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Cristianismo y perdón
ОглавлениеDebería ser ahora más fácil percibir por qué el perdón es la característica sobresaliente del cristianismo. Solo se puede entender en un contexto de amor. El Señor dijo: “Así es como todos sabrán que son ustedes mis discípulos, si se aman los unos a los otros” (Jn 13,35). El perdón es precisamente el amor en su manifestación más profunda y, por consiguiente, es ilimitado. Jesús enfatiza esto de modo contundente: cuando Pedro le pregunta: “Señor, si mi hermano peca contra mí, ¿con qué frecuencia debo perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Y Jesús responde: Te digo, no siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,21-22). Naturalmente, Jesús no quiso decir 490 veces, sino siempre.
La ecuación es simple: lo primero es recordar que el cristianismo tiene que ver con el amor. Deus caritas est es el nombre de la primera Encíclica del papa emérito Benedicto XVI. En ella se anima a todos a concentrar sus esfuerzos en el núcleo de nuestra fe, es decir, en la caridad. Como escribió el apóstol Juan, “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). El segundo paso exige reconocer que el amor cristiano supera con creces el precepto ya existente en el Antiguo Testamento de amar a nuestro prójimo. En el Sermón de la Montaña, que es como la “Carta Magna” de la Iglesia, el Señor explica esta diferencia utilizando un lenguaje contrastante: “Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo que no hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la izquierda” (Mt 5,38-39). Con estas palabras fuertes el rencor es superado por el amor, la venganza pierde legitimidad y el perdón pasa a la primera posición. Este precepto llega a su apogeo con una asombrosa exhortación: “Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,43-45).
El tercer paso consiste en reconocer que perdonar las ofensas que recibimos condiciona el perdón que recibimos de Dios. Todos los domingos oramos: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, y en Mt 18,23-34 leemos la parábola del siervo condenado porque su amo le había perdonado una enorme deuda, mientras que él no fue capaz de perdonar una mucha más pequeña a un compañero suyo. Estos pasajes están conectados, porque la relación de amor entre Dios, nosotros mismos y nuestro prójimo depende del perdón. Lo que dice san Juan en una de sus cartas: “Amados, si Dios nos ama, también debemos amarnos los unos a los otros” (1Jo 4,11) es paralelo a lo que san Pablo dice a los Colosenses: “como el Señor te ha perdonado, así también debes hacer tú” (Col 3,13). En ambos casos hay una “condición” que no es ni una “medida” (como decir “Te perdonaré en proporción a lo que perdonas a los demás”), ni una “decisión arbitraria” de Dios, como si Él nos estuviera pidiendo algo que realmente no se conecta con lo que nos concede. En cambio, cuando una persona no perdona, al mismo tiempo cierra su corazón para recibir el perdón. La frase “quien ama a Dios debe también amar a su hermano” (1Jn 4,21) es una ley inscrita en la naturaleza del corazón humano, de tal manera que la palabra “debe” no significa realmente una obligación (que, de todas maneras, existe), sino una manifestación. Es como decir: si no amas a tu hermano, no amas a Dios. Teniendo en cuenta que el perdón es un aspecto del amor, podemos (y debemos) aplicar la regla de esto último a lo primero: si no perdonas a tu hermano, realmente no deseas el perdón de Dios. Esto es lo que está en el centro de una sentencia del catecismo de la Iglesia católica cuando se dice:
Este derramamiento de misericordia no puede penetrar en nuestros corazones mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El amor [...] es indivisible; no podemos amar al Dios que no vemos si no amamos al hermano o hermana que vemos. Al rehusar perdonar a nuestros hermanos y hermanas, nuestros corazones se cierran y su dureza los hace inmunes al amor misericordioso del Padre; pero al confesar nuestros pecados, nuestros corazones se abren a su gracia. (n. 2840)