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DIECISÉIS MINUTOS

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En dieciséis minutos se pueden hacer muchas cosas. Puedes comerte un helado, incluso dos, si no temes que luego te duela un poco la tripa. Puedes escuchar varias veces tu canción favorita. Puedes bajar a comprar el pan y volver a casa sin poder evitar comer un trozo por el camino. Puedes silbar y bailar un rato. Puedes ver la tele y dejar que esos dieciséis minutos pasen sin dejar rastro en tu memoria.

Dieciséis minutos. El tiempo que se tarda en hacer un huevo duro. Ese fue el tiempo que necesitó el señor Brezovec, entrenador del equipo benjamín de baloncesto del Olimpia de la ciudad de Liubliana, capital de Eslovenia, para darse cuenta de que Luka era un chico especial.

Estaba de pie junto al banquillo, en una de las bandas de la cancha de baloncesto. Brezovec había observado con atención los primeros compases de aquel primer entrenamiento de la temporada y a los dieciséis minutos ya había visto suficiente. Así que cogió el silbato y detuvo el entrenamiento con un sonoro pitido.

—Vale, paramos un momento. Luka, ven aquí.

Luka se acercó a su nuevo entrenador. Grega Brezovec tenía un enorme bigote castaño bajo una nariz más bien achatada y la voz grave. Miraba a Luka con el ceño fruncido. Tenía cara de no entender un difícil problema matemático.

—Luka, ¿de verdad tienes ocho años?

—Sí.

—De verdad, ¿de la buena?

—Sí, señor Brezovec.

Brezovec no daba crédito. Acababa de ver cómo ese chico de sonrisa tranquila hipnotizaba al resto de sus compañeros con su juego. Luka botaba la pelota entre el resto de niños como un experto patinador se desliza por el hielo. Encontraba huecos entre una selva de piernas y manos para poner la pelota naranja siempre donde quería. Leía perfectamente los momentos del juego, sabía qué hacer en cada instante, cómo mover su cuerpo.

Luka tenía ocho años y ya se sabía todos los trucos.

Brezovec se preguntó: «¿cuál es el límite de este chico?». Esa idea le llevó a la siguiente: «quiero ver hasta dónde puede llegar. Quiero formar parte de eso».

Grega le pidió al entrenador ayudante que se encargara del resto de chicos, que miraban a Luka maravillados.

—Ven conmigo.

—¿A dónde vamos, señor Brezovec?

—A la sala de entrenadores.

Salieron de la cancha y se adentraron en los pasillos del pabellón del Olimpia. Luka miraba a un lado y a otro, mientras caminaba tras el señor Brezovec por las instalaciones del club. Después de atravesar pasillos y salones, llegaron a una puerta decorada con el escudo del club: un dragón lanzando fuego.


Luka sintió que estaba entrando en el cerebro de aquel dragón. Brezovec abrió la puerta y entraron en una enorme sala que tenía las paredes blancas y pizarras llenas de anotaciones y esquemas. Allí era donde los entrenadores de las diferentes categorías del club preparaban sus tácticas.

Sentado en una mesa, un señor calvo leía unos apuntes en un cuaderno. Era Jernej Smolnikar, el entrenador del equipo infantil. Grega Brezovec se detuvo delante de él junto a Luka. Smolnikar levantó la mirada.

—Grega, ¿qué ocurre?

—Jernej, te presento a Luka. Este chico va a entrenar contigo a partir de ahora.

—¡¿Qué?! —preguntaron Smolnikar y Luka al mismo tiempo.

Brezovec se llevó a Smolnikar aparte, y en voz baja, para que Luka no pudiera oírle, le dijo:

—Hoy es el primer día de Luka en el club. Ha venido con su padre, Saša Dončić, que desde hace poco está jugando en el primer equipo. Le he visto jugando con los demás chicos de su edad y pierde el tiempo conmigo. No tengo nada que enseñarle.

—Pero Grega, yo entreno a chicos de doce y trece años y, ¿cuántos años tiene este crío? —le preguntó Jernej Smolnikar a Grega Brezovec.

—Ocho.

—¿Ocho? ¡Jajaja!

El señor Smolnikar se carcajeó mientras agitaba la mano como quien aparta moscas.

—Es una locura, mi querido Brezovec.

—Ya lo sé. Es lo que he pensado yo también. Puede que haya sido un sueño, pero quiero que lo compruebes tú. De hecho, si lo que yo creo es cierto, tú tampoco tendrás mucho que enseñarle.

El señor Smolnikar miró a Luka con atención. Se acercó hasta él y le dijo:

—Parece que eres excepcional, ¿verdad, muchacho?

Luka, tímido, no pudo evitar que su rostro se pusiera rojo como un tomate.

—¿Estás preparado para subir de categoría?

Luka no tardó dieciséis minutos, ni dieciséis segundos, ni uno, en responder.

—¡Claro!

Y sonrió con su sonrisa grande, esa que tanto Smolnikar como Brezovec volverían a ver tantas veces en el futuro.

Su nombre es Luka

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