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III
LA LIBERTAD ABSOLUTA
ОглавлениеSi en las maneras de entender la libertad, examinadas en los párrafos anteriores, no se ve ninguna incompatibilidad entre ese concepto y el determinismo, no sucede igual cosa cuando se considera a la libertad entendida como libre albedrío absoluto.
Que uno pueda hacer lo que quiera (que es en lo que consiste la libertad empírica, como hemos visto), es un hecho que no lleva implícita ninguna idea sobre si la voluntad misma es determinada o indeterminada. Aquí se revela el carácter sumamente abstracto y especulativo del problema de la determinación o indeterminación de la voluntad, que carece de interés en la vida ordinaria y para la generalidad de las personas.
Los hombres son celosos principalmente de sus libertades empíricas, luchan por ellas y por poder hacer lo que quieren, sin preocuparse de inquirir si su voluntad misma es determinada o indeterminada en un sentido metafísico.
De esta suerte, cuando un escritor defiende el libre albedrío absoluto, aduciendo en favor de su tesis, entre otras razones, la de que es un problema de vital interés para la totalidad de los mortales, no logra otra cosa que hacer un juego de palabras, que formular un sofisma derivado del sentido ambiguo del término libertad.
El libre albedrío absoluto, metafísico o filosófico, consiste, según entiendo, en que la voluntad tenga la facultad de optar por una u otra resolución que la solicitan, sin ser arrastrada por ningún motivo extraño a la voluntad misma.
Colocada la voluntad en cualquiera disyuntiva, debe pesar las ventajas de los caminos que se le ofrecen, pero no dejarse dominar por ninguna de ellas, sino que debe esperar el pronunciamiento de esa entidad que lleva en su seno, la libertad, que debe inclinar la balanza en favor de alguno de los caminos que se presentan, sin que se pueda decir al mismo tiempo que ha sido determinada por alguna ventaja ni por ningún móvil de cualquiera clase.
Si vosotros, lectores, podéis armonizar y conciliar estas cosas, hacedlo en buena hora. Por nuestra parte, creemos que, planteado el problema en los términos que acabamos de hacerlo (que son los característicos de la libertad absoluta), no es para la inteligencia más que un enigma, un lío preñado de contradicciones e inconsecuencias.
Veamos algunas:
Esa libertad es una soberana indiferente. Por medio de ella queda sustraída la voluntad a la ley de causalidad, tanto respecto de los demás hombres como del sujeto mismo. Dentro de ella no es posible afirmar si una madre preferirá velar al borde del lecho de su hijo enfermo o irse de paseo. Si dijéramos que habría de quedarse al lado del hijo enfermo, sería establecer un impulso determinante de la voluntad y se desvanecería el libre albedrío indiferente de la madre.
Puesto un jugador impenitente al frente de una mesa de bacarat, no podremos, sin embargo, decir que apuntará a una o a otra carta: en virtud del libre albedrío, debemos considerar que hay una región en su alma que se mantiene del todo indiferente a la tentación del juego. Salvo que se diga que el jugador tiene perdido su libre albedrío.
En conformidad a los cánones de esta idea, no hay un hilo conductor por el cual barruntar lo que hará una persona en un momento dado. Se interrumpe así a cada instante la continuidad de la evolución del ser humano. Cada vez que la voluntad aplica su libre albedrío, debe crear algo de la nada, porque debe desentenderse de los móviles que puedan obrar sobre ella. Se comprende que semejante facultad de la voluntad no debería llamarse libertad, sino capricho, azar o cualquiera otra cosa.
Fouillée, que ha hecho esfuerzos heroicos por salvar la idea de la libertad, se expresa de la manera siguiente sobre el liberum arbitrium indifferentiæ: «Esta moral (científica) está obligada a elevarse sobre el concepto vulgar del indeterminismo o del libre albedrío. Hay en el ser vivo órganos que la lenta evolución de los siglos ha tornado inútiles y que sólo subsisten como vestigios de antiguas edades; del mismo modo, en el dominio intelectual y moral, ciertas ideas parecen destinadas a perder la significación que ellas pudieron tener antaño, a transformarse, so pena de desaparecer.»
«Así sucede con la antigua noción del libre albedrío, en cuanto es concebida subjetivamente como poder incondicional de querer en las mismas circunstancias una cosa o su contraria; objetivamente, como «compatibilidad absoluta e incondicional de las contrarias en un solo y mismo instante, permaneciendo, por lo demás, iguales todas las cosas». (Definición de Renouvier).»
«Lo que se explicaba en otro tiempo por esta decisión imprevista e imprevisible de una voluntad realmente indeterminada en sus fuentes, los psicólogos, los sociólogos y los moralistas tienden a explicarlo por la acción combinada de los factores siguientes: 1.º, carácter adquirido y sus tendencias; 2.º, estado actual de la sensibilidad y ejercicio actual de la inteligencia; 3.º, circunstancias y medio social. Desde el punto de vista de la ética es dudoso que un poder absolutamente indeterminado entre las contrarias, capaz de escoger tan bien la una como la otra, sea él mismo moral. Esta especie de Fortuna personificada en nosotros haría de nuestros actos, como lo ha visto justamente Leibnitz, accidentes desprendidos de nosotros mismos, sin lazo determinado, no sólo con nuestro carácter, sino aun con lo que constituye nuestra individualidad y nuestro yo consciente.»
«Queremos una cosa y habríamos perdido perfectamente, con las mismas disposiciones y en las mismas circunstancias, querer la opuesta. ¿Cómo entonces calificar moralmente e imputarnos un acto tan arbitrario que no es la expresión de nosotros mismos y de nuestra voluntad verdadera, sino un acontecimiento superficial y fortuito, especie de meteoro interior? La casualidad hecha realidad no es más moral que la necesidad hecha realidad». (Morale des idées-forces, p. 270-271).
Haroldo Höffding piensa que si uno quisiera encontrar algún caso real en que se hallara efectivamente en acción ese libre albedrío absoluto, debería ir a buscarlo en los actos de los alienados. Esa doctrina, agrega, hace de cada hombre o un loco, porque suprime todo el encadenamiento propio de las acciones humanas, o un dios, porque hace que cada persona arranque de la nada la substancia de sus actos. (Véase Höffding-Morale, V. Psychologie, VII).
Ahora, ¿cómo puede haber brotado esta concepción en algún cerebro humano? Decir que se tiene conciencia de esa libertad es sentar una proposición que se puede refutar por dos órdenes de razones principalmente. En primer lugar, suponiendo que obtuviéramos por medio de la conciencia una noción de nuestro libre albedrío, esto no sería concluyente. Para la psicología, moderna, la conciencia y el método de la observación interna no constituyen una fuente segura de conocimientos.
Las observaciones que hace uno en su propio yo, y por consiguiente las sugestiones de la conciencia, son falaces, engañosas. La conciencia nada nos dice sobre los fenómenos subconscientes o inconscientes y éstos han adquirido en los últimos tiempos un gran valor en el estudio de la psicología. La conciencia es una especie de gran señora, que no ve los hilos que la manejan, no conoce las tramas que se urden en las capas de lo subconsciente para marcarle rumbos a ella.
Fuera de esta situación desairada de la conciencia que induce a recusarla en cuanto testimonio para asentar una verdad científica, tenemos el hecho de que en realidad nadie, según me parece, puede afirmar que posee la conciencia de su libertad absoluta, es decir, la conciencia de una voluntad que no obre impulsada por móviles que la determinen en un sentido u otro.
Cuando nuestra actividad se ve solicitada por distintas posibilidades de obrar, tenemos conciencia de la lucha que se traba entre los móviles que actúan a favor de las diferentes tendencias. Al fin triunfa alguno, y entonces decimos que hemos resuelto proceder en esa dirección. Llamamos, pues, libertad a la conciencia de la lucha de los móviles; y de esta clase de libertad es la única de que tenemos conciencia.
Cuando decimos que somos libres porque tenemos conciencia de nuestra libertad y queremos dar a entender que somos libres en sentido absoluto, incurrimos en un nuevo sofisma por ambigüedad, porque atribuímos a la conciencia de la libertad un sentido ilimitado que no le es propio, por cuanto la conciencia no presenta ejemplos de una resolución sin motivos. La idea de la libertad absoluta no es más que una creación de filósofos metafísicos y espiritualistas, así como la de tiempo ilimitado lo es de los astrónomos y la de espacio infinito, de los geómetras. Por analogía se pasó de la libertad empírica a concebir la libertad metafísica de la voluntad.
De pensar que se puede hacer lo que se quiera voló la fantasía a imaginarse que se puede querer lo que se quiera. Según Simmel, «el modelo de la libertad humana ha sido la libertad de Dios, que, sin causa, creó el mundo de la nada». Lo que se niega por medio de esta libertad así entendida, es la existencia fuera de Dios de substancias y fuerzas que lo tomaron a Él a modo de punto de tránsito en su desarrollo. Inmediatamente y sólo de Él brotó el mundo, sin que hubiera ninguna necesidad preexistente.
Los gnósticos han atribuído al hombre una facultad análoga a esta libertad divina; y el motivo capital en virtud de que se adorna al hombre con la libertad, descansa en la imposibilidad que existe de derivar de Dios, principio absolutamente bueno, el mal del mundo. Para esto se necesitaba un principio autónomo que fuera para la producción del mal tan independiente de las condiciones exteriores como lo fué Dios para crear el bien. Este principio, el Yo humano, es libre porque su acción brota exclusivamente de él; y, obre bien u obre mal, en él y nada más que en él se halla la fuente única de sus acciones. (Einleitung in die Moralwissenchaft-Cap. Die Freiheit.)
Así se presenta la idea del libre albedrío, no como un dato de la conciencia, sino como el fruto de una necesidad metafísica y teológica, encaminada a hacer responsable al hombre de los males que lo abruman.
Hacer servir a esa idea de base de la moral, es dar a ésta un fundamento deleznable, porque hay irracionalidad lógica en establecer la imputabilidad moral y la responsabilidad sobre un poder caprichoso que se sustrae a toda previsión. Proceder así,—colocando una abstracción como principio de la moral, siendo que las abstracciones son su coronamiento,—es invertir el orden del desarrollo de los hechos.
La moral descansa sobre la educación que cultiva las buenas disposiciones hereditarias y forma hábitos, y en sus comienzos no tiene otra razón de ser que la obediencia y la imitación. Sólo después surgen el sentimiento de la responsabilidad y el de una libertad relativa, que no es indeterminada. Estas concepciones abstractas, como la idea de deber también, constituyen los frutos y no las raíces del árbol de la moral.
Y no se diga, por último, que detenerse a probar la absurdidad de la libertad absoluta es complacerse en darle golpes a un fantasma, que nadie ha pensado en sostener. Porque si los librearbitristas defienden sólo una libertad relativa, defienden, entonces, una libertad limitada, o sea, una actividad determinada por diversos antecedentes, móviles y circunstancias. Como hemos visto en un párrafo anterior, este género de actividad no está reñido con el determinismo. De donde resulta el siguiente dilema: o que los librearbitristas defienden la libertad absoluta, y en este caso son los paladines de un principio absurdo; o que defienden sólo la libertad relativa, y en este caso tienen que comulgar con el determinismo.