata de Álex. Casi puedo oler desde aquí esa colonia tan empalagosa de frutos del bosque que se echa últimamente a pesar de que no ha terminado de subir las escaleras.

Llega jadeando y colocándose las enormes gafas de pasta, que siempre le bajan hasta la punta de la nariz.

—¡Estas escaleras van a acabar conmigo un día! Ya podías haberte mudado a un primero, Samantha Reyes.

—Así haces ejercicio, que se te está cayendo el culo.

Ella me lanza una fingida mirada envenenada antes de sonreír. Quizá no le costaría tanto subir la escalera si no fuera tan cargada: lleva una mochila a la espalda, la bandolera del portátil y un bolso colgado del hombro. No me hace falta que empiece a hablar antes de imaginar a lo que ha venido, lo que me hace soltar un bufido exasperado antes de tirarme sobre el sofá, espantando a Pascal.

—¡Por dios, Álex! ¡No me digas que has venido a…!

—A ponerme al día —responde por mí—. Pues sí, y tú vas a decirme todo lo que habéis hecho toda la semana.

—Se supone que estás de baja, ¿sabes? Disfruta un poco de la libertad.

—No puedo disfrutar pensando que estáis haciendo todos mis trabajos y que yo no estoy ahí para ayudar y nuestros jefes tampoco disfrutan, ya te lo digo…

Pongo los ojos en blanco. Estoy casi segura de que ese miedo es infundado: no va a perder su trabajo por estar una semana de baja, por mucho que ella se empeñe en pensar que, si no está ella en la oficina, el mundo se detiene.

—¿Qué te dijo el médico? —pregunto, mientras ella se acomoda en el sillón.

Apenas he tenido tiempo de hablar con mi amiga tras su baja, tan solo intercambiamos algunos WhatsApp y cuando he insistido en ir a verla, ella siempre me respondía que no estaba en condiciones. Solo sé lo que me ha dicho en esos mensajes: que estará de baja una semana y que tenía que ponerla al día de todos nuestros proyectos, para que pudiera trabajar desde casa, cosa a la que yo, por supuesto me negué. Álex necesita descansar, no estar pendiente del trabajo de la oficina, pero parece que la cabezonería de mi amiga no se puede ignorar tan fácilmente y hace un rato me ha llamado, diciéndome que estaba de camino a casa.

—Que es por el tratamiento hormonal —responde, encogiéndose de hombros—. Efectos secundarios.

Sabía que esas pastillas tenían muchos efectos secundarios, al fin y al cabo, deben de ser como una bomba para el cuerpo de alguien. Álex, sin embargo, empezó el tratamiento hace unos meses colmada de ilusión y no parece que ningún vómito, dolor de cabeza o mareo vaya a quitarle eso. Siempre ha sido como un saco de alegría; esa sonrisa parece un tatuaje en su rostro, uno que no se va por todas las adversidades que vengan.

Yo, sin embargo, trago saliva, un poco más preocupada que ella.

—Vaya.

Le resta importancia con un movimiento de mano, mientras coloca el portátil sobre sus piernas y señala lo que considera verdaderamente importante.

—¿Qué habéis hecho esta semana?

Suelto un bufido, echando la cabeza hacia atrás y haciendo que mi pelo se desparrame por encima de la funda de estrellas que cubre nuestro sofá, para que Pascal no lo llene de pelos. Trato de memorar lo que hemos hecho durante toda la semana, pero eso solo me arranca una mueca algo malhumorada. No me gusta nuestro trabajo en la empresa de ilustración; adoro dibujar, adoro dedicarme a lo mío… pero odio la monotonía que se respira en ese lugar, el poco margen que tenemos para demostrar todo lo que sabemos hacer.

—Nos han pedido que diseñemos un cartel para un concurso de poesía. —Llega a mi mente, al fin.

—¡Oh! —es la única respuesta por parte de mi compañera, que supongo que piensa lo mismo que yo.

—Sí, ¡oh! —Guardo un momento de silencio antes de volver a suspirar—. Qué mal, Álex... Yo no estudié bellas artes para trabajar haciendo carteles de poesía, yo quiero acceder a galerías, enseñar mis dibujos...

Quiero poder hacer lo que se me antoje, poder ser yo misma en mis creaciones. Es lo que más adoro del arte: el hecho de poder expresar de alguna manera lo que ni siquiera las palabras pueden hacerlo. Poder ser yo haciendo algo bello. Es en lo que pienso mientras mis manos pasean rápidas sobre un papel, con un lápiz en la mano o mientras diseño mi próxima acuarela.

En la empresa de ilustración no nos permiten libertad, siempre nos obligan a adaptarnos a sus parámetros, siempre sus mismos parámetros absurdos. Si mostráramos por ahí un diseño mío y otro de Álex, nadie diría que la autora es diferente porque siempre hacemos los mismos malditos trabajos.

—Ya, pero subir tus dibujos a Instagram no te da dinero, Sam, y esto —señala la pantalla de su portátil—, paga tu alquiler.

A pesar de que tiene más razón que un santo, no puedo evitar reír.

—¿En qué momento has empezado a hablar como los adultos? —La golpeo con un cojín, descolocando sus gafas.

—¡Eres adulta! ¡Asúmelo de una vez!

Eso es lo que a ella le gustaría. Vuelvo a sonreír, mientras me obliga a reenviarle el email del pedido del cartel para poder leer lo que tenemos que hacer, lo que me obliga a volver al tema inicial. Entonces, mi sonrisa se congela en mi rostro al imaginar la terrorífica realidad a la que mi amiga tanto teme.

—¿De verdad crees que podrían despedirte por cogerte una baja?

No hay una respuesta inmediata; se echa hacia atrás, colocando la espalda sobre el cojín y suelta un suspiro, subiéndose las gafas a su lugar. Cuando hablo, noto un toque amargo en sus palabras:

—Ya sabes que se lo pensaron mucho a la hora de contratarme, no quisiera darles incentivos para que se lo piensen mejor y...

—Pero… ¡qué dices! —interrumpo—. Eres una de las mejores ilustradoras, tus dibujos son increíbles.

Es la verdad: Álex siempre se ha tomado más en serio este trabajo que yo. Desde que nos conocimos en la universidad, en realidad, se lo ha tomado todo mucho más en serio que yo. Siempre fue una de las mejores de la clase, se esforzó por tener un expediente impecable, obtuvo becas de excelencia y en cuarto curso incluso la contrataron en una beca de colaboración. Cuando nos graduamos, hace ya un año, a pesar de ese impecable historial, no encontró trabajo de inmediato. Yo misma llevé su currículum a la empresa en la que acababa de entrar, que no era ninguna maravilla, pero al menos serviría para que pudiera seguir pagando su alquiler y no tuviera que volver a casa de sus padres. Pidió a la universidad una carta de recomendación, se encargó de que su excelente rendimiento quedara bien remarcado, llevó algunas de sus mejores obras a la entrevista… y a pesar de eso, se lo pensaron demasiado. Son las injusticias por las que tienen que pasar las mujeres como Álex: puedes tener un excelente currículum, que por el simple hecho de que te consideren diferente, pueden prescindir de ti.

En ese tipo de mundo vivimos.

—Además, si te despidieran iría yo detrás, no estaría de parte de esa injusticia —añado, apretando los puños al imaginar que tuviera que pasar por eso por el simple hecho de enfermar.

—Sabes que no te dejaría hacer eso —responde, con un tono algo más duro.

—¡Es lo que deberíamos hacer todos! Si se comete una injusticia, arremeter contra ellos, al fin y al cabo, el cliente es el que selecciona, ¿te has planteado qué pasaría si todos le hiciéramos boicot a una gran empresa?

Es un pensamiento que siempre he tenido muy presente. ¿En qué nos convierte el hecho de saber lo que está ocurriendo y mirar hacia otro lado? Ese nivel de cobardía, de pasotismo, en mi opinión, te convierte en lo mismo que la persona que comete la injusticia. Hay quien no nos conformamos con no mirar hacia otro lado, hay quien queremos ir más allá. Quien quiere luchar hasta el final, pero no puede porque se encuentra completamente sola en su causa. Sé de sobra que nadie me seguiría y no estoy segura de si eso me apena o me saca de mis casillas.

—Eso es imposible.

—Por culpa de ese pensamiento vivimos a su merced. —Niego con la cabeza, cruzándome de brazos.

Álex me dedica una sonrisa agradecida; no sé en qué momento ha ido a por mi portátil y lo ha encendido, pero me quedo embobada mirando el fondo de pantalla de nuestro viaje a la Toscana, el que hicimos juntas cuando terminamos el grado. Reímos, abrazadas, con la impresionante Italia a nuestra espalda.

—¿Has empezado con el diseño del cartel? Veo que no.

Me muerdo el labio inferior, dedicándole una mirada de disculpa. Por supuesto que no lo he empezado: no he encontrado fuerzas ni ganas para empezar ese trabajo por encargo tan… poco esperanzador. Siempre que empiezo un diseño así me pregunto si pasaré el resto de mi vida haciendo carteles para externos a los que lo único que les interesa es que su mensaje quede claro, sin importar el diseño de detrás, por mucho trabajo que haya costado. No valoran el arte, no está bien pagado y… la empresa no parece hacer nada por poner remedio a eso. Ellos son felices con embolsar su tarifa, en mi opinión, demasiado baja teniendo en cuenta los quebraderos de cabeza que nos trae a los ilustradores.

—He estado ocupada y...

El sonido de unos pasos en la habitación de Leyre me interrumpen. La joven tose un par de veces antes de volver a sumirse en el silencio al que debe estar habituada. Álex me mira, con el ceño fruncido.

—¿Está la rara? —pregunta, confusa y abre mucho los ojos cuando me ve asentir—. ¡¿Qué dices?!

—¡Álex! —la amonesto—. No es rara...

He hablado a mis amigas de mi compañera de piso y todas parecen estar de acuerdo con Álex en que es una rarita. No me gusta que empleen ese calificativo con ella, de hecho, no me gusta nada esa palabra. Todos somos raros a nuestra manera, pero algunos tenemos la suerte de encontrar quien comprenda y adore nuestras rarezas. Probablemente si Leyre viera mi habitación colmada de dibujos también pensaría que soy una rara, pero Álex comparte conmigo el amor por el dibujo. Es una de las cosas que nos unió desde el principio y por el que esta amistad continúa a pesar de que ya no vamos a la universidad. Estoy segura de que la vida que lleva Leyre tiene una explicación lógica, aunque, a decir verdad, si yo trabajara tanto, me volvería completamente loca.

—No… casi nada —ironiza Álex, volviendo a posar la mirada en el portátil.

—Creo que tenía el día libre en la oficina, aunque no me ha dado detalles...

—¿Habéis mantenido una conversación normal en todo este tiempo?

Es evidente que no, aunque no puedo decir que no sea porque yo no lo he intentado una y mil veces, pero Leyre siempre huye a su habitación antes de que pueda profundizar un poco más en los pensamientos de mi compañera de piso.

—Lo intento, pero nunca parece dispuesta a hablar. —Me fijo en el lugar que siempre ocupa cuando está en casa: frente al cristal—. Había pensado que tal vez pudiera invitarla a cenar o algo así, para conocerla.

—No creo que quiera salir por ahí, si nunca lo hace.

Una loca idea cruza mi mente de pronto. Una loca idea que quizá no sea tan mala.

—Quizá pueda solucionar eso...

Los colores de tu alma

Подняться наверх