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EL DRAGÓN DEL ESCUDO

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El coche de Saša Dončić se detuvo delante del jardín de su nueva casa. Estaba en una urbanización repleta de zonas verdes, desde la que se podía ver, a lo lejos, el castillo de Liubliana. Luka salió disparado hacia la puerta, donde le esperaba Mirjam, su madre. Luka se lanzó a sus brazos.

—Cariño, ¿qué tal ha ido el primer día de entrenamiento? —le preguntó después de darle un beso en la cabeza.

Luka alzó el rostro hacia ella y, con su gran sonrisa, le dijo:

—¡Muy bien, mamá! Ahora juego con los infantiles.

—¿Qué? —dijo Mirjam sin entender nada.

En ese momento, llegó Saša a su altura. Mirjam le saludó con una pregunta:

—¿Por qué Luka dice que juega con los infantiles? Si él es benjamín.

Saša le dio un beso a Mirjam en la mejilla. Ese beso llevaba una explicación consigo.

—Brezovec ha decidido subir a Luka al grupo de chicos de doce y trece años.

—Eso es infantiles —dijo Luka sonriendo y asintiendo con la cabeza.

Mirjam contempló la mirada feliz de su hijo y dibujó una sonrisa parecida en su rostro. Estaba orgullosa, pero a la vez le preocupaba que su hijo de ocho años lo pasara mal entre chicos tan mayores.

Mirjam abrazó a su hijo y a su marido. El abrazo de la familia Dončić en aquel instante parecía una postal navideña.

Entraron en la casa y Mirjam le dijo a su hijo:

—Luka, ve a lavarte las manos, que vamos a cenar.

—¿Qué hay para cenar?

—Brócoli.

—¡Mamá! ¡Me vas a fastidiar un día genial!

—El brócoli es sano, hijo. Va a hacer que tu día sea perfecto.

Luka, resignado, se fue hasta el cuarto de baño.

Una vez solos, Mirjam le preguntó a Saša.

—¿Estás seguro de que es buena idea?

—Sí. Luka ha nacido para esto. Tú ya lo has visto.

—Eso es lo que me da miedo, Saša —dijo Mirjam.

—¿El qué?

—Que yo quiero que Luka pueda ser un niño normal.

—Mirjam, tu hijo es el niño más normal del mundo —sonrió Saša—. Lo único que pasa es que tiene talento.

Mirjam sabía que lo que decía Saša era cierto. Había visto a su hijo jugar a baloncesto con niños de su edad y sabía que era muy bueno. Pero también sabía que el talento es como una piedra preciosa. Si Luka era una joya, mucha gente lo querría tener. Y tarde o temprano, alguien se lo llevaría y lo alejaría de ella.

—¿Pero ya ha jugado con los mayores? —le preguntó Mirjam a Saša.

—Sí. Brezovec lo sacó de su grupo enseguida. ¿Te lo puedes creer?

—Sí, puedo, pero no sé si quiero —dijo ella—. ¿Y cómo le ha ido con los mayores?

Saša miró a su mujer. Sus ojos verdes irradiaban emoción y orgullo ante estas noticias, pero sus cejas dibujaban una ese de sospecha. Saša pensó entonces en los ojos del señor Smolnikar cuando fue a recoger a Luka tras el entrenamiento.

Ambos se cruzaron mientras Saša esperaba, junto al resto de padres, a que los chicos salieran del vestuario tras el primer día de entrenamiento.

—Señor Dončić… —le dijo el señor Smolnikar.

—¿Sí?

—Soy Jernej Smolnikar, el entrenador del equipo infantil.

—Ah, encantado.

Ambos se estrecharon la mano.

—Estoy esperando a mi hijo —dijo Saša.

—Sí, Luka.

—¿Lo conoce? Va al grupo de Brezovec.

—No, ya no.

—¿Cómo?

El señor Smolnikar lo llevó aparte del grupo de padres. Sus ojos, muy abiertos, tenían ese brillo de asombro que un rato después Saša volvería a ver en los ojos de Mirjam.

—Verá, hay un asunto que quería comentarle…

Y así, el señor Smolnikar le explicó a Saša todo lo ocurrido esa mágica tarde en la que no solo impresionó a los niños de su edad sino que también destacó en el equipo de los mayores.

Jugando con chicos de doce y trece años, y desde su altura de un niño de ocho años, Luka se lanzaba al rebote como un pequeño canguro saltando sobre una manada de búfalos.

—¡Y cómo bota! —exclamó Smolnikar.

—Ya lo sé, le he enseñado yo —sonrió Saša, orgulloso.

El entrenador Smolnikar apoyó una mano sobre el hombro de Saša y empezó a reírse.

—Lo siento, no quiero que piense que le falto al respeto, pero nadie es tan buen profesor. Usted tampoco. Nadie es capaz de enseñar a un niño de ocho años a botar la pelota así. Luka no necesita mirar la pelota para saber dónde está en todo momento. Es como… como si fuera una extensión de su cuerpo. Es un don. Su hijo tiene un don.

El señor Smolnikar remató esa sentencia con un silencio inquisitivo. Saša lo miraba en silencio, procesando todo cuanto le estaba diciendo. El señor Smolnikar continuó:

—Señor Dončić, su hijo está llamado a hacer grandes cosas. Su lugar natural no está entre los niños de su edad. Pero esto solo puede ocurrir si usted y su esposa dan el visto bueno. ¿Acceden a que Luka entrene en mi equipo?

Saša, baloncestista profesional, conocía lo malo y lo bueno que le esperaba a su hijo. Si era cierto eso, y si su intuición no se equivocaba (y casi nunca lo hacía), el futuro de Luka estaba íntimamente ligado a aquel deporte que él tanto amaba. No podía cortarle las alas a su hijo. No podía cortarle las alas al dragón.

—Adelante. Entrenará con usted.

Poco a poco, jornada a jornada, los partidos del equipo de Smolnikar se fueron llenando de público. Cada vez se oían más voces de aficionados que hablaban sobre el nuevo talento que había aterrizado en el club. Todo el mundo hablaba de aquel niño de ocho años que competía contra chicos de doce y trece pero que jugaba como un muchacho de dieciséis. Todos los hinchas del primer equipo lo veían en los partidos oficiales del Olimpia, cuando salía a la cancha en los descansos entre cuarto y cuarto para jugar con otros niños de las categorías inferiores.

—Oye, fíjate en aquel niño —se decían los aficionados que llenaban el coqueto pabellón del Olimpia.

—Mira, no te pierdas eso.

Y ahí, entre todos aquellos niños que invadían la cancha, Luka manejaba el balón como el malabarista que ha hecho un millón de veces el mismo ejercicio. Lanzaba a canasta sin fallo, como quien lanza una pelota de tenis a una piscina municipal. Hipnotizaba a todos con su juego imposible, de tan sencillo que parecía.

—¿Quién es ese niño? —decían unos.

—¿De dónde ha salido? —preguntaban otros.

—¿Y cómo se llama?

Su nombre es Luka

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