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Ética del perdón

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Hay quien piensa que perdonar es actuar ingenuamente, sin saber lo que se hace, y hay quien confunde el perdón con la debilidad. Hay quien acusa al perdón cristiano de faltar a la justicia, dejando impunes los crímenes, hay quien mira la misericordia con ironía o hilaridad. Es verdad que en el Evangelio encontramos el mandato de amar a los enemigos, y ello podría conducir a la idea de que el perdón supone renunciar a la justicia y a la verdad. A veces parecería que es así, pero, en realidad, lo que sucede es que el perdón conlleva referir ambas dimensiones al bien de la persona y de la sociedad, y esto puede arrojar resultados particulares, como sucede cuando las circunstancias lo imponen o lo aconsejan (como cuando se establece una amnistía en vistas de cortar con un círculo vicioso de violencia). Pero habitualmente el perdón no está reñido con la justicia penal. Perdonar a un asesino no significa necesariamente eliminar una sentencia a la reclusión. En el marco de estas articuladas relaciones entre justicia y perdón es justamente donde se calibra si el perdón otorgado es verdadero, sobre todo si de la actuación personal se derivan efectos hacia otras personas o instituciones.

Hay que convencerse de que no es lo mismo buscar la verdad y la justicia desde el rencor que desde la caridad. El rencor abre la posibilidad de que la justicia degenere en venganza y surjan luego nuevas ofensas. Fomentada, en cambio, desde el perdón, la justicia alcanza mejor su propio fin. Por su parte, la indagación de la verdad podría convertirse en acumulación de motivos que validen el propio resentimiento, en vez de otorgar fundamento real a la justicia, la cual, en el marco de un conocimiento completo y unitario de la verdad, puede realizarse en toda su profundidad. La verdad, en definitiva, hace más justa la justicia (Cárdenas, 2014, p. 493).

Pienso que, en cierta medida, las etimologías de las palabras “perdonar” y “condonar” apuntan hacia una sutil distinción existente entre estos conceptos, que puede ayudarnos en esta reflexión. Ya hemos hablado sobre el origen del vocablo “perdón” en el “don”. También “condonar” proviene de “donar”. Volviendo al latín clásico, el prefijo “con”, además del sentido frecuente de “hacer compañía”, se añade a veces para indicar repetición o continuidad, y ha sido asumido en el lenguaje jurídico con el sentido de liberar de una pena debida o exonerar de una obligación, como cuando se hablaba de condonare crimen (Malo, 2018, p. 35). Siguiendo a Malo (2018), podemos decir que:

[…] en la dilatación de la semántica del don se produce una trasposición del significado inicial, concreto y material, de “dar” […] hacia el de “condonar”, en el cual se trasciende la temporalidad aunque en el sentido negativo de cancelar una deuda limitada, llegando finalmente a la trascendencia de la temporalidad en sentido positivo, expresada con la palabra “perdonar”, que apunta hacia una justicia recuperada a través de una gracia. (p. 38)

Simplificando las cosas, podemos decir que entre donar, condonar y perdonar hay una progresión de significado en sentido inclusivo: una trascendencia que no niega lo precedente.

Así, pues, el perdón, desde esta óptica, no es ni contrario ni alternativo a la justicia, aunque la trascienda. Como bien dijo en su momento J. Burggraf (2007), perdonar

[…] significa ir más allá de la justicia. Hay situaciones tan complejas en las que la mera justicia es imposible. Si se ha robado, se devuelve; si se ha roto, se arregla o sustituye. ¿Pero si alguien pierde un órgano, un familiar o un buen amigo? Es imposible restituirlo con la justicia. Precisamente ahí, donde el castigo no cubre nunca la pérdida, es donde tiene espacio el perdón. El perdón no anula el derecho, pero lo excede infinitamente. (s. p.)

En cierta medida podemos decir que la justicia contiene un componente institucional fuerte, mientras que el perdón y la misericordia van más dirigidos hacia las personas singulares. Contempladas en estos términos, creo que es especialmente acertado lo que afirma Malo (2018): separada de la misericordia, la justicia acaba cubriendo bajo capa de ley lo que es solo venganza y, como tal, raíz de ofensas sucesivas, mientras que la misericordia, practicada independientemente de la justicia, se transforma en buenismo tóxico e intoxicante, que ni resuelve las cosas ni genera satisfacción.

Ya se habrá percibido que difícilmente se logra perdonar de verdad con un único acto singular e instantáneo; el perdón se logra habitualmente a través de un proceso que lleva a establecer una nueva relación.

Una cosa es perdonar y otra distinta es que la decisión tomada abarque la totalidad de la persona (inteligencia, voluntad y esfera afectiva) y que la decisión se mantenga a lo largo del tiempo. El Evangelio recoge este significado diciendo que hay que perdonar “de corazón” (Mt 18,35) y la sabiduría cristiana ha descrito a la totalidad como “perdonar de todo corazón”. (Cárdenas, 2014, p. 488)

Nos volvemos a encontrar aquí con la conversión en el sentido de confluencia unitaria de nuestro interior; cuando el perdón se produce de modo demasiado fácil, a la larga se revela superficial e incluso falso. Aunque la ofensa, como recordábamos antes, golpea primero en el ámbito emocional, el proceso auténtico del perdón no se reduce a una mutación afectiva, sino que involucra a la inteligencia y a la voluntad. Von Hildebrand (1980) lo dijo muy bien: “el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico” (p. 338). Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura, y se atenúa con el tiempo.

En el fondo, perdonar es ayudar a pagar parcialmente lo debido, y esto es posible por el carácter asimétrico del don:

[…] perdonando, la víctima vuelve a dar confianza al ofensor. A pesar del mal que has hecho, tú no eres así, no eres ni esencial ni necesariamente malo. Por lo tanto, aunque el perdón otorgado por la víctima no elimine la deuda, ni moralmente, ni legalmente, ayuda a cancelarla parcialmente. La deuda se cancela parcialmente con la aceptación del perdón por parte del ofensor, con su arrepentimiento, el cual conlleva la promesa de evitar hacer el mal en el futuro. Cancelada la deuda, víctima y ofensor tienen la posibilidad de establecer una nueva relación, ya no dominada por la venganza y la agresión, sino por el arrepentimiento y el perdón, que son modalidades del don. (Malo, 2018, p. 107)

El perdón, en definitiva, está relacionado con el don de la vida, como veíamos al principio respecto a Dios. Al ofensor perdonado se le devuelve su dignidad de persona, y en la víctima que perdona se elimina el rencor y el resentimiento, que podría amargar su vida para siempre.

Para completar estas reflexiones, conviene subrayar la distinción entre venganza como actitud existencial (ser vengativo) y la vindicatio en sentido jurídico-penal. El perdón, como realidad entendida dentro de la lógica del don, supera la reciprocidad, y en este contexto es compatible con la vindicatio (incluso la exige), la cual “impone una pena al ofensor en vista del bien común, impidiéndole que cometa nuevos crímenes o que estos se difundan, pero también en vista del bien del ofensor, en cuanto se le hace expiar la propia culpa y, con ello, se le posibilita cambiar de vida” (Malo, 2018, p. 116). Téngase presente que es muy fácil tachar de ingenuo a quien perdona, sin darse cuenta de que sin perdonar no es posible evitar el contagio del mal.

Naturalmente, el campo del perdón cubre una gama infinita de situaciones. No es lo mismo perdonar un pisotón en el autobús que el asesinato de un hijo. Hay casos extremos en los que perdonar exige una grandeza inconmensurable de corazón. Gertrud von Le Fort escribió (1950), con verdades en poesía no fáciles de aferrar: “hay ciertas flores que sólo florecen en el desierto; estrellas que solamente se pueden ver al borde del despoblado. Existen algunas experiencias del amor de Dios que sólo se viven cuando nos encontramos en el más completo abandono, casi al borde de la desesperación” (p. 90).

Perdón, compasión y esperanza

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