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II
EL CONCEPTO DE DETERMINISMO Y SU INFLUENCIA SOBRE LA ACCIÓN HUMANA Y EL PENSAMIENTO

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Índice

Un mundo no regido por el determinismo sería fatal para el hombre y para la existencia de la vida en general.

Negar el determinismo es negar la ley de causalidad, o sea las relaciones constantes y proporcionales que existen entre hechos pasados y hechos futuros, entre antecedentes y consecuentes, entre causas y efectos. Si se niega este orden de cosas, es menester aceptar que la causa que ayer produjo un efecto dado, ha de poder ocasionar mañana, en igualdad de circunstancias, consecuencias enteramente imprevistas. Así no debería sorprendernos que una substancia, que teníamos por alimento sano y nutritivo, se convirtiera de un día a otro en un veneno mortal; que la neurosina que en una ocasión robusteció los nervios de un neurasténico, en otra agravara su mal; ni que un perro o un gato pasara en el trascurso de una noche a ser ave de rapiña. No se diga que esta es una puerilidad que desentona en una discusión filosófica. No; es una consecuencia perfectamente lógica y necesaria dentro de la negación del determinismo. En la situación que suponemos, nuestra propia personalidad no tendría tampoco ninguna consistencia, porque los procesos que la mantienen son procesos causales que, en lo esencial, constituyen una repetición ordenada de fenómenos determinados por la herencia orgánica y por el medio que nos rodea. La vida no podría existir en un mundo no sometido al imperio de causas y efectos encadenados por una relación constante y regular, que permiten las adaptaciones y previsiones necesarias al mantenimiento de los organismos. Si no, habría que suponer en éstos una capacidad verdaderamente mefistofélica para efectuar en sí mismos transformaciones instantáneas, y tales avatares mágicos son inconcebibles.

Por más que nuestro conocimiento de las cosas sea y haya de permanecer siempre incompleto, y a pesar de que el principio de causalidad natural tenga un carácter hipotético, la verdad es que el determinismo nos ofrece los únicos ensayos de interpretación y explicación de los hechos que puede alcanzar nuestra inteligencia. Nuestra inteligencia se orienta en medio del complejo conjunto de los fenómenos, estableciendo entre ellos semejanzas y diferencias, antecedentes y consecuentes. La comprensión por identidad consiste en hacer un reconocimiento, establecer una semejanza, que descansa en definitiva sobre la uniformidad esencial de las cosas, como cuando se dice que se comprende un lenguaje cuando se conoce el sentido propio de sus voces. La comprensión por racionalidad es un caso de identidad, porque la conclusión es el resultado de la combinación de las premisas; por ejemplo: A = C, porque A = B y B = C. La comprensión causal consiste en explicar un consecuente por sus antecedentes, en reducir un hecho desconocido a otro conocido, en aprovechar la identidad fundamental de la naturaleza, formulando principios que han de tener al mismo tiempo el carácter de racionalidad lógica. Tratar de interrumpir en cualquier momento la explicación causal determinista, es renunciar a toda explicación. Es lo que sucede, por ejemplo, con el problema de la libertad incondicionada de la voluntad y con el del origen primero de las cosas (cuestiones más metafísicas que científicas). Este caso, los que renuncian a la interpretación por medio de la causalidad natural deben decir: He aquí el misterio.

Vamos a hacer ahora una comparación entre ciertas supuestas virtudes que se atribuyen al libre albedrío y los defectos correspondientes que hacen recelar del determinismo. Creemos que pueden resultar de ella caracteres inesperados, que generalmente no se observan por falta de un análisis detenido de la cuestión.

A primera vista se presenta la doctrina del libre albedrío como una enseñanza capaz de infundir aliento, enaltecedora de la voluntad y celosa de la dignidad humana; y el determinismo, al contrario, como un evangelio depresivo de las fuerzas del espíritu, tiránico, casi humillante. Sin embargo, ¡cuánta diferencia en la realidad! No es exagerado decir que todo el incremento de sus libertades positivas, reales y prácticas se las debe el hombre a las concepciones deterministas. Algo de la prueba de lo que acabamos de afirmar hemos adelantado ya con lo dicho en el artículo anterior respecto de la obra civilizadora de los pueblos y de los grandes hombres.

Siendo evidente que el aumento de poder sobre los objetos exteriores, de dominio sobre la naturaleza, significa aumento de libertad, y siendo que ese poder y ese dominio no se han adquirido sino por medio de la ciencia o del empirismo, que es su precursor, teniendo ambos de común la fe en el determinismo, es claro que las aplicaciones deterministas de la actividad humana al mundo exterior han producido un aumento de las libertades humanas prácticas.

Pero no es esto sólo. En la existencia histórica y social, los verdaderos enaltecedores de la personalidad humana, los que luchan por abrirle nuevos horizontes, los que confían en ella, son los deterministas y no los librearbitristas.

Por lo general, todo librearbitrista es tradicionalista, o, al menos si se dice que tal afirmación es caprichosa e infundada, no se podrá negar que todo tradicionalista es librearbitrista. Establecemos esta relación como un hecho característico, sin entrar a ver si por razón de ella hay algo de defectuoso en el librearbitrismo. Y es característico el hecho, por cuanto no sería fácil encontrar un tradicionalista que sea determinista. Si el tradicionalismo se une fácilmente con el librearbitrismo y le repugna el determinismo, es posible que esto resulte de que haya entre aquellos identidades esenciales. Lo cual quiere decir,—por lo menos cuando el tradicionalismo y la doctrina del librealbedrío vayan coligadas, caso que es frecuente,—que para los librearbitristas el hombre ha de marchar, social, económica, jurídica y religiosamente, por las sendas seculares señaladas por las huellas de las generaciones pretéritas, sin dejarle la posibilidad de descubrir en esos campos caminos nuevos y mejores. Y a esto debe resignarse el hombre, a pesar de su libre albedrío. Entretanto, el determinista es, por lo común, novador. Supone en el hombre una potencia mental creadora, que dentro del devenir general de las cosas,—devenir inherente también a la naturaleza de las sociedades humanas,—inventa las formas nuevas que reclama el desarrollo social. El determinista atribuye al hombre la capacidad de enriquecer con infinitas posibilidades los campos de su acción, y lo impulsa a que aumente así la esfera de sus libertades.

He aquí una segunda oposición curiosa. El determinista comulga en la generalidad de los casos con el libre pensamiento, mientras que el librearbitrista es también, en la generalidad de los casos, contrario a él. Aquel supuesto enemigo de la libertad, le dice al hombre: «Hijo de la tierra, eres el portador de la forma más excelsa de vida, de la razón que se ha formado en ti, y mediante cuyo uso puedes aspirar a resolver los enigmas del mundo. Aplícala con método a examinarte a ti mismo y a estudiar lo que te rodea, y cuenta con que no existe poder en el Universo con derecho bastante a hacerte aceptar lo que tu razón rechace, a hacerte negar lo que tu razón proclame, o a impedirte expresar lo que tu razón te inspire». Y al mismo tiempo, el librearbitrista tradicionalista, emplea las siguientes palabras: «Desconfía de tu razón, criatura humana, no des crédito a lo que tu pensamiento te indica, y sométete sin discurrir a los principios que la tradición te enseña».

La libertad de pensar, a que nos referimos, es la inherente a las funciones de la ciencia, en cuanto ésta reclama como derecho propio la facultad de investigar todos los problemas de valor especulativo, y de dar a luz los resultados de sus investigaciones. En ambos casos no tiene más límites que los impuestos por los principios de la lógica y las necesidades del método.

De las comparaciones que hemos hecho, y cuyos resultados presentamos sólo como proposiciones aproximativas, fluyen, pues, las conclusiones siguientes: que las apariencias engañan cuando se juzga superficialmente del valor que encierran, para la actividad de la voluntad y de la inteligencia, el determinismo y el libre albedrío; que mientras el determinismo estimula y desarrolla las libertades positivas y prácticas de obrar y pensar, el libre albedrío las contraría o las niega; y que el determinismo propende a cultivar la personalidad, a formar individualidades ricas en posibilidades de acción y pensamientos, que conducen a aumentar las únicas libertades posibles de que la humanidad entera puede gozar.

Filosofía Americana: Ensayos

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