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El perdón en la Iglesia

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A medida que profundizamos en este tema, comprendemos que la falsedad o el conocimiento incompleto no son fuentes auténticas de perdón. Por esta razón, “la Iglesia promueve una reconciliación en la verdad, sabiendo que no son posibles ni la reconciliación ni la unidad fuera o contra la verdad” (san Juan Pablo II, 1984, n. 9). También por esta razón, durante la preparación para el Grande Año Jubilar del 2000, la Iglesia católica estudió aquellos periodos de su historia en los que serpenteaba la sospecha de faltas institucionales. Algunas de ellas se reconocieron bien fundadas y dieron lugar a una petición de perdón; otras acusaciones no correspondían a la realidad de los hechos y fueron dejadas de lado. Para la Iglesia, como institución, era muy importante hacer esto, porque solo una Iglesia “en estado de conversión” puede convertirse en signo de las buenas noticias que vienen de arriba. Como dijo san Juan Pablo II (1984), “la Iglesia, para ser reconciliadora, ha de comenzar siendo una Iglesia reconciliada” (n. 9).

En este sentido, vale la pena reproducir un pasaje de la carta pastoral de los obispos de Ruanda a los fieles de ese país, con motivo de los 25 años del genocidio de 1994, cuando en un periodo de tres meses 800.000 tutsi fueron masacrados por sus connacionales hutu. Puede uno fácilmente imaginarse la dificultad que esto supone en vista de perdonarse unos a otros. En la carta se dice:

Para reconciliarte con otra persona, primero debes ver la bondad en esa persona. La bondad con la que Dios la creó, y perdonarla sin considerar todas las lesiones que te ha causado, para que las heridas sean superadas por la bondad y la comprensión. Esto requiere un gran esfuerzo para distinguir la ofensa del ofensor, y esto significa que odias la ofensa que la persona ha cometido, pero amas a la persona a pesar de su debilidad, porque en ella ves la imagen de Dios. (Conferencia Episcopal de Ruanda, 2018, p. 17)

Esta exhortación no ha quedado en el aire. Una tutsi católica superviviente, Immaculée Iligabiza, a quien los hutus, que también eran católicos, mataron a padres y hermanos, mientras ella se salvaba escondida en un baño de tres metros cuadrados con otras seis mujeres durante los tres meses de las matanzas, cuenta cómo emprendió el proceso interior de perdonar: lo primero fue asumir el hecho de que también los asesinos eran hijos de Dios. Dicho con sus mismas palabras:

[…] ciertamente eran creaturas feroces, que merecían ser castigadas severamente por sus acciones, pero seguían siendo hijos […]. Habían cometido males atroces a los otros, a sus hermanas y hermanos tutsi, a Dios, pero no entendían el mal que se hicieron a ellos mismos […]. A pesar de esas atrocidades, eran hijos de Dios, y yo debería perdonar a un hijo, aunque no sería fácil, especialmente a quien intentaba asesinarme. A los ojos de Dios, los asesinos eran parte de su familia y merecían amor y perdón. (Iligabiza, 2007, pp. 131-132)

Así, pues, entender a la Iglesia como la familia de Dios facilita entenderla como un espacio de perdón. Podemos aspirar a perdonar y ser perdonados si consideramos que no estamos solos en este proceso. Gracias a Dios, los pecadores pertenecemos a la Iglesia. Esto es algo que la Iglesia ha tenido que reafirmar muchas veces. Más de una herejía ha surgido a partir de grupos de personas “iluminadas” que comenzaron a pensar y a decir que solo los perfectos pertenecen a la Iglesia. Los Padres y Doctores de la Iglesia, apoyados por el Magisterio, han siempre afirmado, en cambio, que la Iglesia acoge y alberga dentro de sí misma, durante esta fase de peregrinación hacia el Reino de Dios, a santos y pecadores, y esta doctrina fue recogida en el último Concilio con palabras de la Const. Lumen Gentium: “la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (n. 8/3). Como alguien comentó una vez, quizás no muy científicamente, pero con gran sentido común, la Iglesia es una especie de gran lavadora, donde lo sucio se sumerge y emerge limpio.

Dios, de hecho, concede el perdón de los pecados a través de la Iglesia. Después de su resurrección, Jesús “sopló sobre ellos (sobre los apóstoles) y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. Los pecados que perdonan son perdonados y los que retienen se retienen” (Jn 20,22-23). Esta disposición del Señor se continúa a lo largo de la historia por los obispos, sucesores de los Apóstoles, con la ayuda de los sacerdotes. Solo Dios perdona; sin embargo, no la Iglesia ni sus ministros. Cuando el sacerdote imparte la absolución sacramental diciendo: “Yo te perdono de tus pecados”, el “Yo” no es el Padre Felipe o el Padre Juan, sino Cristo mismo. Por eso dice inmediatamente que absuelve “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Este evento extraordinario puede tener lugar solo porque los apóstoles, y los obispos y sacerdotes en su ordenación sacramental, han recibido “el poder del Espíritu Santo”, que se acaba de mencionar en las palabras del Evangelio de san Juan. Podríamos decir, volviendo al ejemplo anterior, que la electricidad de la lavadora es el Espíritu Santo, y el jabón es la gracia de Cristo.

Muchos otros temas están vinculados al perdón, pero me atrevo a decir que la mayoría de ellos tienen que ser “descubiertos” por cada ser humano, porque el perdón no es algo meramente intelectual, sino principalmente existencial. Sin embargo, creo que se puede decir que el lema señalado “amar significa nunca tener que pedir perdón” se aplica solo a Dios en sí mismo, entre Dios Padre y Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Allí no hay perdón, porque tampoco hay ofensa. Parecería intrínsecamente incorrecto aplicar este lema a las relaciones humanas, donde existen delitos incluso entre personas que se aman. Perdamos el miedo a decir “perdóname”; sería peor no volver a amar nunca más.

Perdón, compasión y esperanza

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