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VI
EL DETERMINISMO SOCIAL Y EL INDIVIDUO

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Mirada la humanidad entera en las perspectivas que nos ofrecen la antropogeografía, la etnografía, la historia, la sociología y la estadística, la libertad individual desaparece, se diluye en el gran todo, se esfuma. Desde las alturas a que nos elevan estas ciencias vemos moverse a los individuos en manadas como títeres o muñecos, impulsados por resortes ocultos que ellos no conocen y que, en su soberbia, suelen no estar dispuestos a conocer tampoco. El determinismo social que obra de esta suerte sobre los individuos es evidente. La acción del medio geográfico y climatológico sobre los pueblos es colosal.

Las costas de Siria y los bosques del Líbano hicieron de los fenicios comerciantes y marinos, señores del Mediterráneo, y precursores de los helenos y latinos. Los indoeuropeos, partiendo del centro del Asia, llegaron a las llanuras orientales de la Europa; aquí, después de una gigantesca bifurcación, unos se establecieron en el Norte y otros en el Sur.

Aquéllos tuvieron por mansión tierras pantanosas y selváticas y costas inhospitalarias, barridas por furiosas tormentas. Los otros llegaron a las comarcas benignas y sonrientes del mediodía, pusiéronse en contacto con los pueblos más civilizados del antiguo Oriente y fueron los creadores de la civilización occidental. Accidentes geográficos, climatológicos y sociales hicieron de dos razas idénticas y hermanas, naciones tan distintas que ellas mismas se miraron recíprocamente, dos mil años más tarde, como los polos opuestos de la humanidad. Los normandos medioevales fueron piratas a causa de la pobreza de su suelo y de las leyes sobre las herencias que regían entre ellos.

Las razas primitivas han sido el producto de la adaptación a medios geográficos diferentes. En seguida, la raza misma pasa a constituir una forma de energía social que se deja sentir a través de todas las generaciones futuras.

En las grandes corrientes de la historia, el individuo es, como si dijéramos, un elemento de cantidad y no de calidad. Los individuos participan de las pasiones y preocupaciones de sus pueblos, de sus amores y odios, de sus creencias religiosas y costumbres, sin detenerse generalmente a analizarlas, juzgarlas, y, en consecuencia a aceptarlas o rechazarlas en virtud de un acto reflexivo de su conciencia. No es fácil concebir que un hindú del siglo viii a. de J. C. no fuera bramanista; que un griego o romano de antes del siglo primero no fuera pagano; que un árabe del califato de Bagdad no fuera musulmán; ni tampoco que un hijo de la América Latina, desde la colonia acá, no crea, por lo general, en el catolicismo.

En los marcos de la estadística el hombre pierde toda la calidad individual y se somete a nuestra consideración como un guarismo inconsciente. En la vida social, así contemplada, los hombres nacen, contraen matrimonio, tienen hijos, producen, roban, matan, o se suicidan con una regularidad anual pasmosa, con más precisión que la que se observa en la cantidad de centímetros de agua que debe caer en una estación en cierta región dada, sin que los matrimonios, los robos o los suicidios sean otra cosa que engendros de circunstancias sociales existentes, y no los frutos de voluntades que obren reflexivamente.

Así M. G. Tarde ve en el hombre social un verdadero sonámbulo. «El estado social—dice—como el estado hipnótico, no es más que una forma del sueño en acción. No tener más que ideas sugeridas y creerlas espontáneas; tal es la ilusión propia del sonámbulo e igualmente del hombre social.

«Para conocer la exactitud de este punto de vista sociológico, es menester no considerarnos a nosotros mismos, porque aceptar esta verdad en la parte que los concierne, sería aceptar la ceguedad que ella afirma y, por consiguiente, suministrar un argumento, en contra de ella.

«Pero es menester pensar en algún pueblo antiguo de una civilización bastante distinta de la nuestra, en los egipcios, esparciatas, hebreos...

«¿Acaso aquellas gentes no se creían autónomas, como nosotros nos creemos, y eran sin saberlo autómatas, cuyos resortes movían sus antepasados, sus jefes políticos o sus profetas, cuando no se los movían recíprocamente los unos a los otros?

«Lo que distingue a nuestra sociedad contemporánea y europea de aquellas sociedades extrañas y primitivas, es que la magnetización ha llegado a ser ahora mutua, por decirlo así, hasta cierto punto por lo menos; y, como dentro de nuestro orgullo igualitario, nos exageramos un poco esta mutualidad, y como además nos olvidamos de que esta magnetización, fuente de toda fe y obediencia, al hacerse mutua se ha generalizado, nos jactamos sin razón de ser menos crédulos y menos dóciles, menos imitativos en una palabra, que nuestros antepasados. Es un error[2]».

Más adelante agrega:

«¿No es cierto que las experiencias y las observaciones más claras son rechazadas, las verdades más palpables combatidas, siempre se encuentran en oposición con las ideas tradicionales, hijas antiguas del prestigio y de la fe? Los pueblos civilizados se vanaglorian de haberse escapado de este sueño dogmático

«Su error se explica. La magnetización de una persona es tanto más pronta y fácil cuanto, más a menudo ha sido magnetizada.»

«Esta observación nos explica por qué los pueblos van imitándose con facilidad y rapidez crecientes, dándose menos cuenta de este hecho a medida que se civilizan, cuando por lo mismo se han imitado más».

En un sentido análogo Mr. Lester F. Ward, citando la opinión de varios filósofos, dice lo siguiente:

«La base esencial de la ciencia psíquica es que los fenómenos psíquicos obedecen a leyes uniformes. La aceptación de esta verdad, desde un punto de vista colectivo, aplicándolo a la historia por ejemplo, es la primera condición de toda ciencia de las sociedades. Pero como la acción colectiva se forma con el conjunto de las acciones individuales, lo dicho debe ser también cierto de las últimas, por más contrario que ello parezca a la observación diaria.

Nuestra incapacidad para percibirlo (el hecho de que las acciones individuales obedezcan a leyes determinadas) es debido a lo que se llama «la ilusión de lo cercano». De Herbart se dice que afirmaba que las ideas se movían en nuestra mente con la misma regularidad con que las estrellas se mueven en el cielo.»

Kant, decía, que si pudiésemos contar hasta sus fundamentos últimos todos los fenómenos de la volición, no habría una sola acción humana que no pudiéramos predecir y que no debiéramos tener por necesaria en vista de sus antecedentes. (Kritik der reinen Vernunft, p. 380.)

Kant es considerado generalmente como un partidario del libre albedrío, y no obstante en su único ensayo sociológico se expresa así:

«Sea cual sea nuestra noción de la libertad de la voluntad, metafísicamente considerada, es evidente que las manifestaciones de esta voluntad, es decir, las acciones humanas, se encuentran bajo el imperio de las leyes universales de la naturaleza, como cualquier fenómeno físico.

Es propio de la historia narrar estas manifestaciones; y aunque sean sus causas todo lo secretas que se quiera, sin embargo, sabemos que la historia, contemplando la acción de la voluntad humana a la distancia y en grande escala, aspira a desarrollar ante nuestra vista una regular corriente, una tendencia, en la gran sucesión de los acontecimientos; de tal suerte que los incidentes que, tomados separada e individualmente, habrían parecido incoherentes y rebeldes a toda ley, vistos dentro del nexo que los une y considerados como acciones de la especie humana y no de seres independientes, nunca dejan de presentar un desarrollo continuo y constante.

Así, por ejemplo, considerando cuán dependientes son de la voluntad humana los nacimientos, los matrimonios y los suicidios, si se les mira separadamente, podría parecer que no estarían sujetos a ninguna ley que permitiera calcular su monto de antemano; y, sin embargo, las cifras anuales de estos sucesos en los grandes países prueban que ellos marchan tan sometidos a las leyes de la naturaleza como las oscilaciones de las aguas». (Kant, Idea of a Universal History, citado por L. F. Ward, Preu Sociology, p. 151 y 152.)

Las limitaciones y determinaciones de la actividad son, como venimos viendo, considerables. El hombre no elige el nacer o el no hacer y, junto con este primer paso de su destino, se le imponen innumerables sellos del pasado. De él no ha dependido elegir el lugar de su nacimiento y de su infancia, o sea, las condiciones de clima, de vegetación, de belleza panorámica, de proximidad o distancia del mar, que han de formar uno de los lados del molde de su ser; de él no ha dependido escoger a sus padres y velar porque sean sanos y vigorosos, buenos, inteligentes, sobrios y trabajadores, ni tampoco por consiguiente ha estado en sus manos el pertenecer a una raza superior. Si nace de padres raquíticos, alcohólicos, corrompidos y viciosos, o si viene al mundo en el seno de una raza abyecta y degenerada, ya no hay remedio, ya el dado está echado, no se puede jugar de nuevo, y la voz de orden es «vivir venga lo que venga». El hombre no elige tampoco la educación que le dan o que no le dan, ni las costumbres que van formando su idiosincrasia espiritual.

Pero que el individuo resulte una cantidad despreciable, un autómata dentro de las grandes perspectivas históricas y sociológicas, no quiere decir que en realidad sea así en todos los círculos de su actividad. Formular tal afirmación no sería proceder respetando los hechos, como no sería acertado tampoco estimar el valor de la humanidad por lo que ella representa cuando se estudia a la tierra desde un punto de vista exclusivamente astronómico. En este caso la humanidad aparece también como una cantidad despreciable.

La tierra efectúa sus movimientos y cruza los espacios sin que le importen un ardite la vida de nuestra pobre especie, sus planes y pretensiones, sus alegrías y sus dolores. Y no obstante, la humanidad se ha enseñoreado del planeta. Por idéntico modo, el individuo, aunque arrastrado inevitablemente por las grandes corrientes sociales de su tiempo, goza, dentro de un círculo inmediato a su persona, de la posibilidad de obrar de diversas maneras.

Dentro de un mismo instituto de educación y dentro de circunstancias idénticas (fuera de la diferencia personal característica de los maestros), un profesor logra infundir entusiasmo, amor y nobles anhelos en el pecho de sus discípulos, y otro no pasa de ser entre ellos un ganapán que los provoca a risa.

De varios padres de familia de una misma sociedad y condición, unos tienen una comprensión clara de sus deberes, y carácter e ideas sólidas para dirigir la educación de sus hijos, mientras que otros, o son unos corrompidos, víctimas de sus vicios, o unos calzonazos, juguetes de sus mujeres. Hay sacerdotes débiles y despreciables, y otros de la misma época, lugar y situación, que despiertan respeto por su virtud y sinceridad y son escuchados como oráculos por los creyentes. En una misma edad y dentro de un propio país políticos viles, de índole menguada, que apenas cuentan con partidarios asalariados, mientras que otros, enaltecidos por el valor moral, elevación de ideas y abnegación que los distingue, son capaces de dar grandes movimientos a las masas sociales que creen en ellos.

La historia de estos individuos capaces de originalidad y carácter y la de algunos grupos sociales es en un cierto sentido heroica respecto de estas fuerzas geográficas, hereditarias y sociales, que tratan de encaminarlos y determinarlos ciegamente.

Al lado de la adaptación resignada al medio, del sometimiento a la tradición, se nos presenta el cuadro alentador de la labor ciclópea de los hombres, encaminada a transformar el medio y a mejorarlo en un sentido humano. La lucha contra las influencias hereditarias y sociales funestas, el anhelo de librarse de ellas, es un afán continuo que va marcando los pasos de la humanidad en su conquista de las energías de la tierra y en su acción eliminadora de los agentes del pasado, que va considerando inadecuados a sus nuevos fines. La humanidad, en este combate, se sustrae a algunas determinaciones, para obedecer a otras que se le presentan revestidas de valor más alto y definitivo.

Así, a las determinaciones a que dan lugar las tradiciones falsas y los prejuicios sociales, opone el espíritu humano las de la ciencia y del amor a la verdad, a las de las preocupaciones de castas, las de la justicia social; a las del respeto ciego de los códigos, las de la evolución del derecho.

Filosofía Americana: Ensayos

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