Читать книгу De día gaviotas, de noche flores blancas - Esteban Hinojosa Rebolledo - Страница 8
ОглавлениеEl comedor se llenó de sombras de árboles. A las cuatro y media de la tarde, los rayos del sol ya estaban inclinados en el ángulo que estira larguísimas las sombras del mango, la guaya, la guayaba, la limonaria y hasta la de los tulipanes. Después de lavar los trastes, mi mamá fue la única que hizo algo para demostrarme que sabía que yo estaba allí: pasó su mano por mi cabeza. Me dolió cada uno de los cabellos que tocó. Rasguñé el mantel tratando de meter las uñas en la mesa como si tuviera miedo de salir volando. Por fin un movimiento. Mi madre sonrió desde las lejanías del futuro: pensando en su clase de macramé, de migajón o de cualquier otro método para producir basura, como dice mi papá.
Pensé que tal vez mi familia no le había dado importancia a mi silencio, porque la gente a veces decide estar callada. Pero lo mío era más grave que un simple deseo de estar callado. Mi cerebro se resistía a pensar en salir otra vez de ese pequeño espacio. ¿A dónde? Esa pregunta fue la más terrorífica de mis pensamientos. Tenía una respuesta automática. ¿A dónde? A ninguna parte, me dijo una voz que sonaba como un montón de piedritas moviéndose debajo del agua revuelta por las olas del mar. Algo en mi cerebro intentaba apagar la fábrica de paisajes y recuerdos.
El olor de la comida impregnado en la tela del mantel subía como una serpiente que husmeaba el espanto de ese niño que no podía moverse: yo. O que más bien creía no poder moverse. ¿O no quería moverse? Esa posibilidad me aterrorizó aún más. ¿No quería moverme? Eso era algo así como estar loco.
Después de un rato, mi hermano bajó cambiado. Se miraba más adulto con pantalones de mezclilla y playeras blancas, ajustadas. Yo siempre me preocupaba por ser el primero en quitarse la ropa de la escuela, en cepillarse los dientes, y soy el único que jamás se acuesta sin bañarse antes. Nadie está enterado de esa competencia secreta que tengo con mi familia. Para ellos, simplemente soy ordenado. La verdad, lo importante para mí es ser mejor que ellos. Pero aquella tarde hasta eso me pareció poca cosa. ¿Mi hermano estaba cambiado y yo no? Bien por él. Mi inmovilidad, además de asustarme, comenzaba a provocarme rabia.
Anselmo pasó a mi lado. Tomó sus llaves de sobre el trastero. No se dio cuenta de que yo seguía sentado en la mesa. Lo vi salir, borrarse entre el brillo de la calle. El viento que entró por la puerta me ayudó a bajarme de la silla. Un revoltijo de olores transparentes corrió en busca de una salida, que encontró en la ventana de la cocina. Aquella ráfaga me hizo saber que los Rodríguez habían comido pescado, que una olla de arroz humeaba cerca, que los Pérez seguían sin barrer su patio, sin recoger los mangos podridos, y que los Fernández acababan de cortar la hierba.
Fue tan violento el regreso de la energía a mi cuerpo que sentí mi piel abrirse, como cuando inflas de más un globo. Las plantas de los pies me hormigueaban. La realidad se abría camino con un montón de lanzas invisibles, que se clavaban en mis poros: los huequitos que aparecen al mirar la piel desde muy cerca. Salté de la silla y subí la escalera pasando de tres en tres los escalones. Llegué a mi cuarto y me tiré al piso. Las fuerzas seguían regresando a mi cuerpo como si me las estuviera tragando revueltas en un caldo caliente, lleno de espinas. Pensé en pedirle auxilio a mamá, pero ¿qué le iba a decir? Así que apreté el control de la tele con la punta de la nariz y miré lo que apareció en la pantalla. Eran las noticias, no sé cuántos asesinados en el norte del país, balas, balas, balas. No intenté cambiar.
Me quedé dormido. Cuando desperté, ya casi de noche, me puse a recortar telas para hacerle ropa a mis muñecos. De la tarea me ocuparía después. O simplemente no la haría. Uno no sale de un gran susto y se pone a hacer la tarea. En cambio, recortar, medir y costurar pedacitos de tela me parecía un refugio contra la angustia, ese sentimiento que apachurra el pecho y hace que la respiración se detenga a veces y a veces se acelere. Costurar y diseñar ropa para mis muñecos es mi segundo pasatiempo favorito. El primero es caminar por las afueras del pueblo o por el malecón, junto al río. Pero para eso se necesitaba mucha más energía de la que yo había conseguido recuperar.
La costura funcionó. Poco a poco, olvidé lo que me había pasado en el comedor. Comencé a pensar en la horrible experiencia como si hubiese sido de mentira, un invento de mi imaginación, que tal vez necesitaba sustos porque mi vida era siempre muy tranquila. Para la hora de la cena ya estaba relajado. Nadie notó nada extraño en mí. Pero al llegar a la mesa no pude evitar reconocer que lo del mediodía no había sido ningún invento. De verdad había perdido las ganas de hacer cosas, y aunque hubiesen regresado a mi cuerpo luego de un rato, algo dentro de mí me decía que debía hablar con alguien para descubrir cuál era mi problema.
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