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IV
EL DETERMINISMO PSÍQUICO Y LAS IDEAS NUEVAS

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Algunos filósofos, entre ellos Wundt (Ethik, II, Die Willensfreiheit), al mismo tiempo que dicen que suponer en el espíritu el libre albedrío sería convertirlo en juguete de la casualidad, aceptan el determinismo de la voluntad de una manera restringida y lo designan con el nombre de determinismo psíquico, para distinguirlo del determinismo mecánico. La voluntad, según el determinismo psíquico, se determina por el carácter individual, los antecedentes del individuo y los móviles o motivos que la voluntad acepta como propios. En realidad, esta explicación no es otra cosa que una profesión de fe dualista y un salto del problema del libre albedrío, considerado en sí mismo, al problema de la conciencia, o sea al de las relaciones de los fenómenos físicos con los fenómenos psíquicos. Pero sea como se quiera, si se pretende estudiar los hechos psíquicos de una manera científica hay que reconocerlos como sometidos a una ley de causalidad (llamadla, si gustáis, causalidad psíquica, no olvidando que tiene que ser un principio que establece relaciones de antecedentes a consecuentes) y hay que concebir a la voluntad como determinada por causas... psíquicas, si no se resignan los impugnadores del determinismo a entregarla a los embates del capricho, de la casualidad o a la divina e inconcebible suerte de tener que crear algo de la nada.

La doctrina que aplica la ley de causalidad a la voluntad, sin suponer la existencia de dos substancias distintas, y dando por sentado que todos los fenómenos de la conciencia son el resultado de cambios mecánicos, químicos, y fisiológicos, es una doctrina monista que afirma que lo físico y lo psíquico no constituyen más que dos aspectos distintos de una misma cosa y no dos cosas que no se pueden reducir una a otra.

Dentro del monismo existe un punto vulnerable y que el dualismo aprovecha regocijado para atacarlo con sus propias armas: es el paso de lo fisiológico a lo psíquico. Este fenómeno se halla sustraído hasta ahora a todas las tentativas de la experiencia y, aunque todas las presunciones obran en ese paso en favor del mantenimiento de la ley de la conservación y transformación de la energía, de manera que los hechos psíquicos no puedan ser más que la continuación de fenómenos fisiológicos y físicos anteriores o los concomitantes de éstos, sin embargo, los dualistas repiten que aquello no se ha probado experimentalmente.

En este paso de lo fisiológico a lo psíquico, origen de lo imprevisto que encierran en parte los productos del alma, y en la complejidad de la vida, radican los fundamentos de la ilusión de nuestra libertad.

Vamos a detenernos a examinar una clase de productos psíquicos, que no han llamado como debieran, la atención de los partidarios del libre albedrío. Por lo mismo, no les han exprimido éstos todo el jugo que podrían hacerlos destilar en su favor. Nos referimos a las ideas nuevas.

No hemos encontrado nada que pueda contribuir más al florecimiento de la ilusión de la libertad que el hecho de que el hombre sea capaz de concebir ideas nuevas, de que su mente sea un foco de síntesis creadoras. Cuando un hombre, como la inmensa mayoría de nuestra orgullosa especie, no hace otra cosa que imitar ramplonamente los modelos más vulgares e inmediatos que la vida social le ofrece, cuesta creer que un librearbitrista, por más obstinado que sea, se atreva a adornarlo con la suprema dignidad de su supuesto libre albedrío. Pero cuando otro hombre se presenta con las fulguraciones del genio, del inventor, parece tarea más fácil atribuirle la libertad, que consiste precisamente en sacar algo de la nada.

Es tan alta la condición de la idea nueva, como expresión única, incomparable e irreductible de una individualidad, que cuando se presenta bajo la forma moral la consideramos digna de ser tomada y respetada por su autor como la expresión más completa, para él, de la moralidad. Del individuo que no hace otra cosa que imitar, que es un simple repetidor, sólo por respeto tradicional a los pergaminos nobiliarios de nuestra especie, podemos decir que es moral o inmoral; más fidelidad a la realidad de las cosas revelaría decir que no es ni de una ni de otra banda, sino tan sólo amoral.

Al formular la anterior proposición, no desconocemos que, como la sociedad ofrece ejemplos buenos y malos, costumbres virtuosas y viciosas, hay individuos que merecen ser llamados buenos y virtuosos y otros malos y viciosos. Ambas clases se parecen entre sí, por otra parte, en que no reflexionan sobre las cuestiones morales, no le ponen un sello propio, personal, a ninguna manera de obrar y siguen automáticamente, por sus predisposiciones hereditarias o por las circunstancias de su vida, los buenos o malos modelos que les ha deparado el destino.

Estos dos grupos quedan algo opacos y envueltos en la misma penumbra al lado del carácter original del inventor de que hemos hecho mención.

De este que, reflexionando sobre los problemas de la existencia individual y social, se eleva sobre las normas y prácticas reinantes, ve las contradicciones que resultan entre la conducta y las reglas que se proclaman, y concibe principios superiores o aplicaciones nuevas de los principios aceptados, para ordenar mejor las relaciones de los hombres, de este cabe afirmar que es el portador de un fuego sagrado que ha de coadyuvar a desentumecer nuestras alas en nuestro universo humano.

Esos principios superiores o esas simples normas de detalles, siendo sinceros, constituyen para su autor un imperativo original que, como hemos dicho, significa la expresión más alta de su moralidad.

Si hay algún caso al cual puedan recurrir los partidarios de la libertad absoluta en defensa de su tesis, es este en que el espíritu da a luz ideas nuevas, síntesis creadoras, normas éticas originales. Identificando así la libertad con la originalidad, sería posible decir que una de las cumbres a que puede alcanzar el desarrollo individual, lo marca el punto en que el nacimiento de una idea moral nueva señala el abrazo de la más alta libertad humana, posible con la suprema moralidad.

Muchísimas personas podrán aprovechar esta forma de libertad de que hablamos para defender un libre albedrío sin límites ni condiciones; pero, al proceder así, confundirán la libertad con la imposibilidad de prever de una manera precisa el surgimiento de la idea nueva; mas, la idea nueva, el producto de la síntesis creadora de la mente, aunque imprevista, no es indeterminada.

La historia de las ciencias, de las letras, de las artes, de las industrias, de los fundadores de religiones, y de los reformadores sociales y políticos, muestra claramente cómo sin el concurso feliz de circunstancias sociales, económicas, locales e individuales, no habrían surgido las grandes personalidades que han descollado en esos campos de la actividad humana.

Si suponemos a Pasteur transportado el día de su nacimiento o en su infancia al seno de una tribu australiana, ese genio, en lugar del benefactor de la humanidad que veneramos, habría sido probablemente varias veces asesino.

Así, la idea de nuestra libertad, es una suma de las posibilidades que se ofrecen a nuestra acción, y de la ignorancia que da lugar a que los hechos de nuestra existencia se nos presenten como contingentes y sustraídos a toda previsión.

Si tenéis alguna duda al respecto, ved modo de conciliar la idea de libertad con la de saber absoluto. Es imposible; ambas se rechazan enérgicamente. A manera de digresión, diremos aquí que nos imaginamos el saber absoluto, la omnisciencia y omniconciencia, ya que excluyen todas las sorpresas con que nos sacude lo no conocido e inesperado, como atributos abrumadores y aburridores. Por otra parte, y esto es tan claro que apenas necesita decirse, la libertad también es inconciliable con la ignorancia absoluta.

La conducta humana se desarrolla ocupando un término medio entre esos extremos: saber absoluto y libertad absoluta por un lado, e ignorancia y determinismo absolutos por otro lado. La práctica lleva a cabo una conciliación de estos extremos.

De esta suerte, cabría comparar la existencia del hombre, respecto de uno de sus actos o de un grupo coordinado de actos, a una marcha efectuada en un cono, desde la base al vértice.

La base, la parte espaciosa, representa el momento en que comienza la acción o la serie de acciones encaminadas a algún fin remoto.

En ese instante hay tiempo por delante y hay posibilidades; es, por consiguiente, la hora en que el hombre disfruta de la mayor suma de libertad que se puede imaginar, porque dispone de un número crecido de posibilidades. A medida que el acto, el plan o la serie causal van desarrollándose, simultáneamente van disminuyendo el tiempo y las posibilidades; el determinismo de los hechos verificados va estrechando la libertad de la acción; y la aproximación al fin, o sea al vértice del cono, quiere decir que empieza el imperio del máximum de determinación. ¡Cuántas posibilidades hay en el porvenir de un niño que tiene que desenvolver toda la variada cinta de su existencia! ¡Qué pocas probabilidades hay, en cambio, de poder transformar radicalmente el destino de un hombre maduro! Los polos del eje en que gira la vida de un hombre son, pues, las posibilidades, que sugieren la idea de libertad en un extremo, y el determinismo, que hace pensar en el lado, en el otro extremo.

Mas, realmente, la criatura humana no debe sentirse sometida a un hado ciego. Teniendo tiempo, es capaz, por medio de las ideas nuevas, de las innovaciones de que hemos hablado antes, de sustraerse a las cadenas de todo fatalismo.

Como lo hemos expresado ya también, el propio determinismo es el que libra al hombre del fatalismo, en virtud de las enseñanzas que le dan el poder de cambiar el mundo exterior, ya sean las enseñanzas de carácter científico o de carácter empírico.

Nos parece que sería exacto formular lo que acabamos de establecer en dos principios que, en resumen, no son más que uno sólo, expresado en forma positiva y negativa.

Helos aquí:

Siempre que hay intervenciones de la voluntad humana reflexiva dirigida por propósitos claros, la libertad (o la suma de posibilidades) de que disfruta, se halla en razón directa del tiempo que falta para la terminación o realización del acto.

Siempre que hay intervenciones de la voluntad humana reflexiva, dirigida por propósitos claros, la determinación de un hecho se encuentra en razón inversa del tiempo que falta para su realización.

Hemos entrado en estos detalles, que pueden parecer lucubraciones muy sencillas que no merecen el tiempo que se gasta en ellas, porque los adversarios del determinismo no cesan aún de confundirlo con el fatalismo, y es conveniente desvanecer este error.

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