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Capítulo 1

Frente al virus, escenarios de encuentro

La pandemia nos separa; no podemos tocarnos, la distancia corporal ubica un umbral diferente, visible e invisible a la vez. Todos tomamos precauciones para no contagiar ni ser contagiados. Sin embargo, a través de la videollamada, nos miramos, hablamos y armamos una experiencia juntos. La distancia, el vacío, deviene un encuentro relacional, un entretiempo en el que se despliega otra dimensión, ciertamente desconocida. Sin duda, hay un toque secreto en juego; no tiene un espesor, sino más bien un pliegue. Los niños pliegan el afuera a través de lo virtual, sin materialidad; generan un hueco que aloja el espacio íntimo de una hospitalidad redescubierta cada vez.

¿Es posible sostener un encuentro con los niños a través de una videollamada hecha por celular? ¿Cuándo sabemos qué tenemos que hacer? En estas circunstancias, ¿cómo comienza la intuición del encuentro? Podemos percibirlo, si somos sensibles a la experiencia relacional que surge cuando algo que todavía no es tal vez pueda llegar a serlo. Es una sensación provisoria y real sostenida en el encuentro con el otro, que abre las puertas de la imaginación en acto y pone en juego la realidad ficcional. Espero el horario de la videollamada… ¿Qué puede suceder hoy?

Imágenes en escena: Pablo

Pablo tiene tres años de edad, hace menos de un año llegó por primera vez al consultorio con un diagnóstico de TEA (trastorno del espectro autista). Resistimos dicha etiqueta diagnóstica (no me detendré en el inicio de todo ese período ni en el tratamiento realizado). En la actualidad, está empezando a hablar y a producir lentamente una experiencia lúdica con mucha más riqueza en una franca apertura hacia el mundo que lo rodea y lo aloja. Con sus padres, sostuvimos varias entrevistas para generar el clima familiar que habilite el espacio lúdico.

La pandemia y la correspondiente cuarentena interrumpieron nuestras sesiones presenciales y pasamos a sostener encuentros virtuales a través del teléfono celular. La primera imagen que veo en la pantalla –luego de saludar a la mamá – es a Pablo, que muerde un muñeco de peluche, un perrito blanco de ojos saltones. Él me mira de reojo, alcanzo a saludarlo y observo la escena. Intuitivamente, grito: “Ayyy, ayyy, pobre gua-guau, ¿le duele?, lo estás mordiendo…”. Él se detiene, me mira y, en suspenso, expectante, espera… Recurro a un títere del Hombre Araña, lo acerco a la pantalla mientras canto una melodía que lo representa: “Vengo al rescate, no quiero más mordiscos, al perro le duele, voy a defenderlo”. Cuando muevo los dedos en señal de ayuda y tarareo la canción del superhéroe, Pablo, sin dejar de mirar, suelta espontáneamente al perro, se aproxima sonriendo a la pantalla y exclama: “Sííí, sííí”.

A continuación, toma un dinosaurio de una caja, me lo muestra, lo acerca y lo aleja del celular. Aprovecho ese gesto actuante y tomo un dinosaurio que emite un sonido estridente al ser presionado. Aprieto al muñeco y Pablo se detiene y espera. Nos miramos, entre los “feroces” dinosaurios… ¿Qué está esperando? El tiempo cronológico parece sustraerse, suspendido entre un hacer y el otro, el “entretiempo” da espacio al “entredós” relacional, transferencial. Vuelvo a hacer que mi dinosaurio emita el sonido que inunda la escena, y lo muevo: cada vez más inquieto, el muñeco no se detiene: va de un lado al otro y, en ese movimiento, lo escondo dentro de la remera. Grito: “Uyyyy, uyyy, está en mi espalda… ¡y sigue moviéndose! Ahora está en la panza, va por los brazos” (a medida que describo su trayectoria, lo desplazo por esos lugares).

El escenario unifica la imagen de la pequeña pantalla; expectantes, estamos atentos a lo que puede suceder. Me detengo a mirar la mano en la que tenía al superhéroe (con la otra, muevo el dinosaurio) y exclamo: “Llamemos al Hombre Araña, así busca al dinosaurio, lo calma y para de gritar y de moverse”. Frente al celular, manipulo al muñeco y al títere, tras una breve pelea, se tranquilizan, atenúo la tensión. Finalmente, terminan amigos, saludan y se dan besos. Pablo se aproxima y responde gestualmente a la escena.

Inmediatamente, busca un delfín, lo acerca y lo muestra. Respondo cantando: “Un delfín que toca un violín, voy a buscar una bella sirenita que lo espera para jugar y cantar a su manera…”. Sorprendido, se aproxima y le muestro una ballena-títere, una orca que lo saluda contenta, con una morisqueta. Pablo sonríe y corre a un balde en el que busca algo; de ahí saca una vaca, la acerca a la pantalla y dice “muuu, muuu”. “Qué linda vaca”, le respondo, al mismo tiempo busco una que tengo sobre mi mesa y hago otro mugido para poder jugar. Cuando Pablo la ve y la escucha, vuelve al balde y trae una gallina que hace un sonido similar a un “kikiriki, kikiriki”; busco un pollito, imito el sonido y digo: “¡Ah, son amigos! El kikiriki y el pío-pío juegan juntos”. El pequeño hace el gesto afirmativo y dice: “Síí, síí”.

Sin mediación, busca en una caja una araña gigante con forma de robot, y encuentro entre mis juguetes una arañita chiquita. La coloco muy cerca de la pantalla y comienzo a subirla y bajarla (como si trepara por una tela). Sin proponérmelo, mientras la muevo canto una canción alusiva a la acción que estoy realizando: “Michu, michu araña subió a la telaraña… michu… michu… araña”. La gestualidad extiende el espacio; se da a ver al otro, el tiempo parece superponerse entre gestos, musicalidad y un ritmo que tiene fuerza, una potencia que atraviesa la virtualidad como si fuera una tangente, una brecha locuaz en el tiempo del devenir. Es el modo que tienen los niños de construir la memoria subjetiva.

Pablo vuelve a mostrar el dinosaurio; casualmente, traje un cuento llamado La aventura de los dinos. La particularidad de este libro es que, con un leve movimiento, los grandes ojos saltones se mueven para todos lados: se destacan, sobresalen de los dibujos, lo que le da al animal una apariencia vivaz, pícara y divertida. Pablo, a un paso del celular, mira y escucha la historia, entusiasmado con cada acción que refleja el alocado movimiento de los ojos. Los dibujos, con muy buen diseño, cambian a medida que paso la página y, con cada uno de ellos, realizo un sonido diferente: uno muy agudo, otro agresivo, violento, tierno o agradable. Algunas palabras, exclamaciones y onomatopeyas acompañan el relato que, a su vez, de acuerdo a la reacción del niño, va transformándose debido a la gestualidad en el acto que implica leer una aventura con otro.

Durante unos minutos, permanecemos en esa posición; de algún modo, el “entredós” nos cuenta el cuento que contamos. El tercer tiempo sostiene un hilo invisible que sustenta la escena en múltiples dimensiones aún desconocidas que, al narrarlas, nos alojan; habitamos un territorio donde se entreteje en red la hospitalidad esencial para conformar la comunidad del “nos-otros”.

Al terminar, el niño encuentra un pequeño caballo y hace el sonido de relincho. Tomo entonces un caballito de Playmobil, que tiene un jinete capaz de montarlo. Pablo se ríe, y al caballito de él le monta un pato; sonríe y exclamo: “¡Qué buena idea, tu caballo lleva un pato!”. A continuación, desmonto mi jinete y hago que se monte una rana. En este diálogo simbólicamente imaginario, él saca el pato y monta una gallina; al verlo, bajo a la ranita, que se despide con el correspondiente sonido, y pongo un perro (“guau, guau”); inmediatamente, Pablo monta a otro en el suyo y así jugamos durante un tiempo… sin tiempo.

Cada uno en su casa, en un espacio diferente, compartimos la escena, en red; esta sería imposible sin el otro; sin duda, conformamos un ritornello, un territorio. A través de la virtualidad armamos una “casa” imaginaria que no es la de él, ni la mía, generamos un terreno sin sustancia, íntimo, que podríamos denominar “nuestro”. Pablo se mueve por la habitación, va a la cama, el armario, a una cocinita, sube a un triciclo, y en un momento se detiene frente a una caja de marcadores. Sorprendido, alcanzo a decir “¡Qué lindos son!”; él, sin dejar de mirarme, se aproxima al celular. Rápidamente, de modo intuitivo, tomo mis marcadores, acerco mi mano a la pantalla y, con la otra, con uno de color negro, comienzo a dibujar en la palma un círculo. Pablo permanece muy atento; mientras realizo los trazos, canto: “Le hago una cariii… ta, ahora un ojiii… to, y viene el otro ojiii…t o, llega el turno de la naaa… riz, que hace siempre achís, achís. Ahora viene la boooo… ca, que ríe y come mucho, los dientes son un serru… chooooooo”.

La musicalidad dramatiza la espontaneidad del encuentro. La mamá de Pablo festeja con él la escena. Ante un gesto que le hago, toma la mano de su hijo y le dice: “Dale, te hacemos la carita, como hizo Esteban”. Comienza a dibujarla y, a medida que la va haciendo, desde mi celular, canto la melódica canción de la carita con todos los componentes y gestualidades posibles. Cuando termina, festejamos y tocamos la pantalla, carita con carita. El ritmo unifica el escenario. Pablo mira, y exclamo: “¡Uy!, ¿y mamá?, ¿podemos hacerle una carita a ella?”. Él gira, le da un marcador y abre la palma de su mano, ella lo ayuda a realizar los trazos de otro personaje-carita; ella, contenta con el dibujo, saluda y dice: “También a papá”. Con el marcador, traza el dibujo-garabato en la mano que ofrece el padre. Los cuatro estamos con los dibujos, nos saludamos y jugamos a tocar al otro. Finalmente, en medio de las gestualidades, juego de palabras y sonidos, nos despedimos hasta el próximo encuentro virtual.

DDatosDatos informáticos y más datos de la pandemia infectan el ambiente, inundan, restringen, encandilan los significados. ¿Clausuran el sentido?Los datos, ¿abrirán otras improbables opciones?

La praxis del pensamiento en acto: Lautaro nos demanda

Otro niño, Lautaro, tiene la misma edad que Pablo (tres años). Ambos comparten la misma anónima etiqueta y denominación diagnóstica: “trastorno del espectro autista” (TEA). Luego de ocho meses de tratamiento, desestimamos esa clasificación y las implicancias que ella determina de modo siniestro.

Lautaro concurre a un jardín de infantes; recién desde comienzos de este año puede empezar a expresarse y lo hace con palabras cada vez más claras; estas estaban bloqueadas, encarnadas en el cuerpo de modo tal que él no podía hacer uso de la imagen y el esquema corporal, ni tampoco producir la experiencia lúdica para abrir el campo de la plasticidad. El juego ficcional comienza a enlazarse en el quehacer cotidiano y en el nacimiento de la hermana; las entrevistas con los padres afianzan el lugar que poco a poco ocupa y permite el nuevo despliegue infantil.

La cuarentena interrumpe abruptamente las sesiones presenciales, que retomamos de modo virtual, aunque en ningún momento pudimos anticipar y preparar lo que iba a acontecer a partir del parasitario virus.

Cuando lo miro a través del celular (espejo-pantalla), junto con su mamá, Lautaro me muestra alegremente su casa: el patio, la habitación, la cocina, las cajas con juguetes, los armarios y la cama. Al verla, corre y se tira en ella; recostado entre almohadones y almohadas, me saluda.

En una mano, tiene un barquito de color rojo, pero apenas lo muestra; parece atesorarlo, casi pasa desapercibido. Le digo: “Lauti, qué linda casa, qué lindos juguetes, ¿estás jugando con un barco?”. Él sonríe y continúo: “¿Y si lo hacemos navegar?... Mamá –ella está sosteniendo el celular–, ¿podemos ir al patio con un balde lleno de agua para jugar y saber cómo flota, se mueve, navega y por dónde puede ir el barquito?”. Con un gesto, la mamá, afirma: “Bueno, dale, vamos para afuera, voy a buscar una palangana, la lleno con mucha agua para que puedan jugar”.

Lautaro va al patio; al ver el recipiente, de inmediato pone allí su barco. Al mismo tiempo, voy a mi balcón, lleno con agua un balde y coloco un barquito que traje del consultorio. Los dos movemos el barco y lo hacemos girar para un lado y para el otro. De pronto, exclamo: “¡Un remolino! ¡Cómo se mueven los barcos! ¿Hacemos olas?”. Nos miramos de reojo, jugamos, entramos en el tercer tiempo compartido; sin darnos cuenta, comenzamos a realizar la complicidad de un pensamiento en acto. Él –en su casa– y yo –en el departamento– inventamos un nuevo espacio-tiempo escénico, sin llenarlo de contenido, sino vacío para construir sentidos o, quizás, un “todavía”: no sabemos si nos aventuraremos al vértigo de la otra escena.

En ese momento, Lautaro grita: “Tormentaaaa, tormentaaaa…”. Exclamo: “Uyyy, ¡hay tormenta! ¡Qué viento! Si hay un huracán, el mar está revuelto y cambia de color… ¿Podés ir a buscar unas témperas para pintar el color de la tormenta?”. La mamá, sonriente, asiente y sale a buscarlas. Alcanzo a decirle: “Ahhh, y si podés, traé algunos cubitos de hielo de la heladera, ¡porque puede caer granizo!”. Todos salimos a la búsqueda de cosas para armar el temporal; se nos van ocurriendo más posibilidades: “Ahhhh, ¡puede haber neblina! Traigamos harina… y arroz, como copos de nieve”. La mamá se ríe y festejamos las ocurrencias compartidas.

La hermanita y el papá de Lautaro se acercan, miran, hacen gestos, participan. En el balde se mezcla lo que vamos tirando, un poco de arroz, otro de harina, témpera de color azul, rojo, amarillo. Al mover el agua, cada vez se oscurece más, el líquido ya está opaco, dejó de ser cristalino. Ellos allá y yo de mi lado vamos produciendo la tormenta y los efectos de sus mezclas.

El pequeño Lauti encuentra unas piedritas y las mete en la palangana; mira a la cámara e intuyo una demanda, entonces le pregunto a la mamá: “¿Tenés un colador de pastas? Cualquiera puede servirnos…”. Me responde afirmativamente. “Tráelo y pescamos como si fuera un mediomundo, así levantamos las piedras, hojitas… lo que encontremos”. Es un escenario vital que permite continuar, inventar el “entredós” transferencial y producir, realizar la experiencia devenida acontecimiento y plasticidad, tanto simbólica como neuronal.

Unos días después, la mamá de Lautaro me envía un videíto en el que se lo ve jugando y cantando con un barquito de papel (que le hizo el papá) dentro de una caja plástica llena de colores. Saludo ese video y le envío una foto del balde con juguetes, ya preparado para nuestro próximo encuentro.

En la sesión siguiente, Lauti me muestra una especie de monstruo que ha dibujado con ayuda de la mamá. Rápidamente, dibujo uno semejante al de él. Se lo muestro y los dos salimos corriendo, él al patio y yo al balcón. Aprovecho para transformar el dibujo en una especie de careta monstruosa a partir de la cual aparezco y desaparezco de la pantalla. Lautaro corre, se esconde y, a su vez, toma coraje y empieza a asustarme.

El juego se transforma, adquiere textura y volumen escénico; con una sábana, arma una guarida, usando de sostén la mesa y las sillas. En mi departamento, junto tres sillas y dispongo un refugio al mismo tiempo que él. Compartimos el susto y el miedo por los monstruos; al jugar, los temores, la sensación de incertidumbre y fragilidad corporal, mortal, pierde peso, densidad y contingencia.

Al escenificar lo otro, terrorífico, siniestro, Lauti puede lanzarse a hablar con mucha mayor fluidez, el cuerpo tiembla menos y la palabra surge, espontánea. De allí en más participa en reuniones con los chicos del jardín que se hacen por la plataforma zoom (hasta ese momento, no quería asistir a ellas).

En la casa continúa el juego del monstruo con sus padres, con una caja construye una máscara aterradora y corre a asustar a cualquiera que aparezca. Luego, con cartón y cajas de zapatos confecciona un robot, lleno de cintas y colores.

Después de la sesión, recibo videítos y fotos de las cosas y los juegos que arman en familia. En esta experiencia, el juego multiplica los sentidos; jugar es desear; al hacerlo, construye una praxis del pensamiento esencial, único e insustituible, de donde se desprende la memoria del devenir que da paso al porvenir del pasado.

La imagen virtual se transforma en el acontecer de un gesto; los padres y los niños realizan la originalidad de abrirnos lo cotidiano: la propia casa. Nos invitan a recorrerla, compartimos la intimidad de un espacio privilegiado, cómplice, donde viven, sienten, piensan, descansan, aman y desean.

Para los niños, su casa representa la experiencia del mundo, por eso, pasa desapercibida como hecho en sí diferenciado; no pueden discernirlo porque forma parte de ellos, está más allá de cualquier significado. Lo cotidiano del hogar no es un sujeto, se fuga a la aprehensión; viven su casa como parte de ellos, en tanto los unifica en la propia imagen corporal que cobra existencia en el quehacer diario. Cuando el tiempo se infecta como efecto dramático del virus, se encierra de manera tal que la cotidianidad se manifiesta en lo real, tornándose presente como soledad e indefensión.

En esta situación, lo agobiante, el tedio y el confinamiento cobran fuerza y se oponen al deseo vital de jugar, de desear otra escena. Por lo tanto, la repetición, en lugar de generar la alteridad de una experiencia distinta, reproduce la misma hasta la tristeza del hartazgo, así como la pasividad, a riesgo de afectar la plasticidad e invertirla al provocar la potencia estallada, fuerza destructora, fractal.

Cuando se puede realizar, la videollamada nos permite compartir lo cotidiano; abrir la casa al otro produce una apertura posible, que propone una nueva escena, conjuga la distancia y compone el entretiempo que sostiene la continuidad del “entredós” relacional, transferencial.

Compartimos un instante, un momento en el que entramos y salimos de la casa; al hacerlo, armamos un puente con el afuera, abrimos lo cotidiano, jugamos con él, damos tiempo, lo donamos para que al irnos, al finalizar, la pandemia pese menos y el niño pueda fugarse en la próxima jugada para evitar la fijeza amenazante y punzante del virus, del bloqueo de lo siempre igual. Y, de este modo, posibilitar el movimiento del devenir, al articular lo actual con el pasado en una imagen-cristal que anticipa el posible futuro, aún desconocido.

Violeta, una niña de cinco años, en la videollamada mira y propone, contenta: “¡Vamos, vamos a dibujar el coronavirus! Juguemos… vos tenés que dibujar uno y yo otro… tenemos que adivinar cómo es… vamos, vamos a jugar”.

EEspejosGiroscópicos, sensibles, para entrar en otra dimensión sin tristeza donde el cuerpo, el espacio y el tiempo son otros.¿Podremos resistir el agobio del encierro, atravesar el espejo y regresar diferentes?
La niñez infectada

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