Читать книгу Madreselva - Ernesto Rodríguez Abad - Страница 8

Оглавление

Tristán e Isolda

Esta historia la lloraban las secas hojas de los bos­ques en Bretaña. Entre niebla y suspiros Marie de France escribió un hermoso lay. Sobre las tiernas hojas de la ma­dreselva la diminuta letra plasmó la crónica de un amor prohibido. Ocurrió de la misma manera que la madreselva se enreda en el tronco del avellano. Así el amor de Tris­tán se prendió al cuerpo de Isolda. Nadie pudo podarlos. Nadie pudo cortarlos. El uno no respiraba sin el aire que exhalaba el otro. Y si se alejaban les ocurría lo mismo que a la enredadera y el árbol. Separados se marchitan.

El caballero Tristán era el más arriesgado e intré­pido de cuantos hubo en la antigua Francia. El rey Mar­co, su tío, estuvo orgulloso de él. Lo nombró caballero, lo colmó de honores, lo sentó a comer a su lado, en la mesa. Una noche, entre las copas de vino rojo como la sangre, vio brillar los ojos de los enamorados. Los primeros minu­tos no quiso creerlo. Luego, su mente hirvió como el aceite sobre las ascuas de la hoguera.

Ella era la reina Isolda. Joven y bella. Refinada y tierna. Cuando paseaba por los bosques, parecía un hada o una hechicera que embrujara a flores y árboles para que parecieran más hermosos. En las fiestas, cuando sonreía, cautivaba a los invitados, como la música acaricia los oí­dos enamorados.

La noche se puso oscura inesperadamente. El rey Marco comprobó que los ojos que se buscaban eran los de su querida esposa y su amado sobrino. La música, de pronto, sonó desafinada y rota. Los manjares se trocaron en hiel y vinagre sucios. La mañana siguiente firmó un decreto en el que desterraba a Tristán a los confines de los bosques de Bretaña. Miró la mano temblorosa que estrujaba la pluma, con los ojos enmarcados en ojeras granates, delatores del insomnio agrio. Una gota de tinta rojiza cayó en el puño blanco de su camisa.

Tristán vagó solo por las florestas. Acariciaba los brotes de la tierna madreselva, pensando en la dulce Isolda. La reina se abrazaba a los troncos del avellano, duros como el brazo del amado. Lloraba sobre los mus­gos secos del jardín.

Cuando la corte se trasladó a los palacios de ve­rano, el joven e impetuoso desafió la orden del rey. El amor era más fuerte que la vida. Los amantes siempre encuentran la manera de dar con sus amados. La rei­na y su comitiva se alejaban de la corte por solitarios ca­minos. El astuto galán, con los ojos chispeantes, halló un modo de comunicarse. Dejó en el camino una rama de avellano; en el tallo, con diminuta letra, escribió unos versos:

Igual a madreselva y avellano,

nuestra historia, hilos de amor escriben

un sinvivir, por vivir separados.

La reina entendió la misiva. Suspiró, leyendo el mensaje. Al igual que el avellano no puede vivir sin la madreselva que se enreda a él, y la madreselva se seca si los separan, de la misma manera él no soportaba la vida sin ella. Se alejó de la comitiva, ayudada por una fiel criada. Fingió un cansancio repentino, una tristeza pro­funda, una necesidad de soledad. Una floresta cercana fue testigo de la pasión de los amantes. Desnudos entre la naturaleza saborearon el amor prohibido. Los árboles crecieron para tapar la luz del sol. Las enredaderas flore­cieron para escribir una historia de amor en los troncos rudos.

Pero la felicidad dura poco. Cuando se dieron el beso de despedida, las flores deshojaron su belleza y los troncos de los árboles agrietaron la corteza.

Él volvió a llorar la soledad por los bosques; ella partió con los ojos tristes.

Igual a la madreselva y al avellano; las almas de los amantes se agrietaron de pena por vivir alejados.

Madreselva

Подняться наверх